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España oculta

Ago 15, 2017 | 0 Comentarios

Para Pigüi.

Más que reflejar la España oculta, las fotografías de Cristina García Rodero retratan la España eterna. La España del ganchillo, el folklore, las plazas de toros y las siestas alargadas durante horas. Esa España ajena a la posverdad y al sueño olímpico que se peleaban por retratar, sintetizar en una sola frase Camilo José Cela y Francisco Umbral. Una España que se asomaba al sueño pop con las canciones del Dúo Dinámico, Lola Flores y Rafael, vislumbraba el mundo moderno a través de una verónica de El Cordobés y una película de Joselito y no le hacia falta pisar la luna para conocerla como el marinero a las líneas de su mano. Pura, libre y salvaje. Meciéndose en los cielos como un verso de García Lorca o los cabellos largos de un gitano.

La España oculta de García Rodero es, contrariamente a esa imagen de atraso, incultura y barbarie vendida durante el felipismo y el tardofranquismo, una España mágica y noble. Firme con sus convicciones y enraizada en sus tradiciones. Una España de ganchillo por la que, teniendo en cuenta el devenir de la modernidad, siento nostalgia y respeto puesto que en ella no había más confusión que la de los escasos minutos en que día y noche se encontraban.

La España oculta de García Rodero es una España de viudas envueltas en mantos negros que no desvelaban su rostro durante meses y cuando lo hacían, su semblante y ojos reflejaban más pureza que los de las vírgenes de las iglesias. Una España que se divertía montando en carreta, azotando un burro y recorriendo la sierra a caballo y acogía los primeros automóviles con una mezcla de recelo y curiosidad. Como si fueran trastos inservibles o armaduras de marcianos.

La España oculta retratada magníficamente por García Rodero era una España sin ansiedad. Una España de novela de Benet. Trágica y castigada, condenada bíblicamente pero orgullosa y juguetona. Una España en que las depresiones se curaban trabajando, no había ladrones de guante blanco y los sexos y las palabras eran firmes e inamovibles como los troncos de los árboles.

La España retratada por García Rodero era una España en la que los niños hacían la comunión diariamente. En la que no había día sin risas ni juegos y los curas perdían la cabeza de tanto en tanto entre el silencio, la espera y las copas de vino. Una España en la que no había había pizzas ni hamburguesas pero sí pan horneado, aceite puro y resbaladizo y un volumen del Quijote en cada biblioteca comunitaria con las páginas sucias y gastadas. Era una España de Pío Baroja y Unamuno pero también de Buñuel y Quevedo. Una España tragicómica, tremendista y terrorífica en la que se escuchaban en penumbra, con sigilo y en susurros, historias de brujas, crímenes sexuales y relatos de la guerra. Una España en que se temía al hambre más que al hombre del saco o a un fusil, se oían carcajadas de enorme pureza a media noche y las niñas sonreían con una sonrisa de brillantes más pura que la flor más pura o la luz del alba. Como si estuvieran siendo acariciadas por un ángel o un demonio les estuviera haciendo cosquillas en la barriga.

Con su hermosa serie de fotografías, García Rodero consiguió algo impensable: que la España de Almodóvar y la movida envejecieran de golpe unos cuantos siglos. Poner de moda el blanco y negro y dar un golpe al turismo rural varios años antes de que el término se hiciera célebre. Porque su España es eterna. Joven y vieja a la vez. Mítica y real y mucho más moderna que cualquier lienzo posmoderno o teoría de género. Una España que explica cualquier osado gesto o declaración de Fernando Fernán Gómez mejor que cualquier tratado psicológico o sociológico. Y que hace de Antonio Banderas o Imanol Arias secundarios de la historia de un cine español marcado por la mirada de Alfredo Landa  y el genio de José Luis López Vázquez. Una España más firme y segura que el toro de Osborne donde la naturaleza y los seres humanos aún no se habían divorciado y las mujeres y los hombres aceptaban con serenidad el destino que les tocaba. Luchando cuando era posible y trabajando sin más quejas de las necesarias por un jornal que sabía a tierra, esfuerzo y todavía era ganado con el sudor de la frente.

La España de García Rodero no se explica. No se racionaliza. Se siente. Se la escucha y adivina entre sueños como una sinfonía de Albeniz o una canción de Granados. Se vive. Se recrea y se saborea como un bueno vino de Rioja. Y, desde luego, no es plurinacional ni diversa. Es elegantemente uniforme. Sabiamente unida. Un traje de una pieza donde, a pesar del franquismo, las fronteras y las costumbres que aún nos separaban de Europa, se percibe que existía más libertad interior que ahora. Más sano orgullo y mucha, mucha más felicidad y menos tontería que en la esperpéntica España actual que para salvarse de la corrupción y la decadencia ha hecho del fútbol, la tolerancia, el consenso, la cocaína, la diversidad, el desprecio a la religión, el dinero, las teorías de género y su irracional, fanático apoyo a la transexualidad y al feminismo (sólo por ser feminismo y sin tener en cuenta cuándo tiene o no razón), símbolos de su viaje a ninguna parte. Shalam

أَنَا أَمِيرٌ وَأَنْتَ أَمِيرٌ فَمَنْ يَسُوقُ الْحَمِيرَ

Es más fácil reprimir el primer capricho que satisfacer los otros que le siguen

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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