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Sueños muertos

Dic 29, 2017 | 0 Comentarios

Me provoca una gran lástima cortar muchos pasajes de Ruido. Pero creo que la operación es necesaria.

Ruido es una bestialidad de novela excesivamente larga y se trata de que sea una bestialidad de novela a secas. Las primeras 70 páginas han quedado reducidas a 40 y un sueño en el que trabajé durante cinco días ha sido eliminado. Lo peor es que hace un mes pasé otro día corrigiéndolo y reduciéndolo a la mitad pero finalmente, no aparecerá en el libro. Y creo que es mejor porque así la novela camina sin rodeos hacia su final. Su inclusión como prólogo tenía un claro fundamento porque conectaba con el sueño del principio de El jardinero pero, puesto que voy a apostar por intentar publicar antes Ruido, la escena carece de su sentido original. De hecho, puede hacer que muchos lectores indecisos se alejen de un libro que debe morder como un tiburón casi desde el principio. Por lo que entiendo que lo mejor es no colocarla.

En fin, corregir Ruido y dejarlo listo para poder presentarlo a una editorial con garantías, está siendo un proceso duro no tanto por el trabajo en sí mismo sino por verme obligado a desechar pasajes en los que tanto esfuerzo y cariño puse. De todas formas, muchos de estos párrafos no se perderán pues para eso está Avería. De hecho, aunque tal vez sea prematuro porque aún no existen noticias de que la novela vaya a ser publicada, dejo el mencionado sueño en esta entrada que tal vez sea mucho más leída y consultada con los años que, ahora mismo, en el gozoso caso de que Ruido consiga explotar en medio del territorio artístico como podría y debería hacerlo. Ahí va:

«Mientras escribía la novela El jardinero, solía tener una pesadilla que se me repetía una y otra vez.

Me encontraba en una aldea medieval. Recorriendo con inquietud sus embarradas calles, llenas de pulgas, ratas, restos de animales muertos y comida, buscando alimento. Sorprendido porque era el único alma que se desplazaba por esa urbe desolada, entumecida y ensombrecida por una densa niebla que hacía muy difícil orientarse por sus callejones. De hecho, tropezaba continuamente con restos de fruta, vómitos, orines y perros que se me arrojaban a los pies babeando y cuando me agachaba para acariciarlos, ladraban atormentados, como si alguien estuviera quemando su piel con un hierro al rojo o como si yo fuera un enfermo de lepra cuyo cuerpo estuviera pudriéndose entre decenas de hongos. No sin esfuerzo, a patadas, gritando, amenazándoles con un tablón de madera, conseguía que los canes se alejaran de mí y continuaba desplazándome entre fantasmagóricas iglesias que parecían emerger del fondo de la tierra, panaderías de las que brotaba un insoportable hedor, carros llenos de heno y trigo arrojados al suelo y restos de armaduras y escudos desvencijados. Pero debido al intenso viento cuya fuerza hacía repiquetear decenas de puertas y vidrios, impidiéndome seguir caminando, me veía obligado a introducirme en un viejo caserón donde, tras recorrer sus habitaciones llenas de paredes cubiertas de cuadros, filas de libros multicolores y ventanas inflamadas, buscando un alimento en buen estado con el que atenuar mi hambre, llegaba a un suntuoso salón en el que era envuelto por un aire cálido, mezcla de perfume de flores y de buena ropa blanca, del aroma de las viandas y del olor de las trufas.

Los candelabros elevaban sus llamas a lo largo de una lustrosa mesa sobre la que se alineaban ramos de flores y platos de anchos bordes rodeados de servilletas, que sostenían en el hueco de sus dos pliegues un panecillo ovalado que devoraba ansiosamente hasta que se deshacía en mi boca como si fuera el polvo de un cadáver, obligándome a escupirlo. Hastiado, confundido, gritaba con tal intensidad que retumbaban todos los muebles a mi alrededor trayéndome rumores, ecos en sordina de voces angustiadas, almas asfixiadas por sus propios alaridos. No obstante, aunque el temporal de bramidos no cesaba, pronto llamaba mi atención un escudo que se encontraba en los verdes muros del comedor donde, bajo una palabra extraña escrita en un idioma desconocido, se veía un león furioso, ensangrentado, luchando contra nueve serpientes de especies diferentes -cobras, pitones, boas, etc- que lo atacaban desde todos los flancos. Fascinado ante ese símbolo en el que creía reconocer una ignota explicación al deterioro del mundo, era capaz de contemplarlo fijamente aunque comenzaba a escuchar el negro quejido de una negra anciana disolviéndose en mi negro oído.

No obstante, no podía fijar la vista por demasiado tiempo en las negras víboras ni prestar mayor atención al negro lamento porque el negro frío se intensificaba, aturdiéndome y obligándome a intentar prender fuego en una chimenea. Pero tras varios minutos frotando el pedernal, cuando las chispas comenzaban a calentar la yesca y la paja seca, sentía la negra mano de alguien desplazándose por mi espalda. Y al volverme asustado, esperando encontrarme una anciana con una lengua de fuego y los ojos negros colgando, comprobaba que se trataba de la boca de una vaca que mugía y mugía de manera alocada e intentaba morderme, de la que me defendía arrojándole astillas, platos, cubiertos. Gestos inútiles porque embestía con tal fuerza que no tenía otra opción que retroceder. Atravesar estancias y habitaciones que se alargaban como si fueran de goma conforme me desplazaba a través de ellas, hasta lograr volver a salir a las callejuelas.

Afortunadamente, el viento había cesado y una extraña calma se extendía ahora a lo largo de la la villa por la que continuaba caminando sorprendido ahora por un olor a pólvora y azufre que me hacía preguntarme si acaso el demonio o uno de esos estériles poetas deseosos de recitar sus negros versos estuvieran paseándose por sus aceras empedradas. Pensamiento que dejaba de preocuparme al llegar a una plaza en la que al fin me encontraba con un grupo de personas. La mayoría tenían cortes y contusiones en el rostro y brazos y se alternaban en el recitado de versos. Y yo los miraba fijamente hasta que una muchacha de largo cabello rubio y ojos azules que sostenía un violín en sus brazos, comenzaba a insultar a otra, idéntica a ella que se aproximaba nerviosa a la plaza y gritando angustiada, tras lanzar el instrumento musical al aire, se arrojaba al suelo. Ocurría a continuación, una situación parecida con un mendigo de semblante disgustado que vestía unas mallas verdes y una capa gris que se encontraba delante de mí. Un hombre similar a él, lo observaba fijamente, en silencio, y tras unos minutos, comenzaba a llorar, tirándose de los pelos con tal fuerza que se los arrancaba de la cabeza, como si fuera una rata desesperada, o un insecto al que un niño extirpara sus patas una a una lentamente.

Lógicamente me sentía a cada momento más turbado. Les suplicaba a quienes se encontraban a mi alrededor explicaciones pero no las recibía hasta que, de repente, un monje encapuchado de ojos brillantes se volvía hacia mí y observándome con rabia, una mirada de odio que aturdía, me daba su bendición realizando un grácil movimiento de manos y comenzaba levantar un crucifijo de metal que colocaba delante de mis ojos. Yo lo contemplaba fijamente, atento al suplicante rostro de un Cristo cuya boca se abría como la del sediento, cuando un niño me agarraba de mi brazo derecho y me obliga a seguirle hasta el extremo de la plaza, donde me daba a leer un papel escrito en sangre en el que no había más que garabatos, palabras sueltas ininteligibles entre las que apenas se podía distinguir alguna frase que hacía referencia a la necesidad imperiosa de cortar la cabeza a los aristócratas que deseaban chupar hasta la última gota de sudor de sus súbditos y alimentarse de su trabajo.

La negra firma era irreconocible y parecía haber sido trazada por un negro animal. Acaso por un negro jabalí con dos ojos brillantes o un negro murciélago. Y cuando me volvía hacia el niño con la intención de preguntarle quién podía haber redactado esas líneas, sentía un escalofrío por el cuerpo al comprobar que su rostro era semejante al que yo tenía durante mi infancia y su mirada comenzaba a tornarse más y más penetrante y dura. Como la de alguno de los párrocos responsables de mi educación durante mi niñez. Esos sátrapas que se divertían restregando sus brazos por los cuerpos de los infantes, reían cuando llorábamos pidiendo auxilio y acostumbraban a extraer sus miembros erectos de entre los pliegues de sus sotanas mientras dejaban nuestras rosadas nalgas al descubierto.

No resistía la tensión y comenzaba a correr por la ciudad que hasta entonces creía prácticamente fantasma pero en realidad, comprobaba con sorpresa, se encontraba repleta de gente; multitudes que, por algún oscuro motivo que desconocía, temían encontrarse con sus dobles que, a su vez, también sentían pánico de enfrentarse a sí mismos. Nadie poseía además la seguridad de ser el original o el doble y lógicamente, el negro caos reinaba sin control y se multiplica allí donde miraba o me dirigía. Había cristales en el suelo que lastimaban los pies desnudos de quienes corrían sin prestar atención. Pájaros tuertos que caían de los cielos con el pico partido y torcido y, antes de expirar, se abalanzaban hacia quienes encontraban en su camino como si mordiéndoles, encontraran la salvación. Y muchas personas optaban por esconderse en carpinterías, sótanos, casas destruidas o iglesias. Pero todos estos esfuerzos no servían de mucho. Pues desde todas partes se escuchaban los alaridos de quienes se encontraban frente a frente consigo mismo.

Cuando dos personas semejantes se enfrentaban, los chillidos solían ser agudos y estridentes. Una especie de grito gutural, cortante como un cuchillo afilado se desprendía de sus gargantas ensordeciendo a las personas que se encontraban alrededor, incapaces de distinguir quién era la víctima o el culpable, y los mantenía expectantes ante las desmesuradas reacciones y las cruentas e imprevisibles posibilidades que se podían generar de ese encuentro. Aunque, por lo general, existían ciertas pautas: ocurría, en primer lugar, que el cuerpo de quienes se enfrentaban a sí mismos se encogía. Más tarde, su rostro se llenaba de arrugas, los músculos perdían vigor y se debilitaban. Y, finalmente, dado el horror de lo presenciado, ambos tomaban la decisión de sacarse los ojos de cuajo con sus dedos, castrarse o perforarse la vagina con un cuchillo o ahogarse con sus propias manos. Muchos preferían, de hecho, la automutilación o incluso la muerte a seguir con vida tras haberse confrontado con su reflejo. Decisión que todos los habitantes de la aldea comprendíamos porque no existía un destino ni castigo peor que enfrentarnos a nuestro yo. Ni tan siquiera volver a escuchar a los poetas recitar cualquiera de sus versos sobre amor. Razón por la que la mayoría nos dirigíamos desesperadamente y sin control hacia todas direcciones aunque debido a que no cesaban de multiplicarse nuestros reflejos, sabíamos que, antes o después, sin importar nuestros esfuerzos, tendríamos que mirarlos de frente. Una certeza íntima que provocaba que los más heroicos, conscientes de entre nosotros, se dirigieran a las plazas públicas, a los jardines secos o azoteas de las casas que aún se encontraban en pie y abriendo los brazos, ofrendaran sus vidas a la voluntad divina.

Un destino que yo, sin embargo, me negaba a aceptar. Por lo que cuando veía a un carruaje salir en estampida de la aldea, comenzaba a caminar siguiendo sus huellas que se prolongaban durante varios kilómetros hasta virar de repente hacia un bosque donde unas ramas partidas señalaban el lugar exacto en el que el coche había volcado, precipitándose por un barranco situado en diagonal junto al sendero.

Al asomarme por el borde, veía a la familia que escapaba en la carroza, un matrimonio y sus dos hijos empapados en sangre encaramados sobre los restos del vehículo junto a otras cuatro personas idénticas a ellos. Y comprendía entonces que, ni aún allí, en la maleza y los bosques, encontraría consuelo y aliento. Una salida a mi situación. Porque además, un león apresado por decenas de serpientes se revolvía desesperado entre los cadáveres y aullaba como si se tratara de una vieja anciana que fuera a ser apuñalada por una niña deseosa de encontrar sus muñecas de una maldita vez. Pero, a pesar de todo, yo no desfallecía. Continúaba desplazándome por la floresta y comenzaba a subir por un monte donde corría sin descanso ni mirar atrás, deseoso de dejar de escuchar los rugidos lastimosos de aquel animal herido, hasta encontrar una cueva desde la que se intuía la cercana presencia del mar y se veía a lo lejos el burgo, esa ciudad maldita a la que no quería volver jamás.

Lamentablemente, tras varios días de aparente tranquilidad y reposo, en los que me alimentaba de frutas, hierbas e insectos que se arremolinaban en torno a mí, una imagen me sobresaltaba. Pues descubría con sorpresa que entre la lejana silueta de la ciudad, volvía a sobresalir el castillo donde me crié. Una fortificación iluminada constantemente por un sol rojo en cuya azotea se encontraba un hombre vestido de negro que, a pesar de la distancia que nos separaba, parecía muy consciente de mi presencia. Pues prácticamente no se movía durante minutos en que miraba fijamente el lugar donde me encontraba hasta que alzaba su mano derecha como si estuviera saludándome. Y si bien lógicamente esto me aterrorizaba, nada era comparable al momento en que comprobaba que su rostro era similar al mío. Y absolutamente conmocionado y fuera de mí, al cerciorarme de ello, gritaba y gritaba horrorizado al compás de cientos de miles de voces de hombres y mujeres cuyos alaridos mezclados con ladridos de perros, los rugidos de una bestia innombrable, los resoplidos de un caballo que se escuchaban con una vehemencia sin fin y el repiqueteo de una azada lanzada al aire con desgana por un perezoso jardinero, me hacían despertar.

Al hacerlo, acostumbraba a tomarme un tiempo para contemplar las oscuras paredes de mi cuarto, buscando ciertas referencias que me sirvieran para orientarme y me confirmaran que ninguna de aquellas visiones había sido real. Encendía las velas situadas en la mesilla de noche y, tras alumbrar con ellas las lámparas de aceite que cuelgan del techo, intentaba comprobar que todos los objetos seguían en su lugar.

Habitualmente, comenzaba desplazando mis ojos por las fotografías familiares. Aquella en que mi madre porta en sus manos una bailarina de ballet, esa otra de mi hermana posando junto a un gato negro cerca de un piano vacío, en el que no había teclas, o la de mi abuelo paterno con una enorme Biblia entre sus manos. Luego, me giraba levemente a la izquierda y observaba la repisa en que guardo los libros que acostumbro a leer, Las memorias de ultratumba de René de Chauteaubriand, El príncipe de Nicolás de Maquiavelo, Otelo y Macbeth de William Shakespeare, un ejemplar de El jardinero y un ingente número de poemarios descuartizados, a los que había ido arrancando las páginas con saña. Y, por lo general, cuando me cercioraba de que todos los objetos se encontraban en su sitio, en especial los pañuelos negros que cubren con delicadeza las dagas y sables negros y dieciochescos que me legó mi negro padre, me tranquilizaba. Sentia un intenso alivio y alegría. Tanta que no tardaba demasiado en recorrer las negras calles del poblado y saborear un vaso de vino negro con quien encontraba. Aunque esta negra felicidad solía desvanecerse a menudo. Pues solía cruzarme con un niño cuyo negro rostro era semejante al mío de infante que comenzaba a perseguirme apuntándome con el dedo índice como acostumbraba a hacerlo el párroco negro de la iglesia cuando me quedaba durmiendo en sus misas negras. Y, asimismo, por lo general, al contemplarme en el negro espejo, comprobaba que mi rostro no respondía a mis negras órdenes y cuando deseaba cerrar mis ojos negros, éstos se abrían más y más, dejando escapar un resplandor parecido al de la negra piel de un jabalí que rondaba mi casa durante las noches o a las pupilas de una muchacha de largo cabello rubio que tocaba un violín negro junto a una negra roca con la que, de tanto en tanto, me encontraba las escasas ocasiones que paseaba por el poblado negro en que vivo, intentando olvidar esta negra, maldita pesadilla». Shalam

إنَّ هَذا الشِّبْلَ مِنْ ذَلِكَ الأَسَدِ

«Yo soy feliz», dijo. Naturalmente, se trataba de un necio

 

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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