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Triste

May 30, 2016 | 0 Comentarios

Si algo queda claro tras contemplar los siete films documentales que componen la serie dedicada al blues por Martin Scorsese –The Blues. A musical journey– es que este estilo musical es un grito en voz alta para curar el espanto y borrar la nostalgia. Un cántico no tanto al origen perdido -que también- sino a la tierra. Las montañas y campos de una América que, en principio, fue una inmensa cárcel para decenas de miles de expatriados y, gracias a los rasguidos de las guitarras, terminó por convertirse en un hogar para la mayoría de ellos. Sobre todo, para los emigrantes forzosos, como es el caso de los africanos sin los cuales el blues no existiría. Sería inconcebible, a pesar de que fueron los blancos -The Rolling Stones, Cream, The animals, Bob Dylan- los que lo popularizaron y tranformaron en música accesible sin por ello substraerle su peligrosidad o traicionar  su sello.

El blues fue un exorcismo a través del que, mientras bebían alcohol sentados sobre cajas repletas de granos de maíz y cremalleras rotas de pantalones vaqueros, los esclavos negros sin dinero ni una tierra histórica a la que aferrarse, comenzaron a familiarizarse con praderas donde veían, entre sueños, aparecerse el espíritu de sus antepasados, se contaban leyendas de pistoleros que nunca morían y narraciones sobre el diablo que incidían en que su presencia más que una leyenda, era una certeza. Puesto que no era tan distinto de un lobo sangriento.

Del blues, como de muchos otros estilos artísticos surgidos durante el siglo XX, se conservan un gran número de grabaciones e imágenes. Por lo que más que una indagación o búsqueda de lo inexplorado, los siete documentales son una celebración. Ciertamente, todos ellos son de obligada visión pero, aún así, no me atrevería a afirmar que han sido capaces de atrapar el espíritu del blues en su interior. Más que nada, porque es imposible.

De hecho, si algo se intuye mientras se contemplan las imágenes rodadas por Mike figgis, Win Wenders, Clint Eastwood o Charles Burnett es que el blues fue una sucia baraja de cartas en las manos de seres humanos que hablaban a base de rugidos y follaban como si estuvieran penetrando en cuevas perseguidos por la sombra de sus ancestros. Es decir; que el blues era (y es) un ritual. Una llamarada de dolor convertida en danza sexual y una guitarra encargada de transmitir conjuros de esperanza con los que calentar el alma. Que fue tanto una ristra de cigarrillos revueltos sobre una silla como un gallo recorriendo una habitación. Un ritmo musical creado por brujas y diablos que logró convertirse en la patria de los desheredados y lóbregos seres destruidos. Seres humanos animalizados cuyas raíces habían sido quemadas en la hogueras de odio y miedo prendidas por el capitalismo.

El blues, sí, es un tugurio derruido. Una tradición y estilo de vida nacidos de la desesperación, el desarraigo y la obcecación. Una prueba de que dios y el diablo son la misma persona y de que el alcohol es una bendición divina y el arte, la destrucción de cualquier límite. La aniquilación de la racionalidad. Porque, aún hoy en día, cuando muchos de los nombres que contribuyeron a forjar este estilo forman parte del imaginario colectivo occidental (y mundial) y se encuentran integrados al star system musical, su nacimiento provoca asombro. Se confunde con las leyendas y mitos sin aparente explicación. Y por ello es mucho más fácil decir qué es exactamente el blues moviendo el estómago, las piernas, contemplando un granero ardiendo, el rostro de un negro llorando con rabia mientras escupe al suelo o a Lita Ford elevándose por los aires sobre el cuerpo de Mickey Rourke en El corazón del ángel, que aplicando cualquier definición de manual. Porque, al fin y al cabo, la historia del blues, como la del ser humano, se escribe con renglones torcidos y ni tan siquiera el lenguaje visual puede revelar sus secretos ocultos. Shalam

 إِنَّ اللَّبِيبَ بِالإِشَارَةِ يَفْهَمُ

  Es muy difícil recoger el agua derramada

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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