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El mundo derruido

May 12, 2018 | 0 Comentarios

Creo que Alfred Kubin no era un visionario. Era un pintor realista. Eso sí, no pintaba lo que veía sino lo que sentía. Lo que presagiaba. Y también lo que soñaba.

Kubin no descubría mundos. Más bien, revelaba lo que se escondía en su mente. Adivinaba los símbolos que Occidente imaginaba conforme el siglo XX avanzaba. Era un hombre, sí, observador que rebuscaba en lo oculto. Le interesaba más lo que ocurría detrás del telón del teatro o en los espacios íntimos que en el escenario principal. Y convertía las sombras en flashes de luz iluminadores. Reveladores.

Al artista austriaco se lo ha considerado un surrealista. Pero yo creo que la obra de Kubin refuta el surrealismo. Porque advierte que la realidad es sueño y el sueño es realidad. No es una incursión en el mundo onírico sino una demostración de que no podemos escapar de él. De que el mundo de los sueños no es diferente sino complementario al real y tiene sus trasfondos malignos.

Sus lienzos, dibujos y grabados no son tanto idealizaciones del territorio soñado como reflejos de su carácter fatal e ineludible. Los sueños, sí, en Kubin se imponen. Dictan una ley. Y no son tanto lo extraordinario como otra faceta de lo real. Imágenes que profieren sentencias continuas sobre nuestra sociedad. Visiones enigmáticas que anticipan las dos guerras mundiales y las crisis de fe colectivas. La destrucción absoluta de Occidente. De ese mundo derruido que comenzaba a otearse en el horizonte.

Los dibujos de Kubin recuerdan a esos gabinetes de curiosidades que se popularizaron durante los siglos XVI y XVII. Son exóticos pero a la vez incisivos. Son una colección de malformaciones y pesadillas modernas realizada con cierta levedad. Con ánimo explorador. Porque Kubin no presentaba el mal como un absoluto destructivo sino como una incisión. Una partícula más de una realidad que no por funesta deja de tener ciertos tonos grotescos e hilarantes. De hecho, a pesar del poso aterrador de la mayoría de imágenes que creaba, pienso que Kubin pintaba como un niño. Hay cierta curiosidad infantil en su mirada. Un ánimo juguetón que provoca que sus visiones destructivas sobre nuestro futuro sean casi deseables. Tal vez porque porque no hay moralidad en ellas sino naturalidad. Ganas de destrozar los prejuicios y la moral.

En Kubin también veo en cierto sentido, a un gnóstico. Un artista junguiano que se sentía tan cómodo en el mundo onírico que podía identificar arcontes divinos y emanaciones diabólicas en medio de tinieblas. Sin ir más lejos, plasmó siluetas satánicas parecidas a los monstruos de Lovecraft y leves siluetas angélicas entre marasmos de caos y confusión.

Creo que sentía muy solo. Arrojado en el tiempo. Y veía el arte como su tabla de salvación. Su verdadero conducto de comunicación. Compuso su novela El otro lado, por ejemplo, tras perder a su padre. En medio de las tinieblas de una depresión de la que salió renovado. Habiendo escrito una delirante novela llena de escenas vodevilescas que está considerada un clásico de la literatura fantástica aunque yo la situaría entre los alocados frescos de Raymond Roussel y el absurdo. Un furioso guiñol donde arremetía contra el mundo de los sueños y la realidad en pos de buscar esa tercera vía, el mundo andrógino original, cuya imagen ha fascinado a tantos teósofos y místicos.

Lo mejor de Kubin es que se percibe que, a pesar de ser un magnífico artista, no se tomaba demasiado en serio a sí mismo. Sí a su arte pero no a su ego. Y eso le permitía crear sin ataduras. Le tomó bastante tiempo encontrar su estilo pero cuando lo alcanzó, no cesó de dar a luz dibujos que parecían criaturas salidas de su vientre. Los personajes de sus creaciones, de hecho, tienen esa cualidad. Que parecen estar vivos. Y tienen tanta fe y amor por la destrucción y la morbidez que terminan por hacer deseable el Apocalipsis. Consiguen hacer entrañable la visión de un mundo derruido y sin esperanza. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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