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Pompeya

Jul 10, 2016 | 0 Comentarios

Las fotografías de Edward Burtynsky podrían ilustrar perfectamente un imaginario filme que mezclara la estética apocalíptica de las obras de Andrei Tarkovsky con la fría mirada plasmada en las de David Cronemberg. Son un extraño cruce entre Kierkegard, Rilke, Baudrillard y David Lynch. La perversión y la religión. La pesadilla y el amor. Lago, polución y lava. Básicamente, porque a pesar de la gelidez que transmiten así como su descripción quirúrgica de las fronteras industriales contemporáneas, existe algo santo, casi religioso en ellas. De hecho, la grandeza del artista canadiense consiste, en mi opinión, en su capacidad de describir la aridez  de nuestro inhumano mundo con toda su radicalidad sin por ello dejar de filtrar y permitir la irradiación de un «aura» divina que provoca que, en cierto modo, estos paisajes parezcan haber sido captados por el ojo de dios. Como si el creador sintiera la imperiosa necesidad de transmitir de un modo u otro, su tristeza y congoja ante una devastación respecto a la que él se juzgara corresponsable.

Tanto es así que, más que frente a pedazos de mundos muertos, se diría que nos encontráramos ante paisajes en movimiento. Desplazados por los brazos de dios para no permitir que la catástrofe que anuncian, ocurra y el planeta se transforme en un hervidero de fuego y lava. Una semilla oscura rodando a través de un cosmos indiferente.

Muchas de las fotografías de Burtynsky se encuentran protagonizadas por edificios inútiles. Amplios desechos de la era industrial. Pero poseen tal elegancia y profundidad que se diría que pudieron ser realizadas cuando aún se encontraban operativos. Pues -volviendo al tema anterior- me parece que reflejan perfectamente el contraste entre la voracidad humana y el sosiego y la generosidad divinas. Ese milagro capaz de transformar un inmenso solar mental y físico en un embrión donde, aún a pesar de la violación industrial, se perciba amor. Caridad y arrullamiento.

Burtynsky llega, por ejemplo, a a iluminar con tanto aliento divino un nevado campo desolado que, aun y a pesar de su corrosión y desgaste, podríamos perfectamente verlo aparecer en un lienzo de Brueguel. Por lo que me atrevo a sugerir que la mayoría de estas imágenes podrían formar parte tanto de una exposición sobre el desastre nuclear y ecológico actual como de otra sobre la resistencia y esperanza frente a nuestro perverso instinto de suicidio colectivo. Pues se encuentran situadas, sí, en ese «límite» donde el fin y el principio se rozan.

Gran parte de las obras de arte contemporáneas se han empeñado en imitar a la ciencia ficción. Tienen uno de sus principales referentes en este género porque hace ya tiempo que la ciencia ficción camina por detrás de la realidad. Es tan sólo un abanderado de la más reciente y poderosa novela apocalíptica y antiutópica: el mundo actual.

En este sentido, si nos fijamos, muchas fotografías de Burtynsky podrían formar parte de una secuela de Blade Runner, AlienDune o Stalker pero lo más increíble es que son una descripción de la naturaleza por momentos hiperreal. Tan lúcida, exacta y ajustada que termina por parecer pura fantasía cuando acaso su único truco consista en enfocar la lente desde el punto de vista adecuado.

Burtynsky, sí, consigue algo realmente meritorio o al menos lo ha logrado en mi imaginación: evocar paisajes nocturnos y solares ubicados en planetas lejanos y desconocidos simplemente prestando atención a los delirios arquitectónicos que ha llegado a construir el ser humano en medio de la naturaleza durante el siglo XX. Consiguiendo además hacer sentir el tremendo hueco creado entre las corporaciones que dominan el mundo y quienes lo habitan, para lo cual es esencial la frialdad estética antes citada que logra por ejemplo que masas de personas agolpadas en las playas rememoren panales interminables de insectos, las mansiones retratadas parezcan haber sufrido un ataque zombie y las aguas del Golfo pérsico se asemejen a cráteres de un paisaje nuclear. A unas tinieblas emergiendo de la boca de un dios herido.

Existe otro aspecto que me fascina sobremanera de gran parte de estas fotografías: su valor histórico. Pues permiten tomar conciencia de las utilidades que tuvieron algunas de esas estructuras que las futuras generaciones estudiarán como parte de una época irrepetible ya que, a su manera, poseen un valor parecido a muchos de los edificios de la época romana como circos o acueductos. De hecho, lo que Burtynsky pone a resguardo es su «aura». Rescatándolas de esa futura y segura decadencia donde el olvido ejercerá el papel que en la época del gran imperio romano tuvieron las tropas bárbaras, la erupción de un volcán o un intenso terremoto.

Ciertamente, a veces visualizo rápidamente estas secuencias y esto es lo primero que me viene a la mente: el progresivo deterioro de un mundo que la ciencia ficción nihilista retrató a la perfección. Una civilización que no fue tanto un peligro para otras culturas sino para el planeta entero y, en cierto sentido, ha puesto en jaque no sólo  a los ángeles, místicos, santones y ermitaños sino al mismísimo dios.

Las obras de Burtynsky son un bello testimonio de esa partida infinita de ajedrez llevada a cabo entre el creador y los seres humanos. De una época en la que los hombres pensaron que podrían ganar la guerra y eligieron la venganza -¿no es al fin y al cabo el capitalismo tanto una batalla como un ajuste de cuentas perpetuo contra dios?- como método de actuación.

En cualquier caso, lejos de caer en el escepticismo, Burtynsky transmite aliento porque, como, dije al principio, en sus anocheceres artísticos se vislumbra el soplo divino. Un alma en movimiento constante al que no le importa morir o ser asesinado por gases nucleares si su desvanecimiento permite que la vida continúe brotando en los estertores del planeta azul. Un refugio, al fin y al cabo, que tal vez sea únicamente momentáneo en medio de la odisea cósmica humana (y animal) total. Shalam

إِنَّ اللَّبِيبَ بِالإِشَارَةِ يَفْهَمُ

La familia es una cuerda cuyos nudos -no importa cuánto tires- nunca se deshacen

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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