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El monte análogo

Ene 28, 2013 | 0 Comentarios

Hoy he salido a pasear. Hace mucho que no caminaba y lo he agradecido. Supongo que, dado que el planeta no cesa de girar, el estado ideal del hombre ha de ser el del movimiento. Es difícil que tenga uno pensamientos negativos mientras se desplaza a pie. Pocos personajes literarios se deprimen cuando lo hacen. Apenas se me ocurren ahora Mersault, Ulrich o Antoine Roquentin. Caminar es, en cierto sentido, fluir. Permitir que la vida se haga a través y alrededor de uno. Dejarla estar y ser sin necesidad de imponerle nuestra voluntad ni alterarla en su esencia. Ha sido maravilloso volver a tomar el sol. Durante muchos minutos, he sonreído como si no hubiera maldad, avaricia y malestar a nuestro alrededor. Me he acordado de Walt Whitman y de Robert Walser, quien sugería que le era imposible escribir sin haber antes deambulado por las inmediaciones de su hogar. Estoy convencido de que si hubiera alargado el paseo durante una o dos horas más, habría acabado pensando en la suerte que tenemos de estar vivos y el amor con el que fuimos concebidos. Pues todas mis preocupaciones quedaban relativizadas a cada uno de mis pasos. Iban y venían sin que me importaran demasiado, centrado como estaba en disfrutar el momento y en saborear el aire entrando en mis pulmones, mientras observaba a las personas que aparecían en mi camino con la gracilidad y levedad de las briznas del aire.

Me pregunto cómo ha de ser la experiencia de transitar por el desierto durante semanas. Grandiosa, sin dudas. Tengo pendiente hacer una incursión en uno de ellos. Siempre me he quedado a sus puertas. Apenas he arañado alguno de sus secretos. No sé si podré llevarla a cabo algún día pero si es posible, la haré. Debe ser hermoso, muy hermoso desplazarse durante días y días por las dunas y estepas del desierto. Y descansar a lomos de un camello, acompañado por uno o dos beduinos que no tienen que pronunciar demasiadas palabras para comunicarse con nosotros. Mostrarnos la historia que anida detrás de ellos. De alguna forma, siempre estamos solos y caminando. Viajar por el desierto significa únicamente ahondar aún más en las raíces de la soledad y el nomadismo. Comprender por qué no podemos detenernos. Qué es lo que esconde nuestra necesidad de ir siempre un poco más lejos, hacia el más allá. Cuál es el sentido profundo, verdadero de la amistad, o incluso del amor. Pues me parece que el desierto guarda todos esos saberes en su interior. Aunque lógicamente no los revele con facilidad. Pero si de algo estoy convencido es que es uno de esos lugares sagrados, libres y abiertos donde es posible dialogar tranquila, verdaderamente con dios. Sin intermediarios.

El océano puede ser también un lugar ideal para comunicarse con dios. Puede que gran parte del abstruso materialismo que consume nuestra mundo proceda de haber renegado del barco como medio de transporte en beneficio de la rapidez y velocidad del avión. En cualquier caso, no he viajado yo demasiado por el mar. Algún viaje por el Amazonas, un ferry de Italia hacia Grecia, otro de Buenos Aires a Colonia (Uruguay). Pero las escasas veces que lo he hecho, he de decir que no he sentido lo mismo que al acampar en las faldas del desierto. En el mar he creído encontrarme cerca de las raíces de la vida, de la fuente de la existencia, pero no tanto de un lugar sagrado a través del que comunicarse con las divinidades. Me ha parecido un medio para gozar y experimentarlas pero no tanto un cónclave a través del que dialogar con ellas. En eso, para mí, como el silencio del desierto no hay nada.

Ayer por cierto terminé de leer un libro, El monte análogo, de René Daumal en que se nos habla de un grupo de personas que buscan esta comunicación con dios no en este caso internándose en el desierto sino en una montaña: símbolo que representa la unión del cielo y la tierra. Los patriarcas del Antiguo Testamento, por ejemplo, comunicaban con la divinidad en su cima. Y en Oriente, es el lugar donde muchas de ellas residen. Gao Xingjian la utilizó como metáfora de ascensión a una vida auténtica y verdadera en su hermosa novela, La montaña del alma. Es por tanto un lugar sagrado. Promesa de transfiguración, regeneración y cambio. El jefe de la expedición, Pierre Sogol, tiene claro que es un centro alquímico en el que el alma del ser humano ha de transformarse en uno u otro sentido. Sin embargo, debido a la colonización y la superpoblación, cada vez hay menos montañas que posean intacto su poder. La mayoría se encuentran escondidas y ocultas de los comunes. Por lo que el descubrimiento de una de ellas es un acontecimiento de incalculable valor.

En El monte análogo asistiremos a los comienzos de la incursión en una de las escasas montañas sagradas que quedan. Una de las pocas que aún conserva su energía intacta, igual que cuando fue creado el mundo. De todas formas, nunca sabremos el desenlace de esta aventura, porque Daumal murió cuando estaba escribiendo la novela. Lo que me parece un hecho muy simbólico. Pues tal vez dios escuchó sus anhelos escondidos, ocultos y le concedió el deseo de comunicarse directamente con él, sin necesidad de finalizar su obra de arte. Es posible además que, de este modo, su secreto quedara resguardado de una humanidad cegada y avariciosa. Permaneciendo sólo accesible a unos pocos elegidos. De alguna forma, Daumal debió ser uno de ellos y dios quiso acortar el tiempo de su encuentro. Espero por otra parte que esto no suceda conmigo si algún día me interno en el desierto y decido escribir un libro. Entiendo que debe ser dulce morir mientras se escribe. Muy bello pero también injusto. Al menos si es que el texto en el que estoy trabajando es tan hermoso, enigmático y atractivo como el del escritor francés. Shalam

 شُكراً جَزيلاً

Quien se empeña en pegarle una pedrada a la luna no lo conseguirá, pero terminará sabiendo manejar la honda

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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