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Muerte en Venecia

Mar 25, 2015 | 0 Comentarios

Muerte en Venecia es un viaje a través de la laguna Estigia en compañía de un muerto: Gustav von Aschenbach. Un hombre al que no hace falta que le deje de latir el corazón para verificarlo. Ha fallecido hace años. Ha pactado con el orden burgués convirtiéndose en un ángel domesticado. Un escritor que recibe premios y condecoraciones, esclavo de sus obligaciones e imagen exterior, que en realidad, apenas tiene nada que transmitir. Palabras regias, discursos que, sí, serán aplaudidos, pero no conmoverán. Serán aplastados por el protocolo y la rutina. La danza ritual de lo ya establecido. Aunque Muerte en Venecia lógicamente no es sólo esto. No es únicamente una descripción más o menos acertada sobre la decadencia de los artistas burgueses occidentales ni un reflejo novelesco de las crisis y tensiones internas que, a principios del siglo XX, vivía el propio Thomas Mann (obligado a solapar su homosexualidad y escribir con rigidez marcial para no ver roto su sueño de convertirse en el nuevo Goethe) sino que, sobre todo, es una una metáfora del alma alemana. Un intento de explorar dónde se encontraba el carácter dionisíaco germánico en trance de extinción conforme el progreso, la racionalidad y el poder de la burguesía industrial emergente socavaban los rasgos nocturnos del arte.

Intentaré explicar porqué. En primer lugar, es necesario comprender que las raíces germánicas se sustentan en su inclinación por lo griego (lo apolíneo). Algo que distingue a Alemania del resto de naciones de su entorno, más proclives a lo romano (latino). Pero, asimismo, se apoyan en los presupuestos romántico-dionisíacos que le permiten fusionarse natural y espontáneamente con su pasado crepuscular: las historias de nibelungos y mitos nórdicos en general. Sin embargo, Von Aschenbach es un hombre muy alejado de esta faz nocturna. Es un hijo del luteranismo, un obrero del conocimiento que camina negando las sombras. Algo que en gran medida estaba haciendo la sociedad alemana de su tiempo, apartándose del romanticismo en un proceso que Friedrich Nietzsche vislumbraba como una tremenda claudicación ante el espíritu burgués. Significativamente, en la novela de Mann, antes de partir hacia Venecia, Von Aschenbach hace escala en Trieste. Allí donde murió a manos de un delincuente común Johann Joachim Winckelmann. Uno de los modelos que le inspiraron para componer su personaje. El fundador de la historia del arte. Un enamorado de la cultura clásica que en parte contribuyó a enraizar la psique germánica con el modelo de belleza clásico griego.

Es decir; la narración avanza recordando a uno de los referentes en fortificar los cimientos del edificio apolíneo y la exagerada racionalidad cultural germánica (Winckelmann) para a continuación, caminar hacia Venecia: la ciudad donde murió Richard Wagner. El artífice, gracias en gran medida a los delirios del alucinado y melancólico Luis II de Baviera, de reconectar el alma teutona con su espíritu telúrico y confundir su espíritu romántico con el simbolismo creando inmortales monumentos decadentistas en los que el espíritu de la naturaleza se derramaba en vino y sangre.

El viaje a Venecia es por tanto una búsqueda de identidad individual pero también colectiva. Un intento de hacer brotar vida en raíces que comenzaban a estar muertas: las de una Alemania fascinada por el trabajo, el progreso, la racionalidad y un romanticismo utilitario que negaba la noche y los mundos lóbregos generando una cultura muerta que se corresponde con el cementerio que visita Von Aschenbach antes de su frustrante viaje a Trieste. Una escena que pudiera indicarnos que en realidad, es su propio espíritu el que asiste a su entierro. Aunque todavía no es consciente de su muerte. No ha olvidado quién era. Para lo que tendrá que recorrer de la mano de Caronte  -el gondolero que no le cobra el pasaje- el río Leteo: los canales de una espectral urbe, Venecia, que tal y como aparece en la obra de Henry James, Arthur Schnitzler o Giacomo Casanova se muestra refulgente y oscura, nocturna, leve y misteriosa. Es casi una alucinación que insufla a la narración un aire de vaporosa fantasía, creando el ambiente propicio para que finalmente el apolíneo Aschenbach pueda reconocerse vía su amor platónico, Tadzio, en el lado dionisíaco y por tanto, pueda morir. Pues al igual que no hay día sin noche ni luna sin sol, nadie puede morir si no vive y en gran medida, el escritor burgués no lo hace hasta que no cae prendido de ese ángel terrible que es el adolescente polaco. O más bien, hasta que es totalmente consciente de que ha dejado de vivir hace mucho tiempo y aceptando este hecho, pintándose el rostro y carnavalizándose en una escena que muestra su paso al otro lado del límite, es que al fin puede morir. Olvidarse de sus cargos y premios y acercarse a su «ser».

Hay muchísimos simbolismos en Muerte en Venecia. Prácticamente no hay ninguna página que no pueda ser leída en clave greco-latina o que no pueda conectarse con los procesos internos históricos vividos por la Alemania de principios de siglo y sus intelectuales. De hecho, es inevitable aludir al Fedro platónico y la explicación que hace allí Lisias del deseo para entender el mórbido amor inmaterial que hace perecer a Von Aschenbach. Aunque más que en los simbolismos, me gustaría insistir en la desesperada pregunta que, a mi entender, planea por toda la narración como lo hizo a lo largo de toda la vida de Thomas Mann. Esto es; ¿cuándo y cómo se legisló el amor?, ¿en base a qué ley el hombre se atrevió a juzgar a otro hombre por sus preferencias amorosas?, ¿quiénes somos nosotros para subrayar lo que es bueno y malo en el amor?, ¿es posible juzgar el acto amoroso?, ¿no es el principio de la racionalización del amor, el consabido amor platónico, el comienzo de su extinción?, ¿seremos capaces de volver a convertir el amor en un refugio de libertad?, ¿cuántas veces tendremos que morir por el mero hecho de querer rozar un cuerpo, desearlo?, ¿cuándo se convirtió el amor en legislable?

Preguntas que, si nos fijamos, insisten en crear trasvases hacia aquella vía lunar que fascinó siempre a Thomas Mann porque tuvo que negarla, reprimirla y contenerla dentro de sí mismo para triunfar. Conseguir la aceptación. Logros que, en su caso, no fueron sinónimos de felicidad sino de añoranza, decrepitud y derrota. Pulsión tanática muy alejada de lo erótico que invoca ocasos, declives y decadencias sin fin. Shalam

الاِنْسان عدو ما يجْهل

        No intentes poner recta la sombra de un bastón torcido

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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