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Este pequeño arte

Nov 30, 2020 | 0 Comentarios

En un célebre artículo, «Traducir», Maurice Blanchot se preguntaba si sabíamos lo que le debíamos a los traductores y, más aún, a las traducciones. Su diagnóstico era el siguiente: “lo sabemos mal. E incluso si sentimos agradecimiento hacia los hombres que penetran valientemente en este enigma que es la tarea de traducir, incluso si les saludamos desde lejos como a maestros ocultos de nuestra cultura, unidos a ellos y dócilmente sumisos a su celo, nuestro reconocimiento permanece silencioso, un poco desdeñoso».

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En Este pequeño arte, Kate Briggs intenta arrojar un poco de luz sobre ese tarea, la traducción, que tan poco valoramos. En algún momento de su libro lo subraya. Sin traducciones la mayoría de lectores no podrían conocer centenares de aventuras literarias. Por eso anima a que se realicen más y más. Sin embargo, muy escasas veces los traductores son mencionados en las reseñas o por los lectores. A pesar de que son los encargados de cocinar y aliñar las piezas, son un invitado de piedra al festín literario. Como sugería Blanchot, parece existir cierta desconfianza hacia ellos. ¿Es el traductor el brazo indispensable para gozar del menú literario o simplemente es un intermediario más?

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He de reconocer que algunas de las reflexiones de Briggs me retratan. Mi deseo de adentrarme en las obras artísticas suele ser tan acuciante, acostumbro a tener tanta ansiedad de entrar en contacto con el mundo Faulkner, Dostoievsky o Melville que no me fijo en el resto de detalles. Abro el libro y comienzo a leer sin reparar en que estoy frente a una traducción. La versión de una persona de la obra de un tercero. ¿Por qué ocurre esto? Creo que por varios motivos. Porque no soy traductor. Porque necesito creer que estoy en contacto directo con el autor que amo. Y porque o bien desconozco completamente la lengua en la que está escrito el libro o no poseo la primera versión. Debido a la incapacidad de comparar el original y su traducción, me hago por tanto la ilusión de que estoy en contacto directo con Kakfa, Pynchon o Chéjov. Pero no es así. Los lectores de libros extranjeros nos mentimos constantemente a nosotros mismos. Pero o bien no lo reconocemos o no lo sabemos.

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En su breve y lúcido artículo –«El pequeño arte de traducir»– sobre el libro de Briggs publicado en Letras Libres, Lorea Canales dice lo siguiente: “Este pequeño arte”, así llamó Helen Lowe-Porter a la traducción. Pero decir this little art no es necesariamente lo mismo que decir este pequeño arte. El calificativo little, el diminutivo little, no se usa en este caso para acotar el tamaño del arte, sino su importancia. This little thing, esta cosilla inconsecuente, este artecillo humilde; aquí little no es diminutivo sino peyorativo. Pero no, Lowe-Porter no dijo eso. La traducción, sobre todo en sus errores, puede ser monumentalmente importante».

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Leer el libro de Briggs me ha hecho plantearme si realmente conozco tan bien a Kafka o a J.D.Salinger como creía. Si no será que existen partes íntimas de esas literaturas que amo que no pertenecen a sus autores sino a sus traductores. ¿Quiénes fueron entonces esos nombres que desconozco? ¿Por qué no tengo el hábito de comparar traducciones?

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Seguro que a Enrique Vila-Matas le gusta el libro de Briggs. De haberlo leído diez o doce años atrás, probablemente aparecería citado en cualquiera de sus novelas. Abriendo un epígrafe o un capítulo en el que un personaje se pregunta qué es escribir; si toda escritura es traducción y toda traducción, reescritura.

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Helen Lowe-Porter, la traductora de Thomas Mann al inglés, tiene una importancia central en Este pequeño arte. Desconocía la anécdota que cuenta Briggs pero es absolutamente reveladora. Como si fuera un decadente personaje de Los Buddenbrook, el traductor escogido por Thomas Mann se suicidó. Así que tuvo que echar de mano de Helen. Pero esta señora, madre de tres hijos, no tenía tiempo para consagrarse enteramente al trabajo, así que entregó una traducción esmerada y útil pero llena de errores de La Montaña mágica que no obstante, fue un éxito. ¿Qué leyeron durante décadas los lectores ingleses? ¿Qué novela leyeron? ¿La de Mann o la que transcribió Helen? Creo que la respuesta es evidente.

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La anécdota de Helen Lowe-Porter me ha hecho recordar algo. Durante mi adolescencia leí Guerra y paz. Aunque por momentos me aburrió y me pareció que no se encontraba a la altura de Crimen y castigo, tuve claro que era un monumento literario. Sin embargo, dos décadas más tarde, me enteré que esa traducción estaba plagada de errores Leí el artículo de Mario Muchnik explicándolo. La nueva versión,  realizada por Lidia Kuper, subsanaba todos aquellos defectos. ¿Así que, en realidad, no había leído yo Guerra y paz como correspondía? Me puse a la tarea rápidamente. Sin embargo, me aburrí. Yo ya no era adolescente. No estaba descubriendo un mundo nuevo. Abandoné aquel libro. Pero no tengo dudas de que la traducción era mejor. Lo decían los expertos.

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Briggs cita muchos ejemplos en su libro para que visualicemos la importancia de los traductores al verse obligados a escoger una opción u otra. De entre todos, me quedo con el siguiente. Su decisión de traducir el verbo faire como escribir en casi todas las ocasiones en que Barthes lo utilizaba. Dice Kate: «mi sensación es que fue un error». Y lo explica así: «La elección de faire en lugar de écrire en las conferencias de Barthes deja abierta la escritura a otras formas cercanas de hacer y construir, como la no menos importante actividad de la modista ante su mesa, cosiendo entre ellos los retales y pedazos de material. (…) También es su manera de insistir en (…) cuestiones prácticas de la escritura. Cuestiones sobre cómo escribir (cómo hacer o construir)».

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¿Qué diferencias existen entre una versión y una traducción?

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Casi todo aquello que quienes no somos profesionales podemos decir sobre una traducción es incierto. Falso. Por eso no solemos mencionarlas. Recuerdo que hace años estuve a punto de cometer un desliz en avería. Acababa de terminar El rey pálido. La novela inacabada de Foster Wallace. Por aquellos días, había leído varios artículos alabando esta y otras traducciones de Javier Calvo. Así que terminaba mi texto aludiendo a la magnífica labor del escritor catalán. Cuando me di cuenta de que estaba tirando de un lugar común, borré esa frase. Si no había leído el original, ¿por qué me atrevía a sugerir que la traducción de Calvo era magnífica? Algo parecido estuvo a punto de ocurrirme cuando leí La casa de hojas. Siendo sinceros, no puedo decir ni que su traducción es genial ni nefasta. No puedo decir nada. Esto es algo obvio que suelo olvidar y que me ha recordado el libro de Briggs. ¿Qué parte de El rey pálido pertenecía a Calvo y cuál a Foster Wallace? ¿Qué parte de Ese pequeño arte pertenece a Briggs y cuál a Martín Giraldez; su traductor al español?

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Probablemente para Barthes, escribir era construir objetos. Armarlos. Estructurarlos con diversas palabras. Las partes del lenguaje. Sus palabras sobre Robinson Crusoe asi lo dejan a entender. El náufrago construye sillas, mesas. El escritor frases, capítulos, libros. Hace. No escribe.

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El libro de Kate Briggs es preciso y delicioso. Tiene algo alquímico. Se puede leer de diversas maneras. Si no estuviera firmado por Briggs, podría pasar por una novela protagonizada por una traductora que, años después de muerto, se enamora platónicamente del autor que traduce: Roland Barthes. Pero también puede ser leído como un ensayo sobre amor en el que la traducción se convierte en lecho libidinoso. Un libro que describe la pasión que sienten muchos traductores por su oficio y la relación íntima que puede llegar a producirse entre traductor y traducido como es el caso de una de las que sutilmente se exponen aquí: la de André Gide y Dorothy Bussy. ¿Alguien se atreve a traducir al español su Correspondencia?

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Este pequeño arte me ha recordado levemente a El arte de la fuga de Sergio Pitol. Un caleidoscopio narrativo y ensayístico muy difícil de definir. No creo que sea casualidad. El escritor mexicano fue un ingente traductor. Tradujo múltiples obras escritas de escritores rusos, ingleses, polacos o italianos. Muchas de ellas se filtraron en sus narraciones. Cuando uno lee a Pitol, percibe inmediatamente el aroma de Chéjov y Gombrovicz y al fondo de muchas de sus novelas y cuentos siente resonar los ecos de los clásicos textos de Henry James y Ford Madox Ford.

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Cuando leemos a Briggs no tardamos en percibir el influjo de Barthes. De hecho, su libro podría considerarse un nuevo ensayo de Roland Barthes. Briggs no habla en Este pequeño arte únicamente como traductora. Se convierte también en creadora. Reflexiona, transforma, expone. Dialoga con el pensador francés tan incisivamente que al final logra actualizar sus postulados. Este pequeño arte es el particular Fragmentos de un discurso amoroso de la traductora norteamericana. Describe fehacientemente cómo los traductores se enamoran de los autores que traducen. Los estragos sentimentales que ejerce una lengua, una estructura lingüística que se necesita desesperadamente imitar y recrear tanto para homenajearla como para no ser absorbido por ella.

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¿Por qué la versión de Julio Cortázar de los cuentos de Edgar Allan Poe es mejor que ninguna otra? ¿Lo será porque nos recuerda el gran escritor que Cortázar era o porque ha captado el ritmo y lenguaje secreto de Poe como nadie antes? ¿Quién brilla más en esa traducción? ¿Cortázar o Poe? Supongo que ambos. ¿Entonces? Un juego de poder entre dos lenguas. Eso dice Briggs que probablemente sea la traducción. En este caso, entre dos hombres. Ambos artistas.

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Otro libro al que me recuerda el de Briggs es El encantador de Lila Azam. Un texto en el que la escritora francesa homenajeaba a la literatura de Vladimir Nabokov. La recreaba, la volvía a revivir, le insuflaba nueva vida. Lila estaba enamorada del lenguaje literario de Nabokov. Ese castillo poético lleno de mariposas y nenúfares. Su libro era una manifestación de su pasión. Cada capítulo, una nebulosa amorosa. La realización de un deseo. Una epílogo poético a las obras del escritor ruso.

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Sólo he intentado llevar a cabo una traducción en mi vida. Soy un apasionado lector de Marc Édouard Nabe. Considero L’Homme qui arrêta d’écrire una obra maestra. Así que contacté con una institución oficial que me ofreció su apoyo, una cantidad de dinero más o menos razonable, para emprender la ingente tarea de volcar la novela al español. Sin embargo, no hubo acuerdo económico con el escritor y el trabajo no se llevó a cabo. Es importante también leer a Briggs porque, aunque sea brevemente, menciona los entresijos empresariales que hay tras una traducción. 

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Los epígrafes en los que divide su libro Kate Briggs recuerdan a los de cierta literatura francesa de mediados del siglo pasado. Pero, sin dudas, su estructura fragmentaria rememora a Barthes. Hay páginas con una sola frase o un breve párrafo que son obviamente un homenaje al ensayista francés. O más bien, la prueba de la simbiosis que se produce entre el autor traducido y su traductor.  El cortejo amoroso. Existe un momento en que los enamorados hablan la misma lengua. Reproducen tonos de voz, acentos, modulaciones, expresiones. Esto es lo que hace Briggs en su libro.

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Traduje por mi cuenta seis o siete páginas del libro de Nabe. Obviamente, yo también estoy enamorado de esa novela. Debo confesar que el libro era diferente cuando lo traducía que cuando lo leía. Podría sugerir que aprendí más de la literatura durante aquellas horas que nunca antes en mi vida. Pero eso, además de una exageración, no es exacto. Simplemente, aprendí cosas de la literatura que no sabía hasta entonces.

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Después de leer el libro de Briggs, nadie puede leer ni a Barthes ni La montaña mágica del mismo modo. Hay una relación afectiva, más cercana e íntima con ambos. Desde luego, resulta imposible revisar la conversación en francés entre Hans Castorp y Madame Chauchat desde un punto de vista inocente o ingenuo.

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Hay una imagen borgeana en el libro de Briggs. Una imagen real. Una investigadora que suele ocupar las salas de lectura de la planta baja de la Biblioteca François Mitterrand. Para realizar su trabajo está leyendo todos los libros que leyó Gustave Flaubert para componer Bouvard y Pécuchet. Una enorme cantidad por cierto.

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«Te traduje, te conocí, te siento». Eso escucho decir a Briggs sobre Barthes a lo largo de su libro. «Sé quién eres».

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Naturalmente, Briggs se hace estas preguntas: ¿Debería ella como traductora de Barthes leer todas las referencias que cita en sus ensayos? ¿La investigadora de la biblioteca parisina está leyendo los libros que leyó Flaubert en el mismo orden en que éste lo hizo?

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Sin embargo, muchos traductores no aman a sus escritores. Briggs pone varios ejemplos. Simplemente los traducen. Y tal vez esa traducción es mejor. Esa es la verdadera traducción. Aquella en la que no existe implicación. ¿Pero es esto posible?

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Este pequeño arte es casi un documental sobre la traducción. Me recuerda a algunos de los filmados por José Luis Guerín. El final del libro encajaría perfectamente en una de las obras del cineasta catalán

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Kate Briggs citando a Javier Marías: «Si alguna vez tuviera un taller literario, Dios lo prohíba, lo único que haría sería admitir alumnos que pudieran traducir de una lengua a otra».

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Recuerdo que Pitol tradujo para la editorial Novaro varios textos infantiles y divulgativos. Trabajos sociológicos. Obviamente, no se encontraba implicado en ellos. Pero gracias a ellos, tuvo ingresos. Una puerta de entrada para después elegir sus traducciones. Caminar hacia Firbank o James.

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Para Maurice Blanchot, hay varias razones atávicas, casi ancestrales, que nos hacen sospechar de los traductores: el miedo que los pueblos en el pasado tenían a que su lengua se tradujera y fuera –a partir de la consiguiente deformación que la traducción produce- “cosificada” por los “otros”, entregada, como si se tratara de una tierra trabajada durante siglos por varias generaciones, a los extranjeros. Pero a estas consideraciones, habría que añadirle una “impiedad mayor”: el que los traductores pretendan supuestamente “reconstruir la Torre de Babel, sacar irónicamente, partido y provecho del castigo celeste que separa a los hombres con la confusión de las lenguas”.

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Decía Roland Barthes que ni la cultura ni su destrucción son eróticos: es la fisura entre una y otra la que se vuelve erótica. Creo que eso es exactamente lo que se produce en una traducción. Ni el libro original ni la versión entregada son eróticas, pero el proceso de desvelamiento sí lo es. Por eso muchos traductores se enamoran de sus libros. Pero también muchos otros no. Porque observan diariamente el cuerpo desnudo del hombre o mujer con el que trabajan. La lengua desnuda.

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El final del libro de Briggs es mágico. La traductora-escritora toma el bus y camina hasta Rue Servandoni. Allí donde se encuentra el edificio donde vivió y trabajó Barthes durante veinte años; en un apartamento de la sexta planta. La calle está vacía. Y obviamente, el ensayista no se encuentra ahí. Pero en cierto sentido, el círculo se ha completado. Ahora Briggs puede volver a ser Briggs y dejar a Barthes que sea Barthes. Aunque la traducción que acaba de realizar, como un sello matrimonial, se oponga a esta idea. ¿A quién pertenece? Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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