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El bárbaro

Jul 14, 2019 | 0 Comentarios

No sé si han existido futbolistas con una personalidad más potente, controvertida y avasalladora que Eric Cantona. Un hombre con alma de artista que convirtió su deambular por los estadios en un caótico lienzo expresionista. El reflejo de una psique torturada y un corazón incendiario. Tanto es así que me cuesta hablar de cifras goleadoras, táctica o su posición en el campo cuando me refiero a él. Sus compañeros, sí, jugaban al fútbol pero Cantona exploraba sus demonios. Ahondaba en su intuiciones. Se emborrachaba. Se volvía loco. Entraba en trance como un saxofonista. Y convertía cada uno de sus pases, cada una de sus intervenciones en un fragmento visionario de un poema de Rimbaud. Porque Eric era una mezcla entre un rockstar y un intelectual lleno de descaro. Uno de esos rebeldes sin causa ni motivo tremendamente inmaduro dotado no obstante de una inusual capacidad de reflexión. Una conciencia muy aguda y profunda de la falsedad y los infiernos que arrastra consigo la popularidad cuyo temperamento le hacía más proclive a actuar en el teatro, el cine o ir a su aire por la vida que someterse a una disciplina. De hecho, incluso en sus años de máximo apogeo deportivo daba la impresión de preferir viajar en el tiempo para dialogar con Van Gogh o tomar un café con Cezanne que recibir el aplauso de la afición.

Eric siempre vivió al límite. Fue un boxeador que gracias a su talento y no tanto su disciplina sino a su obstinación y cabezonería alcanzó la gloria. Pero inmediatamente la rechazó. Poniendo de manifiesto la falsedad de la fama. Su relación con los mass-media fue siempre contradictoria y brutal. Algunas de sus entrevistas casi le cuestan su puesto en la selección o sus respectivos clubes. Fueron catalogadas de suicidios mediáticos. Pero no se puede negar que recibió grandes sumas de dinero gracias a la publicidad. Un medio del que no obstante se aprovechó para continuar cultivando su imagen de díscolo efebo. General de un ejercito exiliado.

Dios le había dado un físico portentoso. De leñador. Pero su mente era obsesiva y pagana. A Cantona era más fácil imaginarlo en un bar levantando una copa de vino comentando un partido con un amigo o en una isla desierta leyendo Robinson Crusoe que siguiendo un estricto régimen alimenticio o levantándose cada mañana para entrenar. No obstante, su talento era indudable. Tenía un vigor y consistencia inusuales. Temperamento de genio. Y cada balón que pasaba por sus pies se transformaba en el Balón. Cada partido que jugaba alcanzaba la trascendencia debido a su participación. De hecho, algunos de los más icónicos goles de las últimas décadas le pertenecen a él.

Cantona tenía un don. La virtud de transformar jugadas sin importancia en decisivas. Balones que lo más que se esperaba es que rondaran la portería de repente rompían las mallas por efecto de una volea, una vaselina o un disparo frontal inesperado.  Y eso obviamente provocaba una gran expectación. Como si fuera un mago o uno de esos guitarristas salvajes que, a pesar (o gracias) a la droga que han consumido, son capaces de realizar un intenso riff de guitarra que rompe el hígado del mismísimo diablo. Vuela la cabeza del público y transforma un tugurio en una antesala del cielo. Un palacio de vicio y delirio.

Cantona jugaba más con las vísceras que con la cabeza. A impulsos. Era un búfalo. No conducía el balón sino que lo mordía. Era pura adrenalina. Mordiente y eficacia. Explosividad reflexiva. Un carácter muy distinto al que estaban acostumbrados los técnicos franceses. Lo que no le permitió nunca terminar de explotar en su país. Cantona pasaba de equipo en equipo como un vagabundo. Durante los primeros años de su corta carrera, parecía un desterrado. Tenía demasiados problemas con sus entrenadores. Era excesivamente desafiante. Problemático. Apenas estaba comenzando a consolidarse cuando sucedía algo. A veces una lesión, en ocasiones una nueva declaración fuera de tono, otras una de sus míticas idas de olla que terminaban en sanciones de varias semanas o meses sin jugar. Todos eran conscientes de su talento pero pocos creían en Francia que fuera capaz de reconducirse.

Fichar a Cantona era miel para los contratos publicitarios pero un futuro problema en el vestuario. Porque Eric no era de los que se callaban. Era único. Tanto que desde sus primeros pasos en la liga francesa pensó en retirarse. Jugaba por la pasión. Por el deseo de sentirse arropado. Como quien participa en un ritual. Y por eso no conectaba demasiado con los técnicos. Y sólo aquellos que fueron como padres para él -como es el caso de Guy Roux y Alex Fergusonn- consiguieron ganárselo y sacar su máximo rendimiento. Porque Cantona pensaba y actuaba en términos de honor y corazón y no tanto de profesionalidad y dinero. Razón por la que se retiró cuando se encontraba en la cima de su vida futbolística y era considerado un dios en Inglaterra. País que galvanizó desde su llegada al Leeds United y que terminó de conquistar durante sus años en el Manchester United. Una legendaria unión que mostró al mejor Cantona al mundo. Un jugador decisivo que transformó el palacio de los sueños en un estadio de rock. Cada partido de los «reds devils» en un concierto de Los Rolling Stones o The Who. Una bomba de neutrones que estalló en toda su potencia cuando Eric dio su mítica patada de kung fu a un hincha del Crystal Palace que lo insultaba. Uno de esos gestos grandiosos e inesperados que lo condujo a una dimensión parecida a la de Jimi Hendrix cuando incendiaba su guitarra o la de Peter Townshend cuando rompió su instrumento por primera vez. Un bestial locura -Fausto y don Juan pugnando frente a frente por robarse el protagonismo en un escenario- que fue, sí, su consagración definitiva como icono artístico. Las dos orejas y el rabo de su rebeldía futbolística.

 A Cantona le faltó tal vez un éxito importante con la selección francesa o una gran actuación en una competencia europea con sus clubs para terminar de consagrarse como futbolista. Tengo la impresión de que su personalidad pesaba tanto sobre sus equipos que no terminó de aplacar su ego y convertirse en el soldado estoico que en cierto sentido hay que ser para brillar en esas instancias. Partidos en los que unos cuantos gramos de más cuentan y que suelen decidirse por detalles. Por centímetros. Una meticulosidad que ciertamente no iba demasiado con un bregador que jugaba al fútbol como si estuviera bebiéndose un tonel de cerveza. Metía goles casi como si estuviera vengando una afrenta personal. Y afrontaba cada partido como una pelea consigo mismo. Convencido de que el campo del fútbol era una caldera y de que si un gol no transmitía las mismas sensaciones que un riff de guitarra de Keith Richards o una canción llena de sexo de Serge Gaingsbourg no merecía la pena marcarlo ni preocuparse por salir a jugar. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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