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Juanito

Abr 22, 2018 | 0 Comentarios

Juanito es el Cid del Real Madrid. Gana partidos después de haber muerto y resucita en cada ocasión que el conjunto blanco necesita realizar una gesta en el Bernabéu. Probablemente porque los que llevan en la piel el madridismo y lo consideran la única y verdadera religión tienen en el primer lugar de su escala de valores la victoria y después, la entrega. Tal vez porque el talento ya se sobreentiende en un jugador del Madrid. Pero no así el esfuerzo que muchas veces no sólo depende de la voluntad de los futbolistas sino de su grado de implicación con el club. De ciertos intangibles -la furia o la casta- que tienen mucho que ver con el corazón y muy poco con la cabeza. Y en este sentido, pocos, muy pocos como Juanito en la historia del madridismo. Un jugador que era la viva imagen de la pasión y lo incontrolable que conquistó a la afición no por sus goles -que fueron muchos- ni sus regates y centros sino por la manera en la que se vinculó con sus colores y su historia. Por la absoluta convicción con que hizo suya una forma de competir y estar en el mundo que no soporta la derrota. Prefiere antes la muerte que el fracaso continuado.

Es el Real Madrid un equipo al que se lo ha vinculado con Franco tantas veces que pareciera que todos sus seguidores son fascistas o proceden de alta alcurnia. No seré yo quien niegue esta unión, pero creo que quienes repiten el mantra una y otra vez olvidan que para que un club sea tan popular no sólo debe ganar lo imposible una y mil veces sino que debe tocar la fibra sensible de las personas de todas las extracciones sociales. De hecho, el fútbol es un deporte de masas porque, ante todo, conecta con el pueblo y remueve instintos primarios. Y por ello, hay un Madrid clasista, un Madrid de colonia cara y coches de lujo pero, desde luego, que también existe un Madrid obrero. Un Madrid que, a lo largo de las décadas, ha conquistado a miles de trabajadores: campesinos, albañiles o dueños de bares. Y es por este Madrid que ha pervivido el mito «Juanito». Un hombre que era la viva imagen de la humildad y no concordaba en absoluto con esa idea de superioridad con la que se suele identificar a los jugadores blancos.

De hecho, era más fácil imaginarlo echándose capazos de cemento a la espalda que en un yate o un barco. Porque era alguien de un solo rostro. Transparente. Pasional. Uno de esos andaluces que, de no haberse dedicado al deporte, podía perfectamente haber emigrado al norte para ganarse el pan. El hijo del fontanero o el marmolista con el que tomamos ayer por la noche una caña en la barra de un bar. Una persona a la que por su cultura tal vez le costaba expresarse con soltura pero con una mirada, un taco o una patada era capaz de transmitir ciento y un mil sentimientos. Y debido a la franqueza de su corazón, nunca quedaba duda de a qué se estaba refiriendo. Era directo como un puñal y rápido como un pistolero.

Juanito era como una bulería. Un canto franco y desgarrado que lleva inscrito en su ADN la memoria de la España ancestral. Era el típico futbolista latino. Un pura sangre. Jugaba siempre varias revoluciones por encima de lo habitual y perdía el control de sí mismo con la misma facilidad con la que olvidaba las afrentas personales o se abría el bolsillo para invitar o ayudar a los amigos. Pero, eso sí, no era ciclotímico. No era un jugador de momentos sino regular. Muy constante. En el campo era como un martillo pilón. Un delantero con vocación de extremo que atacaba y bombardeaba el área contraria una y otra vez hasta desquiciar a los rivales, a los que demolía tanto por sus cualidades futbolísticas como por su tesón.

Juanito lo intentaba una y otra vez y una y otra vez hasta que el gol caía como fruta madura. Gozaba de grandes condiciones técnicas pero, sobre todo, de un temperamento fuerte, explosivo que lo hacía tomarse las victorias y derrotas como algo personal. No como avatares normales del juego sino como deudas de honor. Y por ello, se partía el alma cada vez que salía al césped. Podía tanto echarse el equipo a sus espaldas y ejercer de organizador hasta rematar balones imposibles que se daban por perdidos. Por ejemplo, corría como un obrero y luchaba como juvenil incluso cuando era un veterano camino de convertirse en una institución del club. Algo que no tuvo en absoluto fácil. Pues de adolescente se encontraba ligado al Atlético de Madrid. Pero una fractura en su tibia frenó su desbocado desarrollo y cuando volvió a jugar, tuvo que llevar a cabo todo tipo de recitales en el Burgos, para que volvieran a fijarse en él.

Además, ya instalado en el que sería el equipo de sus amores, le tocó la responsabilidad de hacer el tránsito entre el Madrid de Di Stéfano y el de la Quinta del Buitre. Entre medias de estos dos hitos futbolísticos, aparecen él, Santillana y Camacho y un puñado de voluntariosos jugadores que estaban dos palmos por debajo de las verdaderas estrellas de la época: los alemanes y los holandeses. Pero con todo eso, se las apañaron para defender a muerte el nombre del Madrid allí donde iban. Había que sudar sangre para ganarles. Prepararse para disputar una batalla anímica. Casi un duelo a cuchillo en el que el balón no era lo principal. Y es por ello que se conquistaron a la afición. Porque, en realidad, Juanito fue un ganador, sí, pero no fue un ganador absoluto. Nunca besó ni una Copa de Europa ni una Recopa y sólo al final de su carrera, pudo alzar dos veces la Copa de la UEFA y tampoco es que la cantidad de Ligas y Copas del Rey que conquistó fueran una barbaridad. Lo que quiere decir que es mito por su carácter. Por eso tan difícil de descifrar y definir que llamamos carisma.

Juanito era un hombre castizo que disfrutaba de los toros y un chato de vino más que de una estancia en un resort. Era mujeriego y mal administrador del dinero. Por lo que estaba siempre al borde de la quiebra económica. Pero todos esos rasgos lo humanizaban. Lo convertían en alguien con más cosas en común con los aficionados que con la directiva. Y, desde luego, que contribuyeron a su mito y a que su nombre sea coreado en el Bernabéu cada minuto siete. Al igual que sus idas de olla como jugador.

Las cuatro o cinco veces que perdió el control arruinaron su carrera y prestigio pero sin embargo, engrandecieron su figura con el tiempo. Por ejemplo, su pisotón en el rostro a Matthäus en Munich significó su adiós del fútbol europeo, pero con la boca callando, y dos palmos más allá de la historia oficial, se ha convertido en símbolo madridista. Una barbaridad que se ha visto más veces que cualquiera de sus goles, define la inmensa intolerancia a la derrota del club y explica por qué alguien como José Mourninho pudo conquistarse a gran parte de la afición décadas después. Pues es un gesto de rabia que pone de manifiesto mejor casi que las vitrinas de su estadio que ganar es un mandato moral para un madridista. Una obligación que está por encima de la propia vida. Y que si se ha de perder, se ha de perder matando. Poniendo el dedo en el ojo del rival hasta destrozárselo.

No obstante, y a pesar de todo lo dicho, su mito sería inexplicable sin su decisiva contribución a las gloriosas remontadas europeas del Madrid de los 80. Épicos partidos en los que se repetía una y otra vez el mismo guión desatando la locura en la afición. Incauto, de siesta y desprevenido, creyendo que podía ganar por prestigio, el Madrid viajaba a diversos campos europeos y volvía con un saco de goles tremendo a la espalda. Rijeka, Borussia mönchengladbach, Anderletch o Inter de Milán zarandearon al equipo español como si fuera un pelele. Le pegaron varias ostias que para cualquier otro equipo con distintos jugadores hubieran representado la expulsión inmediata. Pero no contaban con aquello que Juanito le dijo a un jugador italiano tras una dolorosa derrota: «Noventa minuti en el Bernabéu son molto longos». Y exactamente, a la vuelta esperaba un infierno. Los jugadores del Madrid no corrían, volaban. Se multiplicaban. No regateaban un esfuerzo. Parecían veinte en el campo. Ocupaban todos los espacios, protestaban cada saque de banda, se dejaban la piel en cada lance del juego. Y ejercían una presión intolerable que acababa fabricando remontadas de dibujos animados, de esas que se sueñan cuando uno es niño, y terminaron por consagrar otro mito: el del «miedo escénico» del Bernabéu.

 En aquellos apoteósicos partidos fue donde quedaron unidos para siempre en la leyenda el nombre de Juanito y el del Madrid. Porque si alguien creía en ellas, era él. Cuentan que nada más entrar al vestuario, tras una derrota humillante, los jugadores solían encontrarlo dándoles ánimos. Y que, a los pocos minutos, ya estaban riendo, soñando con la revancha. Porque tal vez no eran conscientes en su momento, pero tenían enfrente a un mito. Un ser que ha regresado mil y unas veces de la muerte en las últimas décadas a un campo donde recibe galones de héroe y santo y tal vez sólo hay un nombre que pueda competir con él por ser faro de la religión madridista: Alfredo Di Stéfano. Shalam

إِذَا أَرَادَ اللَّهُ هَلاَكَ النَّمْلَةِ أَنْبَتَ لَهَا جَنَاحَيْنِ

El mundo es un teatro con un reparto de actores deplorable

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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