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Los martillazos de la bruja

May 15, 2016 | 0 Comentarios

Dejo a continuación el texto íntegro que leí en la perversa presentación de Bruja realizada ayer en la librería La montaña mágica de Cartagena:

La noche del 14 de mayo del año 2016, el espíritu de Alicia Hermosilla fue visto desplazándose por las mugrientas calles del condado de Cartagena.

La temperatura era tibia aquella primavera. Lo que contribuía a acrecentar la humedad que asolaba las paredes de decenas de caserones derruidos tras la epidemia de peste que había dejado un reguero de muertos y pestilencia abrumadores. Un ambiente de insana decadencia que había convertido el condado en un inmenso cementerio apenas animado por los llantos de los supervivientes, las voces de los sacerdotes dirigiendo continuamente funerales y los golpes de las palas de los enterradores. Por lo que apenas se escuchaban los ecos de lejanos martillazos y voces entre las sucias paredes de aquella vetusta librería, La montaña mágica, en la que el espíritu de Alicia se introdujo para consultar varios libros: evocadores cuentos escritos por Lord Dunsanny durante noches de insomnio, alucinadas epopeyas salvajes imaginadas por Robert E. Howards en habitaciones llenas de insectos, viscosos poemas de Alejandra Pizarnik delineados con pelos de doncellas quemadas en hogueras, libretos de óperas de Richard Wagner urdidos en sánscrito, versos pertenecientes al Cantar de los nibelungos bañados con la sangre de heroínas germánicas y viejos textos de ocultismo, magia y hechicería entre los que destacaba uno en concreto: un malévolo poema místico cuyo título era Bruja.

Un orificio narrativo parecido a un vestido negro y arrugado de bruja creado por el escritor norteamericano H.P. Lovecraft tras regresar extasiado, realmente asombrado, de una visita a la mansión donde vivió encerrada durante largos años la hechicera Emily Dickinson. Una muchacha solitaria alejada de toda vida social que, durante su voluntario encierro en la casa regentada con extraordinario rigor y severidad por su padre -un descendiente de uno de los jueces que habían dictado sentencia contra varias muchachas acusadas de brujería en Salem siglos atrás- se dedicó a componer poemas, textos desnudos y breves que eran, en realidad, sortilegios, hechizos, conjuros sagrados a través de los que intentaba comunicar con el territorio de los muertos. Establecer un enlace entre varios tiempos y mundos de tal modo que hubo quienes consideraron sus poemas como lágrimas de dolor o fragmentos rotos del libro Necronomicon.

Un conjuro mágico que, como toda la obra de H. P. Lovecraft, jugaba un papel trascendental en Bruja. Sobre todo, en sus primeras páginas. Aquellas en las que, en mitad de una biblioteca en llamas, una joven muchacha comenzaba a recitar palabras antiguas en un idioma extraño logrando convocar el espíritu de una asquerosa, sucia hechicera parecida a un animal salvaje que se abalanzaba sobre las decenas de cadáveres que la rodeaban destrozando sus vacías almas llenas de grietas. Y después, frente a los restos de huesos y trozos de carne arrojados al suelo, elevaba sus brazos al cielo y declaraba su lucha a muerte a dios puesto que, según confesaba, para conseguir amar a nuestros semejantes, primero hay que odiarlos. Hay que destrozar a martillazos la tierra, romper los cofres de bronce y dejar emerger de ellos los diablos rojizos que habitan en el corazón de los hombres y son alumbrados con lujuria y calor en el vientre de las mujeres. Y también si es posible golpear al enemigo con la esperanza de aturdirlo, destrozarlo y aniquilarlo. Pues únicamente así existirá un tiempo para el amor. Sólo convirtiéndonos a nosotros mismos en espadas de fuego egoístas, podremos construir versos que borren de una vez y para siempre de la faz de la tierra, todos los poemas sobre rosas, muchachas hermosas y vidas estériles que existieron, existen y existirán en este mundo.

Exactamente, Bruja era un libro que mordía. Convocaba sueños y tempestades. Porque, aunque cada palabra había sido tallada con el esmero con que la porcelana es barnizada, había sido escrito con rabia, casi con saña. Era una novela parecida al pico de un cuervo, a un confuso sueño del Marqués de Sade o una canción escuchada al revés de David Bowie.

Ciertamente, H. P. Lovecraft no se contenía en ningún momento en ella. Escribía como un artista expresionista insomne y realizaba comparaciones entre tiempos distantes y personajes aparentemente opuestos provocando una sensación de extrañeza que le permitía profundizar en la psicología de la hechicera Emily Dickinson a la que contemplábamos leer textos infames en medio de un sótano lleno de instrumentos de tortura velado por jardineros y poetas que agredían con cuchillos a quien osara decirles que sus poemas, cualquiera de sus versos, eran una auténtica basura. Y que, por tanto, merecían ser arrojados a la hoguera por haberlos escrito.

En cualquier caso, y a pesar de su violencia, Bruja también era un hechizo sutil. Un anillo de diamantes perfectamente ornamentado del que de tanto en tanto llegaban ecos violentos de aventuras orientales. El rostro de violentos sultanes aparecía una y otra vez, por ejemplo, como un espejismo sobre el crepuscular castillo donde la poetisa Emily Dickinson soñaba vivir para huir de la molicie cotidiana que prometía derrotarle. Motivo por el que deseaba convertirse con todo su alma en una niña y atravesar el otro lado del espejo. Poder cabalgar sobre corceles bellos y amar a cualquier caballero que se le antojara. Fantasías que abrasaban con tanto ardor su espíritu que era habitual que hablara sola. Mantuviera conversaciones sobre temas abstrusos con su gata abisinia o se mirara en los espejos con una manta blanca rodeándola entera, simulando ser un fantasma mientras soñaba llegar a ser una bruja que fuera todas las brujas y, de esta manera, acabar con su encierro.

Ciertamente, cuando Emily abría la edición de Bruja forrada con las costuras de un tapiz persa de origen safávida, sentía que aspiraba el sabor de los días. Que podía hacer desvanecerse el rostro de aquel monarca árabe que se le aparecía noche tras noche en sueños, amenazándole con cortarle la cabeza de un tajo si no seguía narrando historias, escribiendo poemas. Y evitar al fin esos gritos que escuchaba diariamente procedentes de los sótanos y los subterráneos de su mansión que la hacían enloquecer: «La, la, la, la, la, la, la».

Cánticos nocturnos que sonaron espectralmente en medio de la librería en donde se encontraba el espíritu de Alicia, provocando su temor porque de la novela Bruja emergían unas palabras que parecían sangrientos dientes tiburón recorriendo sin miedos los océanos: «Violarme y seré libre. Asesinarme y seré libre. Deseo la muerte al destierro, la violencia al reposo, el sexo al amor y el fuego del odio al de la misericordia. Soy multitud de vaginas infernales siendo incineradas. La destrucción de los niños derruidos y de la tecnología. Porque yo, únicamente y solamente yo, soy una bruja. La bruja que al mirarse en el espejo pervierte sus reflejos. La bruja que desciende sobre el cuerpo de las adolescentes obligándoles a masturbarse. Y la bruja que desearía destrozar la literatura para que el mundo de las palabras se acabara para siempre y llegara el de las sensaciones. Montones de orgasmos vibrando en el fondo de cuerpos sin cerebro muertos, agolpados en los infiernos haciendo felices a viejas arpías y demonios».

Frases soñolientas y ensangrentadas que ahuyentaron al espíritu de Alicia Hermosilla, haciéndole saber que tal vez por abrir las páginas de Bruja, las compuertas que separaban el mundo de los vivos del de los muertos se habían roto definitivamente y sus compañeros de encierro en el purgatorio se encontraban libres.

Unos acontecimientos que la obligaban a regresar a las calles del condado de Cartagena por las que resonaban ahora con mucha mayor fuerza que antes, martillazos que anunciaban el fin de los tiempos mezclándose con los gritos de seres monstruosos que dese el puerto, las colinas y empalizadas, gritaban con todas sus fuerzas: «Chulthu, Chulthu, Chulthu, Chulthu, Chulthu», como si un gigantesco vestido de bruja estuviera siendo desvelado, ocultando el cielo y la tierra. Y, en definitiva, el espíritu de Alicia ya no fuera un espíritu sino el cuerpo ensangrentado de un escritor llamado Alejandro Hermosilla condenado  a gritar hasta la eternidad a todos los asistentes a la presentación de una de sus creaciones en la librería La montaña mágica dos palabras secretas -«os odio»- mientras varios jardineros levantaban cruces donde empalarlo y sonrientes hechiceras preparaban ollas de fuego y azufre entonando viejas melodías que anunciaban que el tiempo de los sueños había concluido y llegaba el de las pesadillas. El tiempo de Bruja. La época del horror y el odio infinitos. Porque cada día hay un nuevo asesinato y robo, se viene la noche definitiva, no hay año que no nazca de nuevo el demonio y no hay momento mejor para celebrar la destrucción de cada una de nuestras esperanzas y anhelos que el presente: «la, la, la, la, la, la, la, la, la, la, la, la, la». Shalam

 إِنَّ الشَّقِيَ بِكُلِّ حَبْلٍ يَخْتَنِقُ

 Si deseas la tranquilidad, has de ser sordo, ciego y mudo

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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