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La loca esquina

Sep 19, 2016 | 0 Comentarios

On the corner, mi disco favorito de Miles Davis, comenzaba invocando el espíritu de los pantalones de campana. Con unos frenéticos guitarrazos y trompetazos que parecían lamentos de camisas y baqueros descoloridos al ser arrojados a la lavadora. Y terminaba ondulantemente, entre potentes sarpullidos de tambores y notas musicales que parecían nubes o anillos circulares acompañando a los participantes de un safari por los agrestes, misteriosos parajes de un país africano.

Mientras tanto, entre medias, On the corner se revelaba como un trallazo de funk esquizofrénico o de trance surreal. Un experimento que por momentos mezclaba palmadas flamencas de extraño aire pop, silbidos y crujidos de máquinas modernas y antiguas con el espíritu del soul y el free-jazz. Un psicótico baile que reflejaba en un espejo cóncavo, el barrio del futuro: un apocalíptico territorio repleto de drogas, música disco, televisión, rap, videojuegos y pobreza. Y, a su vez, se anticipaba a su manera, a ciertos acompañamientos sonoros (mucho menos experimentales, eso sí) que se iban a llevar a cabo en los soundtracks de la Blaxploitation. Aunque por momentos también parecía música de guerrilla. Jazz combativo y anárquico, inconformista y ácrata que preludiaba futuros terremotos en la sociedad capitalista mientras recorría, como la garganta de Orfeo, pasadizos, grietas, colinas de los infiernos y, del otro lado de la realidad, unas cuantas parejas de negros bailaban despreocupadamente en las calles.

On the corner era, sí, un disco callejero y místico. Una obra que lo mismo podía aderezar un ritual o danza zombie, que sonar en la cabeza de Tony Manero durante una pesadilla o una indigestión como ilustrar un documental sobre los Black Panthers. Pues, al igual que prácticamente todo lo que emergió de la mente de Miles Davis, era un texto musical absolutamente libérrimo, proteico y volatil. Fuego musical arrasando la zona de confort del jazz. Decenas de panteras asaltando entre la niebla un inexpugnable castillo. LSD repartido libremente en los cerebros de los asistentes a un concierto de James Brown.

Miles Davis definió On the corner como un cruce entre Stockhausen, el funk y Ornette Coleman. Por supuesto, nadie mejor que el propio músico para definir este fractal sonoro que, en ocasiones, creo escuchar cuando abro las páginas sucias de alguno de los cuentos de Julio Cortázar, al recorrer playas llenas de cascos de botellas rotos, desperdicios y pañuelos ensangrentados o al caminar cerca de inmuebles de aire crepuscular que antaño fueron discotecas. Aunque, realmente, creo que se quedó corto porque On the corner más que a experimental pasado, furioso presente, olía a vanguardista futuro. Y como únicamente ocurre con las más insólitas, desproporcionadas y fantasmagóricas creaciones es, sobre todo, con discos que no habían aparecido en el momento de su publicación con los que hay que emparentarlo.

Al fin y al cabo, es un colorido puente con ciertos tintes negros, oscuros que une las torrenciales cascadas sonoras de la Sun Ra Orkestra o Parliament con el instinto asesino contenido en XTRMNTR de Primal Scream. Parece un fragmento alargado del inclasificable My life in the bush of Ghosts de Brian Eno y David Byrne o un sampler utilizado constantemente por Public Enemy para, entre disparos de ametralladora y sirenas de policía, abrir sus conciertos. Y desde luego que ninguna de sus notas desentonaría a mitad del salvaje Y de The Pop Group, cualquiera de los espasmos rítmicos de Talking Heads, en el transcurso de una improvisación sonora realizada por músicos de Defunkt y Fishbone o cayendo como una bomba en medio de un recital de Prince.

On the corner es un disco vacilón y macarra pero también destructivo y depresivo. Es Miles Davis echándole crack a una trompeta para que suene enferma y rocosa, decrépita y furiosa. Envolvente y desnuda. Consiguiendo de paso sacar de quicio y desorientar, poner nerviosos a músicos del cariz de Chick Corea, Herbie Hancock o Dave Liebman. A quienes presupongo, durante las sesiones de grabación, fatigados de realizar lunáticas jam-session, perdidos en caóticas improvisaciones, y exprimiéndose al máximo intentando acrecentar la paleta expresiva sonora, incapaces de comprender qué es lo que Miles junto con su ingeniero Teo Macero tramaba hacer con todas aquellas balas, gritos, salvajes heridas musicales aparentemente inconexas, en el estudio. Algo que con el tiempo se reveló como una genialidad. Pues On the corner es uno de los primeros discos donde se llevó al límite la técnica del click and cut. Cada uno de los temas se encuentra integrado y entremezclado con samplers, recorridos sonoros, que transforman este puñetazo de rabia afroamericana en un prodigio técnico. Una prueba de que la sombra de la tecnología podía contribuir a que el corazón de las bestias rugiera con mayor libertad y autenticidad. Mezclando la violencia del tigre con la del leopardo y el sigilo de las serpientes con la voracidad de los buitres.

Cuando grabó On the corner, Miles Davis ya estaba del «otro lado». Era tanto animal-insecto como humano. Vivía desde hacía tiempo en otro planeta, colgado de la luna, contemplando gigantescos simios y grillos desplazarse ante sus ojos. Una circunstancia que se puede percibir en esta obra que es tanto grito de auxilio como de orgullo. El ladrido de un perro drogado y el eructo de un sabio. Producto de alguien que se negaba a ser doblegado por el sistema y, probablemente, planeaba ya su retiro de los 70 mientras continuaba ofreciendo conciertos en los que no sólo aspiraba a cambiar la historia de la música sino la del Universo y tenía los cojones de hacerlo desde el barrio. Desde la suciedad y el fango. Como si en vez de ser una leyenda, fuera un niño hambriento o un condenado a muerte que de no tocar con todo su alma, realizar una interpretación absolutamente pasional, no podría contemplar los rayos del sol el día siguiente. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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