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Sensatez

May 2, 2018 | 0 Comentarios

Supongo que alguien se preguntará qué hace Santiago Segurola en avería. Un periodista que si destaca por algo es por su sensatez y su cordura y por tanto, apenas da juego para este blog donde lo menos que se exige es que los homenajeados sueñen con muñecas rabiosas o viciosos cisnes. Pues precisamente eso. Que en un ámbito, el periodismo deportivo, que se ha convertido desde mediados de los 90 en una casa de locos donde no importa tanto analizar los partidos sino manipular las emociones de los hinchas, Segurola es un excéntrico. Un dinosaurio rebelde que blande la bandera de la objetividad y el análisis centrado en medio de ese corrillo de marujas en que se han convertido las tertulias deportivas. Una persona a la que siempre merece escuchar porque tiene un criterio propio y un estilo elegante y mesurado. Impone pausa y cierto ánimo conciliador en un mundo en el que no hay memoria, se rige únicamente por los éxitos, las camisetas de los futbolistas se confunden con los hashtags de twitter, vídeos promocionales y escandalosos y los representantes se han convertido momentáneamente en las nuevas estrellas. Y lo hace con cierta humildad y cautela.

De hecho, las escasas veces que le he visto perder los nervios o levantar la voz, ha solido tener razón. Y obviamente, no se lo he tenido en cuenta. Más que nada porque hay que ser casi un santo para mantenerse en calma teniendo que escuchar las provocaciones y sandeces lanzadas al aire por toda clase de oportunistas. Ese tipo de locutores que comentan siempre a favor del resultado y son incapaces de descifrar otras claves del juego. Esos imponderables que al menos él sí observa y analiza.

Si Julio Maldonado es el mago encantador, el sabio «empollón» del periodismo futbolístico actual y Axel Torres el eterno aspirante al trono, Segurola sería más bien, el delegado. O el cerebro en la sombra. Un rocoso líbero con una buena visión de juego que cuida con mimo su área y reparte el balón con cierta generosidad. Un periodista de la vieja escuela. De esos que disfrutaban tanto con un partido de aficionados como uno profesional y entendían una crónica como un deber ético. De los que comprendían que su función tenía algo mágico: hacer partícipe de hazañas y acontecimientos épicos a personas que no podían contemplarlas. Y además, aportar ciertos matices y reflexiones que hicieran comprender por qué había ganado un equipo u otro, los puntos fuertes de tal o cual jugador e ir contando en voz baja las leyendas que iban creciendo alrededor de un juego que comenzaba a tener carácter de ritual. Alguien, en gran medida consciente, de que su profesión existe gracias a los deportistas y no al revés. Algo que, a pesar de ser una obviedad, conviene recordar ya que creo que, en gran parte, se ha olvidado en medio de la vorágine actual de ostentosos titulares, voces alocadas e histéricos reportajes sobre fútbol parecidos a anuncios de colonia y videojuegos extraídos del centro de la Matrix.

De niño, se educó leyendo las grandes revistas deportivas extranjeras. Acudiendo cada domingo a San Mamés. Absorbiendo crónicas de periódicos que alternaba con partidos profesionales y aficionados con absoluta naturalidad en una época en la que la televisión apenas transmitía un partido a la semana. Algo que lo diferencia bastante de los periodistas actuales. Básicamente, porque Segurola se educó viendo fútbol en vivo  y en directo. Observando cómo los jugadores sudaban y se ataban los botines. La manera en que se colocaban en el campo y ocupaban una zona u otra del terreno. Sintiendo en la nuca el aliento de los héroes del deporte. Y eso le hizo humanizarlos. Entender la magnitud de su leyenda. Y conseguir situarlos en el sitio adecuado. De hecho, ha puesto más de una vez en su verdadero lugar a determinados jugadores que por moda o determinados estados de ánimo colectivos estaban sobrevalorados. Y ha sabido descifrar e identificar a futuras estrellas y jugadores correosos que por determinadas circunstancias, se encontraban opacados.

Obviamente, Segurola se ha equivocado en más de una ocasión. Es humano. Y si existe un campo de la vida donde es fácil errar, es el deporte. Y más en concreto, el fútbol. Una fascinante actividad en la que una sola jugada, un sólo tiro, un pequeño arreón puede echar por tierra presupuestos millonarios y teorías emitidas y creídas como mantras durante años. Pero en lo que prácticamente nunca lo he visto errar ha sido en su faceta de cronista. Durante su etapa en El País, consiguió, por ejemplo, que me comprara el periódico tan sólo para leer la sección de deportes. Logró algo muy difícil en España y que hasta entonces, parecía sólo patrimonio de Argentina y los países anglosajones: conceder dignidad y respeto a cualquier actividad deportiva. Convertir lo que probablemente no es más que ocio y espectáculo, artillería guerrera del Estado de Bienestar, en cultura.

Muchas de las crónicas del equipo de periodistas que él dirigía me recordaban a los cuentos de Conan Doyle. Entretenían e ilustraban. Estaban llenas de metáforas y reflexiones enjundiosas. De frases de agudo escritor. Me hacían comprender los lances del juego, su dimensión épica y reflejaban perfectamente sus tragedias y azares. Estaban excelentemente trazadas, con escuadra y cartabón, aunando pasión y reflexión sin caer en la sofisticación excesiva.

Había poesía en esos textos. Carácter. Una visión que, como ocurre en la vida de Segurola, enlazaba el atletismo, la natación y el baloncesto con las epopeyas pop de The Kinks o las películas de Scorsese. Y obviamente, me hice adicto a ellas. O al menos, intentaba reservarme un espacio a la semana para leerlas y sacarles -valga la redundancia- todo su partido. Pues llegados a un límite, esos textos me gustaban más que el fútbol en sí mismo. Disfrutaba más leyendo hablar sobre las cabriolas de Mendieta y las entrañas del Bilbao que viendo cualquier partido en la televisión.

Quiero aclarar que no considero a Segurola un estilista del lenguaje. Ni tan siquiera un gran escritor. Pero sí un muy buen periodista y analista. Su estilo es directo, claro y contundente y a la vez, meditado y razonado. Es un pistolero, sí, pero suele disparar con cierta contención. Respetando unas reglas y a los oponentes. A veces, por las urgencias, hay frases en sus crónicas y artículos que no terminan de estar bien construidas o se alargan demasiado, pero tiene una virtud. Siempre se comprende lo que desea decir. Es sencillo. Frontal. Y, desde luego, merece la pena escucharlo porque vislumbra emociones y sucesos del juego que para muchos pasan desapercibidos. No llega al nivel de los grandes genios del deporte como Cruyff y Guardiola pero sí que tiene una visión muy clara y aguda que le permite distinguir el grano de la paja. Identificar lo monótono y mediocre y la llama que prende el corazón de los grandes caníbales del deporte.

Además, creo que es honesto y valiente. No tiene miedo a ser criticado. Parte de la base que lo será. Y cuando algún personaje le ha enojado con o sin razón, no le ha importado lo gigantesco que pudiera ser o las consecuencias que pudiera tener, que ha expuesto públicamente sus errores. Algo que lo honra tanto como la inteligencia para saber descifrar las razones que han transformado en míticos a distintos clubs o describir las cualidades de uno u otro jugador sin fijarse en la camiseta ni el escudo. Probablemente, porque es de esas personas que aún se emocionan cuando visitan un estadio de fútbol, entran por el torniquete y a los pocos minutos, observan cómo el árbitro da comienzo a un juego que, en cierto sentido, resume la vida. Es una de sus metáforas más eficaces y crueles porque condensa en noventa minutos lo explicable y lo inexplicable. Lo que somos, lo que nos gustaría ser y lo que nunca seremos. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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