El fenómeno (o efecto) lista no es por ello, bajo mi punto de vista, sino otro más de los tentáculos del sistema político-económico actual. Nos quieren, sí, rastreando nombres y fichas y moviendo posiciones. Unos fuera, otros dentro. Paul Auster el décimo y Jonathan Franzen, el noveno. Nos quieren competidores. No en la calle y respetuosos a toda oferta cultural. Como ya expresé en otro avería anterior, en absoluto quieren que dediquemos todo el tiempo que merecemos, merece y necesita una obra de arte para entenderla y disfrutarla. Probablemente porque amar con pasión, mimo y cuidado una obra de arte es sinónimo de hacerlo con una persona. Y eso sí que no. En la sociedad puede haber sexo, violencia y estupidez pero amor verdadero (¿sabemos acaso ya lo que es eso?) desde luego que no. Tanto es así que a menudo pienso que ese constante zapeo entre discos que solemos efectuar habitualmente, se produce o bien porque no amamos realmente la música (hipótesis que no comparto) o bien porque entre tanta lista y lista y novedad más novedad, aprovechándose de nuestro amor por ella, no nos dejan (permiten) hacerle el amor como corresponde. Nos imposibilitan apreciarla con el cuidado que es debido. Pues ocurre en muchas ocasiones que cuando estamos comenzando a comprender la grandeza de una obra de arte, somos arrastrados hacia otra sin solución de continuidad. Con lo cual igualamos obras de arte con pareja, automóvil, vestimenta, etc. Una manera, por tanto, de refrendar los puntos de vista del sistema en vez de hacerlos saltar por los aires. Razón por la que, por ejemplo, hace varios años dejé de asistir a festivales musicales y en lo posible, no volveré a ninguno de ellos mientras no se permita a los músicos explayarse tanto como deseen. Sin importar que sea una, dos o tres horas. Ya que al fin y al cabo, ¿el rock no era libertad y exceso y salvajismo y frenesí dionisíaco incontrolable? ¿Qué es eso de que los músicos deban administrar sus esfuerzos según unos horarios rígidos como si fueran oficinistas? ¿No nos damos cuenta hasta qué punto hemos acabado con la espontaneidad, la esencia misma del rock, aunque pretendamos o queramos resucitarla, revivirla por el mero hecho de asistir a festivales que son en esencia, clubs al aire libre de consumo; los campos de concentración «blandos» de la era neoliberal?
Autor: Alejandro Hermosilla
Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.
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