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Los objetos

Ago 23, 2018 | 0 Comentarios

No sé si es justo decir que Alianza Editorial se inventó al lector medio español pero no creo que ande muy desencaminada la frase. Antes de Alianza, el libro de culto era muy caro, fetichista, estaba al alcance de muy pocos -era una mezcla entre un objeto de lujo y de coleccionista lleno de profusas ilustraciones y encuadernaciones- y las ediciones de clásicos se encontraban demasiado enconsertadas, como deja claro el diseño de la eterna Austral. Por lo que podía decirse que la creatividad editorial del mundo del libro estaba constreñida a dos mundos excluidos del primer foco de atención cultural: el cómic y el texto infantil. Algo que cambió totalmente con la llegada a finales de los 60 de esta nueva editorial que, junto con otras, –Anagrama a la cabeza- revolucionó el panorama literario español. Pues convirtió ensayos, novelas y cuentos en productos asequibles para todos los públicos y transportables en cualquier lugar. Transformó, sí, la literatura en un placer obligatorio. Dando luz a un diseño tan popular como exclusivo -el libro de bolsillo- que hacía que las creaciones literarias quedaran mucho mejor en la playa, el tren o el banco de una calle que sobre un pupitre. Entre las manos de muchachos revoltosos que en las de obedientes.

Ciertamente, el libro Alianza era un libro sencillo pero seguro. Atraía pero con desapego. Seducía desde lejos. No golpeaba sino que masajeaba el intelecto, confiando en el superlativo contenido que ofrecía. Se pegaba como una segunda piel al lector, lo absorbía y, finalmente, lo succionaba. Además, no era un libro caprichoso. No exigía cuidados. Era tan económico que se veía bien con un poco de arena o desgastado por el uso. Un libro de Alianza tenía que estar, en cierto sentido, golpeado o deteriorado. Necesitaba estarlo para ofrecer todo lo que podía llegar a dar. Porque era un libro que se sabía hecho para ser leído. No para decorar ninguna habitación o llenar huecos. No. Había sido creado para ser leído. Consumido. Devorado. Provocar el vicio de leer. Y hacer que los lectores lo consumieran como si fuera un cigarrillo.

Obviamente, para conseguir estos logros fue, por supuesto, muy importante el diseñador que estuvo al frente del proyecto durante más de dos décadas: Daniel Gil. Un auténtico mito de su profesión que condujo las portadas de la editorial a otra dimensión. Creo que porque concebía la cultura como algo salvaje y un indomable espíritu de libertad recorría su cuerpo. De hecho, las cubiertas de Gil eran una extraña combinación entre surrealismo y minimalismo. Azar y trabajo obsesivo. Lo que provocaba en quienes las veían una sensación de meditada agresividad y misterio absolutamente necesaria para convertir a los libros en objetos peligrosos. Animales platónicos rebeldes, seductores y al mismo tiempo, necesarios. Absolutamente esenciales.

Daniel Gil consiguió que la literatura pasara de ser una obligación a un objeto de seducción. Dejara de ser una materia aburrida y estéril, llena de lamentos, para convertirse en una aventura. En gran medida, era un representante de la Movida mucho antes de que estallara o se pensara que en España podría ocurrir algo así. Diseñaba como si tuviera una copa en sus manos y, en vez de encontrarse en un despacho cerrado, estuviera en un bar rodeado de gente que le comunicaran sus secretos, fantasías y perversiones. En cierto sentido, era el Buñuel de los diseñadores españoles. Ahondaba en la oscuridad con una tranquilidad letal. Casi con parsimonia. Con humor negro. Leía la mente del escritor y traducía el mensaje del libro en una sola imagen que resumía cientos de ideas y era capaz de incitar a nuevas interpretaciones y simbolismos.

Daniel Gil era un diseñador moderno y clásico. Respetaba las esencias. No pretendía destruirlas. Pero siempre buscaba nuevas perspectivas. Nuevas modulaciones. Ampliaba caminos y visiones haciendo de la cultura un enigma. Un barco lleno de preguntas y acertijos al que todos estaban invitados a subir. Porque, a pesar de ser un estilista riguroso y exquisito, no era clasista. No era apocalíptico. Le daba realce y elegancia a la literatura pero no para colocarla en un pedestal sino para dotarla de personalidad. Para lo que se valía de todo tipo de procesos y medios: modificaba el lugar del logo editorial cuando le apetecía, utilizaba distintos materiales y si necesitaba una silla de ruedas, un cinturón de castidad, una máscara de cera o un instrumento médico para realizar la portada, se lo pedía a sus colaboradores con una tranquilidad absoluta. Casi con pachorra. Con esa serenidad de quien está acostumbrado a hacer de lo cotidiano algo «excepcional».

Daniel Gil interpretó y transformó la literatura en algo que no han sabido ni podido hacer ninguno de los designios educativos del Estado: un hecho transgresor. Y por eso, estoy seguro de que si los libros de instituto o universitarios fueran censurados y además, tuvieran en la cubierta una fotografía o ilustración suya, conseguirían muchos más lectores. Porque la literatura no casa bien con el adocenamiento ni los planes establecidos. Con la educación o el control.

La palabra literatura rima con delirio y violación. Con estallido, euforia y ciclón. La literatura es una droga y eso lo interpretó perfectamente el diseñador cántabro. Por eso sus portadas son en cierto sentido, adictivas. Trips. Provocan alucinaciones. Son puertas de entradas fantasmales a libros que no eran ostentosos pero sí tenían cierta clase que dotaba de prestigio a quien los tuviera en sus manos. Yo, por ejemplo, nunca podré olvidar la sensación que me produjo la portada de El extranjero. Esa cubierta en la que deformaba el rostro de Marcelo Mastroiani transmitía perfectamente toda la aridez de la novela. El alma partida y la soledad de un personaje cuya apatía ya había hecho mía con sólo mirar la estampa retocada por Gil.

Ciertamente, los diseños de Daniel Gil eran superlativos. Asesinos. Eran ideales para estudiantes universitarios disidentes y todo tipo de personalidades inquietas. Eran un pasaporte a la perturbación. A mundos distantes y coléricos. Eran una descripción fidedigna de que la literatura es un objeto feroz, mudable, cambiable e ingobernable. De que todo clásico es clásico porque es nocturno, dionisíaco, lunar y se encuentra lleno de ladridos pugnando por salir de su interior. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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