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Los mares del sur

Abr 27, 2019 | 0 Comentarios

Los lienzos de Charris nos enseñan que aunque el mundo sea una inmensa pista de aterrizaje llena de turistas, este asfixiante hecho no implica que viajar se haya convertido necesariamente en una actividad aburrida. Es obvio que ningún pasajero va a encontrarse tribus desconocidas emergiendo de cráteres de volcanes donde se hallan estatuas de fastuosos ídolos ni tampoco va a tener que sufrir la presencia de indómitas bestias merodeando sus hoteles y arañando sus ventanas ni tampoco se va a ver abocado a caminar sobre gigantescos arenales movedizos o a sufrir la picadura de insectos contra la que no existen remedios. Pero aún pueden ocurrir muchas sorpresas durante las incursiones en territorio extranjero. Basta con no leer más que las páginas justas de las guías para estar abocado a lo imprevisto. Esas corrientes del tiempo que convierten cualquier día en un escondite de la sinrazón. Además, es realmente difícil -por más que los libros contengan meticulosas descripciones- alcanzar a saber cómo es realmente el carácter de los habitantes del territorio en el que hemos decidido adentrarnos o las sensaciones que la naturaleza provoca en ese lugar en concreto.

Según cuenta el pintor cartagenero en Los mares del Tiki, lo primero que sorprende al llegar a cualquiera de las islas de la Polinesia es el leve olor a aceite quemado del océano Pacífico. Un fino hedor que pasa desapercibido para algunos visitantes aunque a otros les condiciona totalmente la estancia. Pues poco a poco va incrustándose en la ropa y su piel alterando el sabor de los platos tradicionales y bebidas de tal modo que se sabe de viajeros que un mes después de su vuelta a su hogar aún lo traen pegado. Y es también muy apreciable la densidad del aire. Un aire pesado que forma pequeñas nubes de vapor alrededor del suelo provocando una sudoración que si no se está correctamente hidratado puede provocar profundos dolores de cabeza y desvanecimientos.

El archipiélago polinesio es un lugar paradisíaco. Sus islas se encuentran llenas de elevaciones montañosas y de innumerables cocoteros, plataneras, arroyos, concavidades rocosas y salpicaduras de líquenes y helechos. La arena de sus playas es cristalina y absorbe como una esponja los reflejos del sol y los corales incrustados en el mar. Y el cielo suele encontrarse despejado irradiando una irreal serenidad. No obstante, prestando cierta atención, no es difícil darse cuenta de que este aspecto es totalmente ilusorio.

Las ruinas, por ejemplo, se encuentran camufladas por la vegetación y en ellas, hay un silencio insano. Ningún pájaro canta entre los árboles, los animales guardan una mudez inexplicable y un aire de mustia vetustez flota por los aires, fortaleciendo su carácter sagrado e ignoto. Aunque conforme la luna crece, suele escucharse aullar a manadas de animales en las colinas, las iguanas y reptiles nadan hacia los arrecifes y bandadas de pájaros se dirigen a los océanos o se ocultan en los arcanos monumentos situados entre los frondosos bosques y caminos desde los que se vislumbran mudos y altivos, templos ceremoniales o los huecos rocosos dejados sobre pequeñas colinas siglos atrás por la lava de los volcanes.

Además, en las aguas que rodean las costas se hallan sumergidas decenas de embarcaciones antiguas que podrían esconder cofres, sarcófagos inundados de monedas de oro y los huesos de viejos marineros. Y desde luego, los habitantes originarios no son tan virginales como parecen en primera instancia. Cuando se observan sus cuerpos desnudos adorados con esplendorosas guirnaldas de flores o con esa sonrisa inexplicable en el rostro que ha intrigado a los viajeros que han osado describirlos.

La mayoría de turistas poseen sin dudas una impresión equivocada de los polinesios. Es maravilloso, desde luego, contemplarlos danzar. Si los bailes árabes son una expresión de recato y misterio, casi un rezo divino entonado en voz baja tras el velo que cubre suavemente el rostro de las bailarinas, los de los polinesios que reciben a los turistas son más bien, hermosos cánticos de las divinidades. Un aparejo de pies y manos sobre el suelo parecido parecido al trinar de los pájaros.

Sus danzas son cordiales y generosas. Desnudas expresiones de la simpatía de las fuerzas creadoras. Primaverales cánticos de dicha y agradecimiento que alumbran mañanas y amaneceres y hacen vibrar alegremente los corazones.

Los pies de los danzantes se mueven con agilidad. Apenas colocan su planta en el suelo ya está de nuevo en los aires, con la intención de fundirse con el Universo y recrear el nacimiento de los astros y el rotar de los planetas. Por lo que a las pocas horas de encontrarse entre ellos, es habitual que los extranjeros se deshagan en elogios sobre su amabilidad y generosidad. Craso error porque, en realidad, los polinesios suelen ser indescifrables. Los primeros aventureros españoles que tomaron contacto con ellos no fueron capaces de adoctrinarlos ni por supuesto, de comprenderlos. Álvaro de Mendaña dejó escrito en sus diarios que parecían no haber caído del paraíso. Porque desconocían el pasado y el futuro. Vivían en un presente eterno. No guardaban comida, estaban más horas dormidos que despiertos y tanto si les gritaban y golpeaban como si les abrazaban y besaban, siempre sonreían.

Ocurrió, por ejemplo, durante la expedición de Francisco Arriaga que el capitán español don Álvaro Ramírez, pensando que se estaban burlando de él, torturó a latigazos a dos adolescentes. Pero, tras haber despellejado partes de su pecho y piernas, ambos muchachos continuaban con la sonrisa fija en su rostro. Es más, de tanto en tanto, reían en voz baja o cuchicheaban divertidos. Y, finalmente, aturdido ante lo que creía una treta del diablo, Francisco decidió descansar. Descuido que aprovecharon los familiares de los jóvenes capturados para acercarse a él y arrojar a sus pies la pesca de todo el día, secar su sudor y masajear su espalda. Provocando que aquel temible marinero que había surcado mares ignotos en noches de insomnio y enfrentado a enemigos sangrientos, desistiera de su venganza y, tumbado sobre la arena, -incrédulo y agradecido- decidiera disfrutar de los alimentos que tan generosamente le ofrecían Un error que demostró ser fatal porque días después, los dedos de sus pies fueron encontrados encallados en los arrecifes y sus ojos aparecieron en un capazo, mezclados con ostras y camarones y restos de piel de cangrejo.

Ciertamente, basta permanecer en la cualquiera de los archipiélagos del Pacífico (Polinesia, Micronesia o Melanesia) no más de una semana para comenzar a enloquecer. Pues en cada una de las decenas de islotes que hay se hablan idiomas distintos y las costumbres, tabúes y prohibiciones cambian. Consecuentemente, una acción absolutamente normal en una playa puede ser multada en otra o incluso conllevar peligro de cárcel. Algo que acostumbra a provocar un inmenso desconcierto e ira en los visitantes. Por si fuera poco, las modificaciones que en cada uno de los lugares se realizan del inglés, el francés o el español son muy considerables. Haciendo que entenderse sobre las cuestiones más comunes y banales sea algo realmente dificultoso. Y que para realizar un pequeño viaje o comprar un pequeño frasco de champú haya que realizar un enorme gasto de energía y tiempo.

Rápidamente, por tanto, los viajeros quedan desencantados de esa primera impresión. Y lo más lógico es que comiencen a sentirse impacientados por partir de allí. Que pronuncien maldiciones en voz alta, se los vea malhumorados, a pesar de encontrarse recostados en una hamaca bajo una palmera y que pierdan los nervios cada vez que tengan a un habitante originario delante. Porque no importa la circunstancia, ellos siempre sonríen. Hay quien ha tenido que atender una urgencia respiratoria frente a un mar de sonrisas o los que, tras haber sido robados, han sido recibidos por innumerables carcajadas. Y cuando el turista se ha recobrado del susto y -en caso de que haya sido capaz de hacerse comprender con su inglés- les ha preguntado el motivo de su brusco comportamiento en medio de una situación tan difícil, estos le han mirado concierto aire infantil como si no lo comprendieran, emitiendo de nuevo la insolente sonrisa.

Un comportamiento que aterrorizó siglos atrás a los conquistadores españoles e ingleses. De hecho, su primera impresión fue pensar que, dado que no existían cementerios (puesto que, como se descubrió posteriormente, entierran los cuerpos de los fallecidos al lado de las casas) los polinesios ya estaban muertos. Eran, en realidad, putrefactos cadáveres que utilizaban su sonrisa para reírse de los vivos ya que no estaban obligados a respetarlos. Reflexión que tal vez explique por qué tras la toma de posesión de Alvaro Mendaña, el archipiélago quedó en el olvido durante más de un siglo y la colonización de las islas se hizo con extrema lentitud, como si existiera cierto miedo y aprensión a establecerse allí.

Además, las escasas precipitaciones climáticas y el aire denso y húmedo que rodea la zona contribuyen a crear cierta ensoñación en los viajeros. Pareciera que el tiempo apenas transcurre o directamente, que no existe. Y no es extraño encontrar extranjeros que pensaban que habían desembarcado el día anterior y sin embargo, llevaban más de diez días perdidos en los confines de esas tierras de ambiguo encanto.

Siendo en esas condiciones comprensible que existan viajeros que, al poco de llegar a la islas, hayan optado por marcharse —o más bien huir— con el espanto grabado en su rostro hacia otros rumbos sin cumplir el plan de viaje previsto y otros que, sin que consigan explicar cabalmente su decisión, hayan decidido quedarse hasta el fin de sus días allí.

La inocencia festiva de los polinesios es más novelesca que real. Más un reclamo turístico o un lema publicitario que una virtud palpable. Pero aún así, una gran cantidad de personas deciden aventurarse en sus tierras e incluso algunos de ellos sucumben a la legendaria maldición con aroma a profecía emitida por Robert Louis Stevenson.

En su Viaje a los mares del Sur, el escritor escocés confesaba: “Pocos son los hombres que abandonan estas islas después de haberlas conocido. Lo habitual es que dejen que su pelo se vuelva cano allí donde se establecieron y que la sombra de las palmeras y los vientos alisios los aireen hasta el día de su muerte. Tal vez acaricien hasta el fin el sueño de visitar su país natal pero este es un proyecto raramente realizado, menos raramente apreciado y aún más raramente renovado. Porque ningún lugar en el mundo ejerce una atracción más poderosa sobre quien lo visita que estas islas”.

Desde luego, en lo que se refiere a su propia vida, el escritor de La isla del tesoro no se equivocó. Cinco años después de haberse instalado en Samoa, murió de una hemorragia cerebral con tan sólo 44 años. Pronunciando palabras inconexas en medio de turbias pesadillas entre las que aparecían imágenes de campesinos cercenando con sus azadas cabezas de toros y vacas y derramando orina en los cadáveres de antiguos enemigos muertos. Creando un misterioso precedente: todo aquel que escribía sobre aquellas islas en cuyos acantilados habían quedado destrozados cientos de barcos y muchos viajeros habían muerto de hambre o asesinados, se veía abocado a sufrir circunstancias adversas.

Un destino que parecía hallarse escrito con renglones torcidos en un libro negro desde que el primer conquistador que las avistó, fuera asesinado durante un motín. Jack London, asimismo, urdió varias historias sobre piratería y brujería situadas en el Pacífico en las que mezclaba el relato costumbrista con el de terror. Y se suicidó a los 40 años. Aumentando la cantidad de morfina que tomaba para combatir su uremia. En una de ellas, describía con violencia los ojos atónitos de varios jóvenes marineros al encontrar una figura de madera con su cuerpo y rostro en un altar al poco de poner pie en las islas. Como si sus habitantes supieran desde mucho tiempo antes de su llegada o hubieran estado invocando su presencia.


Por otra parte, Herman Melville murió completamente ignorado por sus contemporáneos tras haber sufrido innumerables penalidades como el suicidio de su hijo mayor. Perseguido por las visiones de una ballena de cuyo vientre emergían las voraces bocas abiertas de caníbales. Destino parecido al de William Hope Hodgson, quien en su juventud sufrió varios intentos de violación y palizas en el barco en el que se había enrolado como marinero. Y a los 40 años falleció en el frente debido a un disparo de obús, como si uno de los espíritus malignos que aparecen en sus obras hubiera decidido ajusticiarlo de forma cruel.

Consecuentemente, algunos de los más reputados viajeros occidentales del siglo XX se cuidaron mucho de poner un pie en ellas o mencionarlas en cualquiera de sus libros. Ni Robert Byron ni Colin Thubron ni Norman Lewis manifestaron en ningún momento su pretensión de viajar allí. Algo extraño para hombres que atravesaron fronteras de poblaciones muy recónditas. No se arredraban ante las dificultades y amaban traspasar límites geográficos.

No obstante, en las últimas décadas, se han ido lentamente deshaciendo las supersticiones. El auge del turismo provocó que varios empresarios norteamericanos instalaran en las islas pequeños hoteles y contribuyeran a desarrollar el ocio en la zona. Animando a nuevos grupos de viajeros a visitar unos territorios cuya maldición comenzó lentamente a quedar en el olvido desde que Hugo Pratt hiciera aparecer entre sus amenazantes y caóticas aguas llenas de piratas y náufragos perdidos a Corto Maltés en La balada del mar salado. Y, sobre todo, desde que Paul Theroux publicara un libro describiendo su viaje por Melanesia y Polinesia.

Un proceso de redescubrimiento de la zona en el que terminaría de ahondar Oliver Sacks en su La isla de los ciegos al color. Un profuso ensayo donde el neurólogo británico se dedicaba a investigar una característica peculiar de los habitante de Pohnpei (Micronesia): el hecho de que la mayoría sean completamente ciegos al color. Todo lo vean en blanco y negro. Una característica que ha influido decisivamente en su cultura y mitos. Pues, a pesar de lo colorido del paisaje, ha sido natural para ellos desde siempre que, al realizar grabados o estatuas de sus dioses, los representaran con tonos apagados. Y que, por tanto, las estatuillas enterradas en las arenas o que aparecen en los recodos más inesperados de los bosques sean pardas u oscuras.

Obviamente, existen muchas teorías sobre este fenómeno. Ciertos antropólogos piensan que se debe a que un tifón terminó con la mayoría de la población originaria de las islas. Y que fueron tan escasos los supervivientes que para asegurarse su supervivencia, se vieron obligados a practicar con asiduidad el incesto: los hermanos se acostaban con hermanas, los hijos con madres y los padres con hijas. Actividad que provocó que, tras varias generaciones, los melanesios y micronesios sufrieran esta falla en su visión que los ha hecho adorar ídolos ensombrecidos. Figuras de tez gigante y aspecto feroz que representan las incontrolables fuerzas de la naturaleza, semejantes a esos ídolos ciegos, arcanos volubles y jocosamente crueles, que aparecen en algunos de los relatos de H. P. Lovecraft provocando fascinación y horror a partes iguales.

Tengo la impresión no obstante, de que a Charris no le preocupa en exceso ni la historia ni el mundo mitológico que subyace en las islas. Tampoco es por supuesto indiferente a él. Lo ausculta y vislumbra en los lugares y recodos más inesperados pero no tiene la intención ni la necesidad de ponerlo de manifiesto constantemente. Más que nada porque, al contrario que los escritores románticos, es consciente de que es imposible de destruir y no posee una mentalidad apocalíptica. Por lo que se complace y contenta con sentir su presencia espiritual, su lazo invisible, en el ambiente. Bajo las aguas, tras los árboles y al lado de un neumático roto. Motivo por el que el turismo no es tanto un vestigio decadente y opresivo en su obra como un pasadizo secreto. Un divertido túnel temporal donde la soledad, los mundos perdidos y el ominoso porvenir conviven con inusual armonía. Como si la reunión entre el exotismo polinesio y la bruma técnica occidental hubiera sido prevista desde hace siglos y consecuentemente narrada en decenas de arcaicos blues tropicales.

En Los mares del Tiki, Charris no habla tanto de los simulacros culturales como de la pervivencia y fusión del mundo cósmico y natural. Por lo que en sus lienzos, los occidentales no son ni demonios ni salvadores sino que se integran perfectamente (aunque sea de forma osada o ridícula) con la cultura mitológica polinesia. Son casi nuevos dioses. Criaturas que no tienen la necesidad de desplazar a las antiguas para imponerse. Y por tanto, conviven como pasajeros del tiempo con los símbolos inmortales de aquella cultura.

En realidad, sus preocupaciones y desvelos forman parte ya de de ese mundo. Y por ello no pueden (ni deben) ser considerados colonizadores ni colonizados sino parte de un plan divino que se escapa tanto a ellos como a los habitantes originarios de la isla. De hecho, en cierto sentido, son alienígenas. Lo que convierte por tanto su presencia en tan enigmática y extemporánea como la de los espíritus y monstruos que rondan la isla desde hace siglos. Transformando cualquier visita o viaje a la Polinesia en una ensoñación irreal. Una danza cordial y generosa totalmente incomprensible puesto que no se sabe si lo que se celebra es la vida o la muerte. La creación o la destrucción. O la llegada a un planeta extraño parecido al paraíso bajo cuya superficie anidan terrores sin fin. 

Si bien es posiblemente cierto que la causa de que la mayoría de costumbres de los polinesios que subsisten y conocen los occidentales, sea debida a que han perdido su profunda y original significación. Más teniendo en cuenta que los europeos hemos transformado los mitos en «fake» y nuestra opinión en verdad. También lo es que la naturaleza aún continúa imponiéndose en sus costas a pesar del totalitarismo del ocio y la tecnología. Los padres del turismo moderno. Y lo hace precisamente porque los polinesios no han perdido aparentemente su sentido del humor. Continúan recibiendo a sus visitantes con una sonrisa enigmática que intenta recuperar Charris en lienzos que son realmente simpáticos porque aparentemente, como los habitantes de aquellas islas, no enjuician a nadie. Ni formulan preguntas ni responden enigmas. Son visiones sencillas y divertidas (con cierto toque de jocosa y enigmática sofisticación) sobre un pasado mítico (que pudo ser) y un futuro atípicamente idealizado (que está por ver si será) en las que aún pervive cierto espíritu aventurero y de las que se encuentra exenta la tragedia. La sombra del capitán español don Álvaro Ramírez y la incurable enfermedad de Robert Louis Stevenson. Porque al fin y al cabo, son postales de un mundo más utópico que real: el de los mares del Sur. Ese casino moderno lleno de fantasmagóricos rituales al aire libre. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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