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El «otro mundo»

Feb 23, 2015 | 0 Comentarios

Teniendo en cuenta el ruido y la basura que recibimos habitualmente, muchas veces pienso que la mejor opción sería callar. Llenar de luto avería y no mezclarse con las corrientes de aire que contaminan el mundo exterior consiguiendo que la vida social sea irrespirable e intransitable. Siempre he admirado a los santones, personas comunes o convencidas que decidían ayunar. No comer alimento, no pronunciar palabra, no realizar actos sexuales o meditar durante días o semanas. Entiendo que estos votos liberan y sanan y sobre todo posibilitan un pensamiento lento, rítmico y pausado capaz de ignorar aquel que viene dictado por el poder: confuso, rápido, acelerado. Jerarquizan un orden de valores mucho más esencial que el que habitualmente manejamos gracias al que podríamos dar importancia a lo que realmente lo merece.

El capitalismo es ante todo una escuela de velocidad. Y también una estrategia de ocupación. Pone a hablar a los ciudadanos de los temas que le interesa a él y no de aquellos que posiblemente, si no estuvieran mediatizados, les habrían de interesar a ellos. Es un altavoz situado en medio de una plaza que no permite que se escuche la voz del pueblo porque a los que se encuentran a un lado, les dicta órdenes totalmente distintas de las recibidas por los que se encuentran en el otro costado. O mejor aún, les indica lo mismo pero con matices lo suficientemente diferentes como para sembrar el caos entre ellos. La discordia. Y por ello, a veces siente uno que lo mejor que puede hacer es callarse. No contribuir en la medida de lo posible a la ceremonia de la distracción por más que esta decisión permita a las élites tener mayor capacidad de maniobra para llevar a cabo sus planes.

En realidad, nuestro espíritu es eterno al igual que la conciencia colectiva, la raíz sana de la humanidad. Y si tuviéramos enteramente asumido esto, sería mucho más difícil que nos manipularan. La conciencia, el espíritu se desarrollan según sus propios parámetros. Revelando verdades según van siendo útiles y factibles, asimilables para la raza humana y no respondiendo a nuestras ansiedades, deseos y anhelos porque, repito, la conciencia no conoce el tiempo. Es eterna. Algo que se puede observar cuando revisamos por ejemplo la vida y obra de algunos de los más grandes escritores -Miguel de Cervantes, Fiodor Dostoievsky o Franz Kafka- y debería servir para acabar con la celeridad y voracidad provocadas por el mercado o ese alucinado y casi esquizofrénico afán de popularidad de muchos escritores. Esos deseos por publicar y ser aceptados que lo único que demuestran es que hemos interiorizado y asimilado las doctrinas neoliberales pero no dice absolutamente nada de una obra, una literatura en la que el mundo ha sido sustituido muchas veces por ese «yo» radical, voraz que busca fórmulas, temas y reflexiones que le devuelvan la admiración y elogios que necesita para situarse y posicionarse socialmente. Públicamente.

Veamos por ejemplo la vida y la obra de Herman Melville. Teniendo en cuenta la actual fama de Moby Dick, podríamos pensar que mientras vivió pudo disfrutar de los honores que merecía por haber creado una obra de tal nivel y trascendencia. Pero no fue así. Tras aceptar un trabajo como inspector de aduanas en Nueva York debido a sus deudas, murió olvidado por sus contemporáneos, escribiendo un larguísimo poema épico, Clarel, sobre un viaje a Tierra Santa. Intentando dotar de sentido a una vida repleta de aventuras y momentos trágicos consagrada a la búsqueda de la verdad a través del lenguaje literario.

Es obvio que el artista de los tifones, el dibujante de piratas y naufragios, arquitecto de disidencias y reinos modernos caídos en desgracia, debió sentirse frustrado, apartado, aislado. Tuvo que sufrir profundamente por el escaso reconocimiento recibido. Pero Melville -basta echar un vistazo a su biografía- fue siempre un hombre auténtico. Valiente y sensato. Al escribir le importaba mucho más su obra que él mismo. Y de hecho, había construido libros que trascendían su época. Sinfonías de ruido que hablaban directamente a los dioses. Intentaban reconstruir un lenguaje paradisíaco penetrando en territorios infernales capaces de retratar cada una de las estrías y pliegues del alma del Leviatán americano. Por lo que obviamente, estaba condenado a trascender. Pero ¿cuándo? Esto únicamente lo sabía la indefinible conciencia que, vuelvo a insistir, no tiene prisa porque no trabaja para el ego sino para el inconsciente colectivo de la humanidad. No trabaja según nuestros cálculos personales, egoístas o económicos sino según otros probablemente más sagrados y trascendentes que en tiempos como los presentes, entiendo que hemos de escuchar aún con mayor agudeza. No necesariamente atándonos al mástil como hizo Ulises frente al cántico de las sirenas -la actual publicidad y manipulación mediática- pero sí al menos no perdiendo el norte del lugar al que debemos conducir el barco.

Parece mentira que debamos recordarlo pero en lo referente a los escritores, lo importante es el libro y no las ventas ni la editorial en que aparece. Como por ejemplo en el caso de los místicos, lo esencial es su poesía y no la religión que profesa quien la escribe. Lo trascendente, sí, es la fragancia suave, enriquecedora del mensaje de Cristo o de Buda que poco o nada tiene que ver con las iglesias que serían para el misticismo lo mismo que las Universidades a la literatura: cárceles. Prisiones encargadas de quebrar, coartar sutilmente por medio de análisis, el liberador, renovador  y rebelde lenguaje contenido en el libro. Su efervescente y transgresor mensaje. El goce que recibimos o bien escribiéndolo o bien leyéndolo que debería ser la única norma esencial para decidir si merece la pena dedicarse a esta empresa o no. Sabiendo, siendo conscientes de que en la literatura, importa el «otro mundo» y no éste. Las pausas más que las aceleraciones. El hambre y el ayuno más que las comilonas. Y que, dado que el reino literario no es material, más allá de un sano deseo de reconocimiento, por el mero hecho de tener la posibilidad de poder escribir, deberíamos sentirnos dichosos. Pues el resto no es más que basura. Manipulación para que compitamos unos contra otros por publicar y tener éxito y olvidemos que lo que realmente destruye al poder y daña al monstruo es la obra: Los hermanos Karamazov, Don Quijote de la Mancha, Moby Dick, El castillo. Shalam

كُنْ ذكورا إذا كُنْت كذوبا

Las huellas de las personas que caminaron juntas nunca se borran

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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