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Karma

Ago 10, 2019 | 0 Comentarios

Karma es una odisea cósmica. Una flor caleidoscópica. Un rezo sagrado. Una incursión por el país de las maravillas que dialogaba sin complejos con las estrellas y dios. Una meditación llena de ruido y amor, salvaje misticismo y procaz alegría, que convirtió a Pharoah Sanders en un gurú de la espiritualidad. Un chamán del Bebop. Un alquimista que lograba extraer armonía de la furia contemporánea y transformaba el odio en corrosiva brisa musical, logrando hacer olvidar momentáneamente los conflictos raciales de su país de origen.

El músico de Arkansas había conquistado fama y reconocimento por sus colaboraciones con John Coltrane. Pero tras la muerte de la pantera del jazz, necesitaba dar un paso adelante y conquistar su territorio en la música contemporánea. Algo que logró sobradamente con su tercera grabación en solitario: Karma. Un disco que desde su mismo título daba buenas vibraciones, surgido poco después de la vorágine del verano de amor y Woodstock como hermosa e insólita coda pacífica y vanguardista a una década llena de experimentación y locura. Búsquedas interiores y sagradas. Lo que lo hace ideal para hacer el amor en una playa desierta, intentar realizar un viaje astral mientras suena o utilizarlo como banda sonora de películas como La montaña sagrada o un excéntrico documental sobre la relación del flower power con el hinduismo.

Pharoah tenía ciertamente muy difícil desprenderse de la sombra de Coltrane. Pero su talento y personalidad eran ciertamente avasalladores. Confiaba en sí mismo con lunática fe y planteó el principio del disco como un homenaje a su maestro y amigo. Por lo que el tema central de Karma, «The creator has a master plan» empezaba con unas pequeñas notas de saxo que, tras una apabullante eclosión de mágicos sonidos cristalinos, se fusionaban lentamente con un bajo tenso y sugerente cuyos compases remitían a la mítica introducción de «A love supreme». Pero a partir de ahí despegaba totalmente en busca de su propio cielo en el mundo de la música. Para lo que fueron desde luego esenciales la hipnótica flauta de James Spaulding y las vibrantes percursiones del vocalista Leon Thomas que, mezcladas con el feroz saxo y la contundente trompa, convirtieron los diez primeros minutos del disco en una alucinada primavera kármica que lo mismo podía servir como banda sonora de una versión ácida de la Bambi de Disney como para demostrar que el impresionismo pictórico había dejado su huella indirecta en la música, de la que no tengo dudas que debió empaparse Prince para componer su Around The world in a day. Aunque ciertamente lo mejor de todo es que «The creator» no sigue unas coordenadas claras y a los diez minutos comienza a romperse hasta quebrarse y transformarse en un cometa en colisión con decenas de cuerpos celestes. Una tormenta de vientos y ruido digna de aparecer en un filme de David Lynch. Un orgasmo sideral entre el que sobresale el saxo de Pharoah a punto de extinguirse o ser tragado por un remolino negro mientras pega bandazos y chillidos selváticos que transforman Karma en un exorcismo angustioso que se encuentra asimismo detrás de muchas de las idas de olla de John Zorn y, a pesar de la destrucción que invoca y los alaridos que provoca, proporciona paz escuchar. Y casi que me atrevería a decir que también felicidad. A lo que ayuda sin dudas «Colors»; su optimista y sensual coda final.

No sé en cualquier caso si Pharoah superó a Coltrane con este viaje pero tengo la certeza de que clavó un ancla en el espacio y hay una estrella en el firmamento que lleva su nombre que se encuentra situada entre la constelación Sun Ra y la galaxia psicodélica. Y que resulta un tanto injusto no mencionar su nombre entre los grandes del jazz. De hecho, se me ocurren pocas personas más próximas a la idea que tengo de un cronopio que él. Y no creo que su manera de tocar el saxofón pueda ser comparada con nadie. A no ser con Jimi Hendrix. Porque Pharoah convertía la música en un ritual, un disco en una cacería y el saxo en un machete. Y da la sensación además, a sus 80 años, de ser todavía un músico callejero. No haber perdido el toque barrial. Ser un homeless cuya conexión con su instrumento es capaz de abrir un incendiario hueco en el firmamento. Transformar una sala de conciertos en una caldera y un disco en una mística liturgia. Shalam

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El mal que hacemos es siempre más triste que el que recibimos

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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