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Colores perversos

Ene 29, 2015 | 0 Comentarios

Resulta realmente curioso que haya sido en Europa del Este, allí donde la preocupación por el arte decadente se hizo asunto de estado y todo lo que oliera a surrealismo u onirismo era o bien vilipendiado o directamente prohibido y censurado, donde se criaran, forjaran y surgieran artistas tan dispares y excéntricos como Andrzej Zulawski, Witold Gombrovicz, Tadeusz Kantor, Jan Svankmajer o Jerzy Andrzejewski. O no tanto. Porque como Freud nos enseñó, lo reprimido siempre acaba por resurgir. Volver. Atravesar el muro de silencio donde se lo desea enterrar. Morder allí donde quien intenta aniquilarlo más se protege. Y es lógico que en una civilización obsesionada con los monumentos políticos y militares, el arte pedagógico y los grises bloques de edificios monolíticos, emergieran antes o después fronterizos artistas como los citados o un fotógrafo de un cariz tan transgresor como Jan Saudek.

Saudek fue un oriundo de Praga que desde su temprana infancia conoció la experiencia del mal más extremo -estuvo confinado en el campo de concentración de Theresiendstadt y a punto estuvo de ser ejecutado por Josef Mengele- y sólo pudo reencontrarse consigo mismo cuando, tras descubrir las excelencias de la fotografía durante los años 60, convirtió el sucio y decrépito sótano de su hogar en un excéntrico taller. Un colorido teatro de las maravillas surreal donde todo era posible y pudo jugar como no había podido hacerlo en su infancia. Plasmando en imágenes todo aquello que se le ocurría como si fuera un sátiro o un jocoso duende. Un voyeur al que le bastara con echar un vistazo en su mente para comprender las fantasías de sus vecinos. Un terrorista artístico capaz de construir un lenguaje simbólico que retrataba tanto la opresión y la falta de libertad como la decadencia de su tiempo con mucha mayor profundidad que el arte didáctico y político.

Las fotografías de Jean Saudek son el acompañamiento perfecto para escuchar Swordfishtrombones. La obra maestra de Tom Waits. Porque en esencia son un extravío, sí, pero un extravío feliz. Un catálogo de fetichismos vistos a través de los ojos de un niño castrado que canta con la soltura y gracilidad de un eunuco y la potencia y sobriedad de un barítono. Alguien que trata las imágenes sexuales con mucha inocencia de tal forma que por más grotescas y perversas que puedan ser, nunca nos agreden y amenazan. Más bien, nos mecen en la cuna del horror como por ejemplo lo hacen los films de Tod Browning, de quien Saudek parece un sobrino o familiar. Porque es capaz de urdir historias tuertas y desviadas con obsesivo, loco afán. Y se oculta de la moral con la misma ansiedad que el cineasta norteamericano.

El arte de Saudek es también una prueba de que lo erótico no es la penetración y probablemente tampoco la desnudez sino la transgresión. Un acto a medio camino del delito y la desobediencia. De la fantasía, el fetichismo y la perversión. Substancias de las que parecía estar hecha la vida para el fotógrafo checo. Un ludópata capaz de plasmar sueños que lo liberaban de sí mismo y la sociedad: un mundo donde el sol y la luna lucían gozosos en el firmamento todos los días, los leones tocaban el saxofón orgullosos y una niña llamada Alicia vestida únicamente con una falda de seda trasparente nos esperaba en una coloreada esquina para recorrer el camino de las baldosas amarillas, azules y rojas. Dejándonos en las puertas de un palacio donde viejos alquimistas pertenecientes a la corte de Rodolfo II en Praga mecían en sus brazos cuerpos desnutridos de muchachos desorientados que se consumían en la locura y la fiebre.

Los personajes de Saudek se encuentran a mitad de camino de la pantomina y lo grotesco. Saben que sólo podrán alcanzar lo que desean en los territorios de la quimera. Y por eso sanan cuando enferman y enferman cuando siguen las normas del mundo real. Son como aquellos muñecos rotos que aún conservamos en un baúl o un cofre cerrado con los que jugábamos de niños que, por más destrozados que estén, nos negamos a arrojar a la basura pues hacerlo, significaría acabar con una parte esencial de nuestro yo. Construyen, fundan un espacio ajeno al contrato social que evapora la moral y se ríen de las reglas del mundo laboral dado que la imposición de sus leyes y normas provoca enfermedad, desafección, descomposición, putrefacción. Nos aleja de los firmamentos estelares con los que se crea el polvo de la vida. De los sueños y pesadillas del cosmos. Esos firmamentos forjados con tierra y agua entre los que rezuman libres los viejos restos del humanismo, pedazos de la piel de sirenas, mármoles de palacios atlantes o gigantescos ojos de ídolos.

En su arte, Saudek consiguió algo realmente difícil:  normalizar las perversiones sin por ello eliminar su carácter alucinado. La perturbación que producen. Hacernos visualizar las perversiones no tanto como agentes extraños ante los que tuviéramos que estar alerta y prevenidos sino como elementos admirables. Porque al fin y al cabo, son lo no reprimido. Lo liberado. Lo no racionalizado. Aquello que emerge libre y sin esposas de nuestra mente.  Nos mostró, en definitiva, que lo anormal y enfermo consiste precisamente en querer frenar el libre discurrir de las fantasías. Ponerle un freno al caos desordenado de cuerpos y besos y caricias desnudas a través de las que dios goza todas las noches al penetrar o ser penetrado por el diablo. Y realizando ese inconfesable deseo a través nuestro, alcanza a conocer el éxtasis. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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