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Arrebato

Ago 12, 2015 | 0 Comentarios

Arrebato es un film tan absorbente y asfixiante que resulta inevitable preguntarse si en el caso de decidir verlo un día tras otro, terminaríamos por sufrir el destino de los protagonistas. Si seríamos abducidos por la propia película, completando el círculo perfecto. Y la respuesta es sí. De hecho, estoy prácticamente seguro de que finalmente, en esta u otras vidas, acabaríamos desapareciendo de este lado de la realidad y quebrando el espejo definitivamente. Esnifando imágenes, metiéndonos por la vena fotogramas y creyendo fantasías irrealizables, tal y como le ocurrió a Iván Zulueta. Un cineasta que enmascaró en esta perversa obra de arte su propia personalidad al tiempo que reflejaba las múltiples adicciones modernas y realizaba una descripción de una sociedad fetichista y sin esperanza, atrapada por los objetos, imágenes y recuerdos. Abúlica con las vivencias reales y deseosa, casi ansiosa, de experiencias virtuales y desdoblamientos especulares y fantasmagóricos. Desesperada por la llegada del videojuego o la droga eterna -Internet- y obsesionada casi psicopáticamente con el cine.

En realidad, Arrebato es una película que ha sido tan reverenciada que casi que ha imposibilitado cualquier interpretación o que exista una canónica. Pero incluso vislumbrándola como un delirio genial o un cuento mágico e indescifrable resulta difícil no considerarla un lúcido presagio de lo que le ocurriría a la cultura pop y a la mayoría de los artistas españoles jóvenes, una o dos décadas más tarde de su estreno en el Cine Azul de Madrid en 1980. Porque, en gran medida, casi todos ellos serían fagocitados tanto por las imágenes que ofrecían de sí mismos en los medios, -esas fotografías y postales juveniles, adolescentes y presuntamente atemporales proyectadas como bucles en cientos de pantallas- como por las drogas. De hecho, la mayoría, (véase el fin de Bernardo Bonezzi, Enrique Urquijo, Antonio Vega y tantos otros), tras años de intenso protagonismo mediático, o bien desaparecerían al igual que los personajes de Zulueta, como si se los hubiera tragado la tierra o un agujero negro y nunca hubieran existido, o bien serían abducidos tanto por la fama como por las adicciones. Esos pájaros negros que terminarían por arrinconarles en rincones mentales probablemente no tan diferentes de los que aparecen en las magnéticas secuencias rodadas por Iván Zulueta. Un verdadero Quijote cinematográfico. Una mezcla entre un villano de Dumas, un galán italiano y un peluquero de moda.

No obstante, me parece que el fatal destino sufrido por muchas de aquellas refulgentes estrellas fugaces que triunfaron en los 80 es extensible también a la sociedad española (y occidental) en su conjunto. Cientos de miles de personas con más o menos creatividad que han acabo sepultados en sus hogares. Aislados. Alejados de la calle. Rodeados de pantallas por las que son vampirizados dentro de habitaciones que son un reflejo de la caverna platónica, en las que viven pendientes del polvo blanco, la amistad virtual o el nuevo selfie. Los Megusta. Combatiendo a imaginarios fantasmas, personas cuyas palabras aparecen desprevenidamente en la pantalla de la computadora, como lo hacían invisibles voces en la mente de los mórbidos protagonistas de una película que mira de refilón tanto a Antonin Artaud como a David Cronenberg. Pues es una rara avis. Una flor de Baudelaire pasada por el filtro de una máquina fotográfica que intuyó visceralmente en dónde acabarían los sueños de renovación y cambio de la sociedad española después de la muerte del dictador Francisco Franco: en el puro nihilismo. Y se atrevió a diagnosticar lo que ocurriría en nuestro país diez, veinte, treinta años después, ahorrándonos los fastidiosos discursos sobre la Transición y el Cambio. Retratando directamente el meollo de la cuestión: la absoluta destrucción de la vida social. El fin del pueblo y el sujeto ante el maremoto adictivo consumista.

Arrebato es una película que recuerda a obras de arte que fueron creadas posteriormente. A mí, por ejemplo, me hace rememorar algunos discos de Echo and The Bunnymen, Parálisis permanente o Smashing Pumpkins y ciertas escenas de films de Darren Aranofsky, David Lynch o Vincenzo Natali. Su estética, sin ir más lejos, me sumerge directamente en la de los 90 o principios de este siglo. Probablemente, porque no habla tanto de presentes sino de futuros. Dimensiones perdidas. Es tanto un relato de una época que vendrá como de otra que nunca fue. Una película de atmósferas y paisajes mentales. Sociopatía gótica. El mundo interior de un genio lunático puesto en escena. Una obra que no habla tanto del peligro de las adicciones sino de la imposibilidad (o extrema dificultad) de vivir sin ellas a finales del siglo XX. El vacío al que conduce el narcisismo y el riesgo de vivir en sociedades que viven dando la espaldas a la muerte.

En gran medida, Arrebato, sí, es una película de terror protagonizada por vampiros que en vez de alimentarse de sangre, lo hacen de imágenes e ilusiones, como básicamente toda la cultura posmoderna. Es unVideodrome castiza e ibérica, de plastilina, cuyas imágenes prácticamente, se derriten delante del espectador y se convierten en rayas de cocaína cuyos límites se ensanchan y contraen constantemente. Es un relato en imágenes, y casi que en vivo y en directo, de la descomposición del ser humano occidental. Lo que, años después, los filósofos denominarían la introducción en el agujero globalizador. El ojo que todo lo ve y al mismo tiempo todo lo ignora. Un «spleen» psicodélico. Val del Omar meets Thomas Pynchon entre montañas de semen, rollos y cintas de vídeo.


Arrebato es un relato de amor místico. Pura brujería. Una exacta descripción de la relación de Zulueta con el cine. Una muestra de que el vídeo no mató únicamente a la estrella de la radio. Nos asesinó a todos. Y de que la vida -cien años después de la invención del séptimo arte- se ha convertido básicamente en contemplar imágenes y más imágenes de hombres y mujeres muertos entre los que, más tarde o más temprano, nos encontraremos nosotros. Una prueba, en definitiva, de que una cámara cinematográfica es una máquina de matar y de que nuestra sangre es el tributo que muchos le hemos entregado por haber conseguido que no nos cortemos las venas. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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