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Las jornadas

Feb 7, 2017 | 0 Comentarios

Las 120 jornadas de Sodoma ha sido un libro que he tenido muy presente escribiendo Puercos. De hecho, el Marqués de Sade es el protagonista de los tres interludios que dan aire al monólogo furibundo del conde sobre el arte y la servidumbre.

No obstante, quisiera aclarar que no tengo gran amor por la novela del escritor francés. Es decir, nunca la leo aguantando la respiración ni deseo volver a revisar un pasaje tras otro, como me ha ocurrido con otros libros. Sin embargo, la respeto. Causa en mí una gran admiración por muchos motivos. Para empezar, creo que es un texto que marca un límite, delimita una frontera. Nadie cavó tan hondo en el foso de la inmoralidad como lo hizo Sade en este libro que no sólo es un catálogo de conductas perturbadas y crueles cuentos amorales. Posiblemente, es también -y así desde luego lo entendió Pier Paolo Pasolini- uno de los retratos y radiografías más exactas que se han hecho del poder y las costumbres de la nobleza. Un lienzo salvaje y furibundo, sí, pero también tremendamente realista de las patologías y vicios del poder. Casi un diario de inagotables perversiones.

No puedo evitar sonreírme cuando leo ciertos textos conspiranoicos de la era actual que se ocupan de la pedofilia de las clases dominantes. Esas orgías parecidas a las que aparecen en el deslumbrante film de Stanley Kubrick, Eyes Wide Shut, donde un sinfín de jóvenes se encuentran obligados a desnudarse y ofrecer sus cuerpos a políticos, grandes empresarios y burgueses adinerados. No tanto porque lo que afirman esos artículos sea cierto o no -ahí no voy a entrar- sino por el hecho de que esto, de alguna forma, ya lo había apuntado, descrito y narrado frontalmente Sade en sus textos. Siendo marqués y, en gran medida, un erotómano conocía muy bien los rituales de las clases dominantes a las que dedicó descripciones que no por exageradas o sombrías, carecen de realismo. Y probablemente, sean bastante ajustadas de lo que ocurría ( y continúa sucediendo) tras los castillos y palacios. En medio de bosques lejanos a las ciudades donde los nobles hacían construir sus mansiones de solaz.

En sus textos, de hecho, aprendemos que los muros de las fortificaciones no se encontraban tanto construidos para defender a sus habitantes de los enemigos (que también) sino para ocultar a la plebe las perversiones interminables que se llevavan a cabo allí, las cuales si se hubieran sabido podrían haber provocado revueltas. Que las gentes humildes se negaran a pagar sus tributos y, desde luego, el presunto honor de reyes y nobles loado por los poetas y consagrado en las iglesias quedara totalmente en entredicho, al mostrarse al fin la naturaleza del poder al desnudo.

Siendo sinceros, el Marqués de Sade no me parece un gran escritor. Ni mima el estilo ni posee un sentido del ritmo que permita respirar a sus lectores. Pero esto no es obstáculo para considerarlo un absoluto genio y en parte, no creo que le reste mérito a sus libros. Pues pienso que sus textos escritos a borbotones pueden ser entendidos de dos maneras: o bien como orgasmos, líbido a presión incontenible, o como latigazos. Ya que acostumbra a comportarse con sus lectores de manera parecida a como los nobles tratan a sus esclavos, sirvientes y mancebos en sus novelas.

En realidad, Sade me parece, ante todo, un extraordinario descriptor. Un secretario aplicado al servicio del diablo que, eso sí, llegados a un límite, pierde las correas de la narración debido a la excitación que siente. Y por ello, construye novelas que, a pesar de la frialdad y rigor con que describe los más impensables vicios, son, en esencia, máquinas caóticas. Enmarañadas masturbaciones llenas de inextinguibles gemidos. Acumulaciones de esperma desbordando las líneas de páginas que parece que se van a doblar y humedecer de semen y de las lágrimas de cientos de víctimas doblegadas a los antojos y deseos de la despiadada nobleza.

En cualquier caso, y más allá del argumento de Las jornadas, hay dos hechos relacionados con este texto que excitan mi imaginación y me maravillan.

En primer lugar, por supuesto, el que fuera escrito en la cárcel. Lo que, por otra parte, me parece comprensible pues hay que estar encerrado, sin posibilidades y lleno de odio y deseos de venganza, para conseguir hilvanar una novela tan desbordante y desbordada. Un texto tan infernal. La condenación eterna de la nobleza por los siglos de los siglos.

Y en segundo lugar, me conmociona el pensar que Sade muriera creyendo que se había perdido para siempre. Pues, como es sabido, la novela no se publicó hasta el siglo XX, ya que le fue confiscada en la prisión y entregada al abuelo del marqués de Villeneuve-Trans en cuya familia estuvo por varias generaciones hasta que varias transacciones consiguieron que el doctor Eugene Duehren la diera a conocer.

En verdad, puedo perfectamente imaginar a Sade días antes de morir lamentando el extravío y pérdida de su manuscrito. No concibo acto de mayor crueldad contra un escritor que había pasado un infierno por intentar abolir la hipocresía y expresarse sin tapujo alguno y, desde luego, que siento su angustia y dolor y casi que los hago míos. Pero también, asombro. Porque el hecho de que Las 120 jornadas sea hoy en día un clásico indiscutible nos proporciona una idea muy concisa de las trampas y reveses del destino. De cómo la historia proscrita de la humanidad se escribe y escribirá siempre con renglones torcidos. Y de cómo cada libro -sobre todo, los prohibidos y ocultos y negros- tiene su propio recorrido totalmente ajeno al mercado o las modas literarias y consigue, sí, en esencia, construir de nuevo el Universo. Obligar al mundo a destrozarse y recomponerse varias veces. Shalam

إِذَا طَالَتِ الطَّرِيقُ كَثُرَ الْكَذِبُ

Un hombre no puede ser admirado sin ser creído

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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