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El fracaso

Feb 20, 2019 | 0 Comentarios

Humphrey Bogart poseía un rostro y aspectos tan consistentes que no parecía ni haber tenido juventud ni niñez y haber nacido directamente a los 30 años con los rasgos por los que es sobradamente conocido. Una característica que dice mucho de la magnitud y sobriedad de su aura. De su carisma. Había algo en él que transmitía seguridad. Plena seguridad. A las mujeres, por ejemplo, no las seducía por guapo sino por su saber estar. Porque, de algún modo, encarnaba los rasgos de una masculinidad clásica y fiera. Contenida y abisal. Brusca y suave. De hecho, una mirada de Bogart era capaz de evocar el cielo y transmitir confianza en medio de los huracanes cotidianos, pero también de reflejar abismos. El lento y seguro descenso a los infiernos.

Ciertamente, cualquier película en la que el actor norteamericano aparecía, merecía la pena por su presencia. Bogart no miraba a la cámara. La traspasaba. Contemplaba directamente el rostro de cada uno de los espectadores y conseguía humanizar sus personajes. Agrandarlos. De hecho, era capaz de tornar mafiosos de poca monta en personalidades complejas y enigmáticas. Sutiles incluso. Y de volcar la atención sobre él con tan sólo pronunciar dos o tres palabras. En realidad, respondía tanto al prototipo de galán romántico como al de forajido. Se sabía que era un hombre sensato pero también un truhán. Podía pasar horas y horas trabajando en los estudios pero, eso sí, debía hacerlo acompañándose de alcohol. Bebiendo un trago tras otro para convertir el tedio en placer y el trabajo en una pequeña fiesta.

La sola presencia de Bogart bastaba para abrigar una escena. El noir es impensable sin él. Su identificación con el género era tan grande que parecía que todos, absolutamente todos los escritores de novela negra tenían en mente villanos y detectives con sus rasgos, cuando componían sus personajes. Algo lógico teniendo en cuenta que era un actor tan misterioso como inquietante. Alguien que no necesitaba gesticular, disparar o gritar para convocar dramas. Podía invocar tragedias con una sola mirada.

Es normal, por otra parte, que su nombre sea sinónimo de elegancia. De esa elegancia que poseen algunos temas de Frank Sinatra y la carrocería de ciertos coches. Porque era, sí, un hombre cuyos gestos transmitían un soberano respeto por la tradición hasta tal punto que lograba convertir en deseable aprender a quitarse el sombrero, ponerse un gabán o dirigirse a una desconocida. Vestía bien, hablaba bien, fumaba bien y además, tenía un mentón y una frente colosales. Una frente y un mentón tan límpidos como los de una escultura renacentista que tan sólo son comparables con los de Cary Grant o Franz Bogarze. Un actor este último que llevó al extremo lo que en Bogart no dejaba de ser una insinuación: la esquizofrenia, la depresión o la extrema lucha interior. Pues Bogart no era el hastío ni la locura. Era una pequeña puerta a la demencia pero, ante todo, un símbolo de la contención. De que lo que nunca puede ni debe perder una persona -atraviese la situación que atraviese- son la dignidad y la compostura incluso aunque esté herido de muerte y disparando a la policía desde un puente. Razón por la que supongo que muchas de las tribus juveniles focalizadas en la ropa y la nostalgia lo tienen como un icono y, a pesar de ser un hombre sin excesivos escándalos ni veleidades, su figura va unida a la de la lluvia, los clubs nocturnos de jazz y al agudo, terso y entrañable blanco y negro de los filmes de antaño.    

Bogart es en sí mismo una institución. Un sello. Alguien que, a pesar de formar parte del organigrama de Hollywood, lo cuestionaba con su mera presencia. Con un mero arqueo de cejas. De hecho, parecía en gran medida más un amigo de los espectadores que una estrella. Un actor cuyos gestos evocaban anocheceres, últimos valses y resplandores y era en cierto modo el padre que muchos jóvenes deseaban tener. Responsable pero despreocupado. Humano y sensible pero no excesivamente emocional. Tan contenido y distante como cercano. Motivo por el que me extraña el que aún haya quienes lo consideren un tipo duro cuando la dureza era tan sólo uno de los aspectos de una personalidad bastante centrada que transmitía con convicción lo inevitable de todo fracaso. Razón por la que, desde luego, no era un actor corriente. Porque incluso cuando triunfaba, sonreía o recibía un premio, transmitía cierta pesadumbre y desazón. La absoluta certeza de que la caída llegará antes o después y de que la única verdad es la derrota. Esa amargura que convierte a tantos hombres en alcohólicos y a otros tantos en perros solitarios. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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