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El tronco del árbol

Abr 10, 2022 | 2 Comentarios

Walt Whitman era un poeta con vocación de profeta. Tengo la impresión de que si no hubiera podido escribir versos, hubiera pronunciado discursos. Se hubiera subido a una montaña y hubiera comenzado a predicar.  Su mundo poético era tan gigantesco como el país al que pertenecía. En él cabían (además de ángeles, demonios, libros, poblaciones perdidas, artistas y amor)  prados, ríos y montañas que describía como si fueran atributos de su alma.

Whitman era un poeta risueño. Incluso cuando refería un hecho trágico parecía sonreír. Hablar con una voz regada en miel que le empujaba a reír y disfrutar la vida. Por eso, en vez de cansar, sus famosas enumeraciones poéticas provocan por lo general ganas de continuar leyendo. Incluso sus poemas más largos pasan por breves.

Whitman es el poeta de la naturaleza. El que nos advierte que los sabios no lo son tanto por su inteligencia sino por vivir en medio de paisajes arbolados disfrutando del agua de los ríos. Tal vez por ello su aspecto era el de un iluminado. Su barba de hecho recordaba a la de los hindúes y en las arrugas de su frente se podía leer el mapa y geografía de océanos, árboles y bosques.

Durante los años en los que él escribía, Verlaine y Rimbaud estaban hasta los cojones de la avasalladora prostitución económica reinante en las sucias calles de la ciudad moderna. Ya vislumbraban el abismo que venía. Lo tenían tan presente que con idéntica firmeza escribían versos preciosistas con los que combatir el asco experimentado que lo mismo hacían planes para partir hacia cualquier lugar del mundo con el fin de ser «otros».  Frente a ellos, sin embargo, Whitman daba la impresión de ser un hombre en calma. Alguien cuyas tempestades personales se encontraban en completo equilibrio con su entorno. El fuego boreal que lo consumía, lo sanaba. Era parecido al de una hoguera. Le permitía comprender el pasado de la humanidad y avizorar su futuro con tranquilidad. Por eso ha sido también considerado, como todo verdadero poeta, un vidente. Porque cuando uno lee los poemas que este hombre escribía desde un rincón muy elevado de su espíritu, siente que el presente se funde con la “eternidad”, como el cielo con la tierra o las bestias con los ángeles y que es cierta también aquella máxima de Cristo que sostenía la necesidad de que los hombres fueran “niños” para entrar en el reino de los cielos.

De hecho, (sí, soy consciente de lo estúpido que esto suena) su poesía invita a jugar, a revolcarse en la tierra, entre la hierba, a mojarse cuando llueve, subir a pie una montaña y pararse a saborear una fruta sobre las ramas de un árbol centenario. Ciertamente, cuando uno entra en contacto con las creaciones de Whitman, siente ganas de vivir. Y esta sensación únicamente puede ser lograda por un santo. O por alguien que ha conectado su espíritu con la divinidad. Ha dejado de lado por un tiempo su personalidad. Y se ha olvidado de su “yo” permitiendo que todo aquello que le rodea -y de lo que, usualmente, sospecha o posee dudas el ciudadano común- se introduzca en el rincón más profundo de su intimidad.

Henry Thoreau desafió a la sociedad norteamericana. Por contra, Walt Whitman le señaló dónde y en qué radicaba su grandeza. Cuáles eran sus demonios pero también dónde se encontraban los ángeles guardianes en quienes debía confiar así como las raíces que fortificar para aspirar a la “eternidad”; para no rehuir de lo “sagrado” o autodestruirse como lo hicieron tantas y tantas civilizaciones anteriormente.

Thoreau ya sabía que América era un continente pre-apocalíptico. Que todo su esplendor finalizaría antes o después. Ante todo, porque se encontraba dominado por el “ego”. Un “ego” insaciable e indolente que sería capaz de destruir incluso aquello que lo alimentaba y daba vida. En cierto sentido, Thoreau vivía angustiado con la llegada de la modernidad. Vislumbraba en Norteamérica una especie de monstruo egoísta e inconsciente cuya única esperanza radicaba en su juventud y su extensión. Por el contrario, como muchos otros sabios, Walt Whitman era un optimista. Así que no apuntaba tanto al problema sino a la salvación. A lo necesario que es que el hombre afronte la aventura y los desafíos con decisión. Lo que únicamente se antoja posible si el ser humano está en contacto con la naturaleza.

Walt Whitman intentó pintar un cielo humano en el que no hubiera nadie excluido. Retrató el principio de la utopía americana; el ideal del país que pudo ser cuna de los caídos y desheredados. Y marcó poéticamente cuál es la senda que debe seguir la humanidad para no descender a los infiernos: convertirse en vida en movimiento inabordable e inagotable hasta lograr refleja el rostro de Dios como esas hojas de hierba que se encuentran en los prados y bosques. Shalam

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2 Comentarios

  1. andresrosiquemoreno

    1ºimagen…venerable anciano…..santa claus…..
    2ºimagen…..no se como me las voy a arreglar para comer sopa………
    3ºimagen……pues me hago una patata cocida y le echo mayonesa en el pelo…..todo un placer…..
    4ºimagen…..la hormiga es perfecta y un grano de arena y el huevo del zorzal etc……(w.whitman)
    5ºimagen…..dolmen griego……mas arbol esgrafiado por fernando oreste nannetti….sonrisa….
    PD…..https://www.youtube.com/watch?v=e6eRBmH8mzQ….serrat recita un poema de w.whitman…..

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    • Alejandro Hermosilla

      1) De acuerdo. Santa está aquí y además, te trae buenas noticias. 2) Sería interesante realizar una comparación entre el rostro de Whitman y el de Tolstoi. 3) El rostro de una persona interesante que desconfía de las alaracas del mundo en general. 4) La anárquica tristeza de Thoreau que recuerda aquí a un preso político italiano. El arte de la melancolía. 5) jjja.. muy bien visto lo de Nanetti. Por cierto que la tumba es la tumba de Papa pitufo. PD: excelente interpretación de Serrat. Hace mejor al poema.

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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