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Maldini

Ago 20, 2016 | 0 Comentarios

Probablemente, si su padre, Cesare Maldini, no hubiera sido una leyenda del A.C. Milan, Paolo Maldini hubiera trabajado como modelo de una marca de ropa o automóviles o, en caso contrario y de no tener los contactos adecuados, se hubiera convertido en uno de esos cansinos vividores a los que Federico Fellini retrató en sus filmes. O quién sabe. Tal vez en uno de esos gigolós que tantos suspiros provocan en las turistas extranjeras en medio de viajes de estudios a Sicilia, Venecia o Milán. Algo que ahora, tras haberlo visto descifrando los amagues y movimientos de los más temibles delanteros y completando un impresionante palmarés, parece desde luego improbable. Pues Paolo Maldini era de uno esos escasos hombres nacidos para el fútbol. Sin los cuales no se entiende este deporte. Dado que a su incuestionable talento, unía una capacidad de sacrificio impresionante. Un cuidado por todos los detalles del juego -estudio de los rivales, colocación, táctica, alimentación y actitud mental- que le permitieron alargar su carrera deportiva hasta prácticamente los cuarenta años, dejando además un inmenso vacío en el club de su vida -el A.C. Milan- que todavía no ha sido llenado.

Paolo Maldini representa, ante todo, el sacrificio. Las nupcias de Roma y Esparta. El placer y el rigor. La imaginación desbordante del obrero. Tanto que consiguió convertirse en uno de escasos defensas que logran dotar de glamour a su puesto. Demostrando a un mundo obsesionado o bien por los resultados o bien por el juego de ataque que defender no era sólo una actitud o una táctica sino un arte por momentos preciosista. Renacentista. Sumamente estratégico. Pura belleza. Y que ciertos peones podían con inteligencia convertirse en caballos, torres e incluso reyes. Transformarse en una pieza decisiva, capaz de sostener a sus espaldas mecanos perfectos como el Milan de Arrigo Sacchi y el de Fabio Capello o incluso el de Carlo Ancelotti; antiguo compañero suyo en los terrenos de juego.

En realidad, este playboy fiel a una sola mujer y club es la prueba de que hay soldados que pueden convertirse en generales y adiestrar con su ejemplo a nuevos gladiadores como Carles Puyol -tal vez el mejor defensa aparecido tras él- que, desde luego, aprendió muchísimo de Paolo Maldini y siempre lo tuvo como un referente indiscutible. Un logro que consiguió no tanto por su exuberancia técnica sino por su pasión por defender. Su capacidad de sacrificio que, unido a un imponente físico, le convertían en una barrera imposible de superar. Un muro en medio del área contraria al que tan sólo Ronaldo y Maradona consiguieron realmente inquietar. Poner un poco nervioso. Hacerlo apretar los dientes y preguntarse por unos instantes cómo detenerlos.

La bastó colocarse, por ejemplo, delante de aquellos Míchel o Butragueño que, a finales de los ochenta, se paseaban en góndola por la Liga española y realizaban un juego trenzado a tirabuzones tan vistoso como inapelable para que ambos comenzaran a pensar por primera vez en su retirada. Recuerdo bien aquellos enfrentamientos entre el Milan y el Madrid en la antigua Copa de Europa. Los rostros de incredulidad y, sobre todo, impotencia de los dos astros del fútbol español. Sus soplidos. Su sensación de vacío. La impresión de ser juveniles intentando regatear a un adulto. Y la sensación de haber fracasado absolutamente tal vez por primera vez en su carrera deportiva. Algo que este guerrero del área también logró hacer con Romario y Stoichkov e innumerables delanteros más que sabían que, cuando se enfrentaban al A.C. Milan, el problema no era a veces tanto defenderse de Van Basten, Rudd Gullit o George Weah sino conseguir desbordar aunque fuera unos pocos metros a ese intenso lateral capaz de seguirlos a todas partes y anticiparse a sus pensamientos. A cualquiera de sus movimientos.

Estoy convencido de que Paolo Maldini es uno de los defensas que en mayor número de ocasiones ha conseguido fulminar el ego de futbolistas envalentonados. Mostrándoles que el fútbol es tanto desequilibrio y genialidad como orden y constancia. Seguramente, porque en su persona se reunían varias circunstancias muy favorables que consiguieron hacer de él uno de esos campeones que tanto se aman y respetan en Italia: mamó el fútbol de primer nivel desde pequeño en su hogar, se educó en el país que más importancia y sesudos estudios ha dedicado a comprender y analizar las estrategias defensivas y además, tuvo como compañero de batallas tanto en su club como en la selección italiana a otro baluarte inolvidable: Franco Baresi. Un visionario de su posición, central, que supo aconsejarlo, protegerlo y limar sus escasas carencias. Muy escasas, teniendo en cuenta que desde su debut, Maldini ya tenía talante y temple de veterano. Sabía instintivamente ocupar el lugar exacto en el campo para torpedear el avance enemigo, correr cuando era necesario o replegarse sin apenas dejar huecos vacíos y además, prácticamente no cometía faltas. No era un jugador sucio. Lo que si, repito, lo unimos a una vida muy ordenada de la que se desconocen escándalos además de un carácter plácido y respetuoso, explica su trascendencia y longevidad como jugador y su aparición en algunos de los mejores once de la historia del fútbol.

Por lo general, los astros del fútbol son los centrocampistas o delanteros. Y por ello no es habitual considerar a Maldini una figura. Pero, desde luego, es difícil negar que su carrera futbolística representa un momento trascendente de este deporte. Un referente a estudiar y valorar. Mucho, muchísimo más que por ejemplo la de Fabio Cannavaro. Porque fue capaz de destacar y hasta de impresionar y maravillar en medio de un territorio repleto de vallas y espinas. Un barco de esclavos condenados a remar hasta la muerte que el convirtió en un velero liberador. Consiguiendo algo que parecía imposible: demostrar que defender no es sólo cuestión de oficio sino que además, puede ser la faceta más divertida del juego. Un milagro de eficacia estratégica en medio de la mediocridad de saques de banda, largos despejes y pases mal dados en que se convierte tantas veces el denostado juego defensivo, que en los pies y cabeza de Paolo Maldini pasó de ser un vicio destructivo a convertirse en un fino menú de sibaritas. Pura destreza.

En cierto modo, sí, el defensa transalpino era un dandy capaz de arrojarse al barro con más fiereza y vigor que los esclavos y plebeyos. Una mezcla entre un conde italiano vengativo y furioso y un dios ágil del Olimpo siempre sonriente. Un elegante centurión con la espada ensangrentada tras una larga campaña de conquistas por el mar Adriático, Egeo y los vastos bosques del Occidente profundo. Shalam

إِنَّ الطُّيُورَ عَلَي أَشْكَالِهَا تَقَعُ

Un mal remero culpa al remo

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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