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El tormento

Jun 10, 2018 | 0 Comentarios

W.A.S.P ha sido, sin dudas, una de las bandas más peligrosas de la historia del rock. Incluso en una década tan excesiva como la de los 80 del pasado siglo nadie podía hacerles competencia en el escenario. O más bien, ni tan siquiera pensar en toserles. Porque el grupo norteamericano convertía cada concierto en una furiosa orgía sonora llena de truenos, rugidos, sangre y sierras.

En realidad, ningún otro conjunto de guerreros ha estado tan cerca de convertir los escenarios en una viva representación del «teatro de la crueldad» de Antonin Artaud. Aunque justo es reconocer que Blackie Lawless -el indiscutible líder del grupo- no llegó a romper todos los límites en sus estruendosos conciertos por ninguna ínfula intelectual sino por la necesidad de llamar la atención en medio de una escena saturada de propuestas rockeras como la de Los Ángeles. Por ello, su inspiración para sus acongojantes performances hay que buscarla en Mad Max, el glam barriobajero y muchos de los trucos teatrales llevados a cabo por Alice Cooper durante sus pesadillescas giras y no en Artaud. Aunque es inevitable mencionar tanto al escritor francés como algunos de los films nihilistas de John Carpenter porque, probablemente sin saberlo, W.A.S.P recogieron instintivamente su legado. Transformando los clubs y salas de medio mundo en impactantes e impresionantes torbellinos que dejaban extenuados a los fans. Los preparaban para entrar dentro de un apocalíptico mundo de horror y fantasía sin ley ninguna donde reinaba el lado animal y lunático de los seres humanos.

Realmente, la impresión que causaban los conciertos de W.A.S.P. durante sus inicios era tan grande que cuesta hablar de sus discos. Por allí había mujeres desnudas y atadas a potros de tortura, Blackie llevaba en la entrepierna una sierra, Chris Holmes se movía como una fiera, parecía un tigre enrabietado, y cada cierto tiempo, caía sangre del techo o por el cuerpo de los músicos. Provocando tanto la estupefacción como el éxtasis en los miles de seguidores de una banda que más que fans tenía feligreses. Abrasivas manadas de jóvenes que gritaban enrabietados cuando del logo de la banda emergía fuego sin control mientras el destructivo ritual seguía celebrándose entre canciones llenas de letras hipersexuales que podían servir de guión a una película de terror o ser la banda sonora tanto de una quema de brujas o una cacería diabólica como de un ritual sadomasoquista.

No obstante, sería una gran injusticia poner únicamente el foco en los recitales en directo de W.A.S.P para ilustrar los méritos de la banda porque su música era realmente embriagadora. Sus primeros tres LPS, de hecho, son realmente brutales. Una salvaje mezcla de glam, punk, sleazy y heavy con ciertos aires teatrales que los hacía irresistibles. La grave y atronadora voz de Blackie Lawless era realmente la ideal para describir un viaje a los infiernos. Ciertamente, si alguien me dijera que es parecida a la que se escucha al penetrar en el limbo, no me extrañaría. Porque su textura era profunda y amplia, más parecida a la de un actor de películas de terror que a la de un tradicional cantante de rock. Faceta esta en la que no comenzaría a ahondar totalmente hasta los años 90. Cuando compuso esa majestuosa parábola sobre la ascensión y caída de un ídolo musical llamada The crinsom idol, en la que se dejó el alma y varios jirones de su cuerpo. Demostrando, sí, que lo que W.A.S.P. siempre habían sido era enormes músicos. Piratas artísticos con un notable talento que, no obstante, se habían visto obligados a potenciar su imagen para ser tenidos en cuenta. Destrozar el espejo de la monotonía y la mediocridad. La fosa abierta por el pop comercial y lo políticamente aceptable y correcto

W.A.S.P hicieron de la transgresión su hogar y de la tortura y el tormento, un saludo de bienvenida. Muchos de sus shows fueron prohibidos y, en algunos casos, hasta unas horas antes, no sabían si podrían interpretar sus clásicos.

La vorágine en la que se movieron en sus inicios fue tal que Blackie Lawless estuvo a punto de enloquecer. Algo difícil porque no se puede volver loca a la locura. Y Blackie es la viva imagen de la esquizofrenia. De la destrucción. De un mundo desolado. De hecho, parece un personaje extraído de un cuento de Edgar Allan Poe y no me extrañaría nada que Neil Gaiman se hubiera inspirado en él para componer cualquier de los telúricos personajes de su Sandman. A veces parece más un murciélago que un ser humano. Y no sé si algún otro músico ha sido capaz de convertir la música en una snuff movie barroca. Crear una atmósfera perversa y ampulosa, teatral y llena de violentos ecos que remite tanto al mundo medieval como al más rabioso presente. Y de alguna forma, también refleja perfectamente ese espíritu salvaje e incontenible, de western, que se encuentra enraizado en muchos de los pueblos y ciudades de la Norteamérica profunda.

La discografía de W.A.S.P, sí, tiene muchos más picos góticos y tenebrosos que épicos y luminosos y podría ser leída tanto como un catálogo de perversiones modernas como una conversación con los muertos. Porque sus creaciones son parecidas a los cuervos. Vuelan en torno al ser humano herido debido a las crisis de la religión y el exceso de tecnología actual. Son un cruel testamento escrito en sangre que resulta más fácil imaginar que sea leído en medio del purgatorio que en una discoteca o una habitación. Creo que porque nunca se pusieron límites. Eran bestiales, perversos, grotescos y potentes. Un escupitajo a las buenas maneras. Y precisamente por ello, exploraron tranquilamente paisajes que la mayoría de artistas se atemorizan con tan sólo vislumbrarlos y compusieron decenas de odas a la noche como si el mundo ya estuviese derruido y nunca jamás fuera a brotar vida en la tierra. Shalam

إِنَّ الرِّجَالَ لاَ تُكَالُ بِالْقُفْزَانِ، وَلاَ تُوزَنُ فِي الْمِيزَانِ

El escepticismo es el vino diario de la vejez

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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