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La Idioteca occidental: Lars Von Trier.

Ago 18, 2013 | 0 Comentarios

Me continúa produciendo una gran excitación contemplar Los idiotas. Una atrevida película en la que Lars Von Trier retrató agudamente la jaula occidental y los mecanismos férreos de control a través de los que se domestican los impulsos individuales. Un puñetazo en toda regla en los morros del capitalismo. A ese orden político y económico que, introduciéndose en los espacios de socialización de los individuos (familia y trabajo), termina por regular su vida íntima.

Puede que, a más de una década de su estreno, se comprenda (o, más bien, se acepte) mejor hacia dónde apuntaba el cineasta danés. Sobre todo, debido a la crisis económica (consecuencia de la política y la ética) que desborda medio Occidente actualmente. Resulta de hecho, irritante recordar que un gran número de críticos destrozaron la película no tanto por su contenido sino por haber sido rodada según las reglas del movimiento Dogma. Algo que, por otra parte, no hacía más que llenar de razón a Von Trier. Pues gracias a la insulsa, vacía discusión que a raíz de su propuesta estética se produjo, logró demostrar las tesis fundamentales de su obra. Poniendo de manifiesto la idiotización general de Occidente. Al fin y al cabo, su película  podía o no gustar pero era lo suficientemente interesante como para que prácticamente, la mayoría de reflexiones hicieran referencia a su adhesión a un movimiento cuyas reglas, por otra parte, se ajustaban perfectamente a la historia que deseaba narrar.

No obstante, puedo entender las reacciones que la película provocó. En el momento de su aparición, la mayoría de ciudadanos vivían sometidos, entregados a un sistema capitalista sobre el que apenas existía debate alguno. Sin darse cuenta de que los estaban manipulando, gozaban revolcándose en el oropel consumista, adquiriendo bienes y acciones para especular. Intentando sacar el máximo beneficio a sus ahorros sin medir las consecuencias de sus actos ni los posibles perjudicados de ellos. Estábamos a finales de los años 90 del pasado siglo y se vivía un ambiente optimista económico. Recuerdo 1998 como un momento clave en España del ascenso del furor consumista. Sentía en el ambiente que estábamos comenzando a cruzar un límite que traería consecuencias. Terminaría provocando tristeza y enojo a individuos a los que se les veía en aquel tiempo, sonreír contentos sin ningún motivo profundo y relevante para ello. De repente, las carreteras se llenaron de coches nuevos, los bares, de conversaciones sobre futbolistas, dinero y casas y las playas y costas de nuestro litoral, de obras arquitectónicas destrozando nuestro paisaje natural. La vida se volvió veloz y mucho más impersonal y, desde luego, yo no me sentía a gusto con el nuevo ritmo de los acontecimientos.

Quince años más tarde, tenemos claro lo que estaba sucediendo. Un lavado de conciencia general llevado a cabo por el poder ayudado por el aparato mass-mediático para fomentar todo tipo de actividades, costumbres y substancias irreflexivas -consumo alocado de alcohol, discotecas, drogas, deporte de masas, música techno, etc- y desacreditar cualquier núcleo, actor o forma de expresión reflexiva- el rock contestatario, la familia, los intelectuales, el teatro,etc-. Es decir; se estaba produciendo una idiotización de la sociedad a gran escala que manipulaba voluntades y pervertía conciencias. Razón por la que, nada más conocer la temática del nuevo proyecto de Lars Von Trier, me sentí profundamente interesado en verlo. Y permanecí ansioso varios días antes de su estreno.

Ciertamente, la película no daba tregua. Era una oda nihilista llena de momentos brillantes y personajes carismáticos cuyos iconoclastas actos yo apoyaba desde mi sillón. En un momento determinado, el cabecilla de la pandilla de idiotas retratada por Von Trier, Stoffer, lo expresaba con rotundidad: «¿Qué sentido tiene una sociedad que se enriquece más y más y no hace feliz a nadie?». Poniendo en evidencia los vacíos de ese mundo estéril y frío que nos rodeaba y parecía quebrarse, tambalearse, ante esa voz crítica y ácida con el actual estado de cosas. Realmente, la despreocupación y burla con las que se narraban las andanzas de esa comuna anárquica de irresponsables y las anécdotas (¡increíble aquella en la que uno de ellos es acompañado a orinar por una pareja de duros rockeros!) que experimentaban por hacerse pasar como minusválidos, eran tan intensas como frescas. Von Trier era punzante y agudo. Feroz con la sociedad de consumo. Pero también con sus personajes, cuya débil postura moral era también muy criticada. Pues visualizaba su aventura  como una huida hacia delante -¿no es esto, al fin y al cabo, lo que lleva haciendo Occidente durante las tres o cuatro últimas décadas?-, describiéndolos no tanto como rebeldes (con o sin) causa sino como marionetas que lo más que podían hacer era arañar el orden social. Y, desde luego, eran incapaces de desafiarlo con rotundidad heroica. Pues no se encontraban dispuestos a perder la vida y sacrificarla para defender su visión de la existencia. Comportándose finalmente como anti-héroes y bufones. Rehenes de la situación denunciada que (a excepción acaso de la entrañable, conmovedora Karen) eran incapaces de subvertir o trascender.

Me resulta inevitable hacer una lectura en clave política de la película.  Al fin y al cabo, los «idiotas» en la Grecia clásica eran quienes no se ocupaban de los asuntos públicos. Se despreocupaban de sus obligaciones sociales y políticas, dejándolas en manos de «otros». Y en este sentido, el fracaso de los personajes descritos por Von Trier me parece ejemplar. Porque pone de manifiesto un hecho muy relevante. La dificultad de que, a pesar de la insatisfacción colectiva y las constantes crisis económicas, se produzca una transformación «sagrada». Se alce un movimiento que ponga en jaque al poder político actual. La incapacidad de los ciudadanos de transformar el falso sistema democrático vigente (germen de la corrupción que «idiotiza) e instaurar un sistema justo donde exista verdadera separación de poderes y los políticos deban responder de sus actos ante los ciudadanos y no ante los jefes de sus partidos. Probablemente, por no tener ni la paciencia ni la sabiduría necesarias para construir estrategias colectivas que nos permitan conquistar la libertad, ni la fuerza espiritual espiritual suficiente para culminarlas. Tal y como estamos comprobando ahora en que, a pesar de que ciertos sectores de la sociedad han tomado conciencia del inmenso monstruo que alimentan y del que forman parte, todavía no se ha forjado una alternativa trascendente que libere al ser humano de la férrea correa con la que el poder lo hace esclavo de sus miedos y deseos.

Desde luego, Los idiotas cubría un hueco necesario. Porque si bien esta idiotización social era consabida por gran parte de los intelectuales de su tiempo, había que filmarla y hacerlo con la rotundidad de Von Trier. Quien además, a través de tremendas bromas macabras como la orgía filmada, cuestionaba las visiones hippies de la sexualidad o las procedentes de las culturas naturistas y anarquistas. Planteando lo difícil de encontrar territorios salvajes, silvestres, libres en el mundo globalizado actual. Por ejemplo, los personajes no huían ni se refugiaban en una isla o buscaban nuevos territorios para realizar sus anhelos. De hecho, ni siquiera lo intentaban. Tal vez porque percibían que la única forma de liberarse y encontrar paz, era cumplir el deseo profundo del sistema, idiotizarnos, y así, conseguir ser inmunes a él. Pasar desapercibidos. Algo esencial en un mundo donde meses después de la aparición de la absorbente obra de Von Trier, se estrenaba Gran Hermano. Un programa televisivo que demostraba que el poder era capaz de vigilarnos y de llegar a todos lugares durante las 24 diarias.

Instintivamente, por tanto, los personajes llevaban a cabo una máxima cruel del mundo contemporáneo. La necesidad de hacerse pasar por idiota para evitar ser un enemigo del poder. Evitar ser destrozado, ridiculizado y aislado por ese temperamento crítico que, por ejemplo, provocó que uno de los intelectuales más lúcidos del siglo XX, Pier Paolo Passolini, fuera asesinado. Una lección que parecen tener muy bien aprendida los políticos actuales. Muchos de ellos son seres con apariencia de idiota o retrasado mental. Algo que no es en absoluto, una casualidad sino más bien, una estrategia. Pues es teniendo bajo sus botas a auténticos borregos y cobardes -los presidentes de gobierno actuales- que quienes verdaderamente mandan en este mundo (las corporaciones mediático-económicas necesitadas de cobayas que se distraigan con goles, canciones insípidas, perfumes y películas descargadas de internet para que las calles estén vacías y, progresivamente, puedan ir imponiendo sus megalómanos planes de dominación y control de la población), pueden estar tranquilos y confiados de que las normas dictadas se cumplan a rajatabla. Sin dudas ni pensamientos intrusivos que interfieran entre la palabra y el mandato divino a ejecutar. Shalam.

الصبْر مِفْتاح الفرج

Si un hombre te dice que pareces un camello, no le hagas caso; si te lo dicen dos, mírate a un espejo

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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