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Huerto

Ago 31, 2018 | 0 Comentarios

Hay algo en los huertos que relaja, tranquiliza y sienta raíces firmes entre los hombres, el tiempo y el cosmos. Probablemente, sea que la tierra no miente. Que lo que da y ofrece -sea mejor o peor- siempre es verdadero. Auténtico. No es ambiguo ni se presta a múltiples interpretaciones. No crea falsas ilusiones. Lo que promete, lo cumple, como un poema ebrio, jovial y luminoso de Claudio Rodríguez.

La tierra no distingue el rol social de quien la pisa. A todos mancha y trata de idéntica manera. Y por ello es que los huertos son lugares de confraternidad. Porque aunque, obviamente, no sea lo mismo poseer un huerto que trabajarlo, cuando pisamos uno, se tiende a buscar (y encontrar) lo que los seres humanos tenemos en común y no lo que nos diferencia.

En los huertos no es difícil sentirse arrullado, abrazado. Su silencio, de hecho, es uno de esos gestos que germina. Crea conversaciones. Abre diálogos entre el hombre y el tiempo en favor de la trascendencia. Sus silencios secos enseñan la dureza de la vida. Cuánto cuesta mantenerse en pie, ganarse el respeto de nuestros contemporáneos, educar a un hijo o formar una familia. El verdadero precio del pan. El sabor del sudor. Y sus silencios húmedos provocan regocijo. Nos dan esperanza y confianza. Insisten en decirnos que quien siembra, siempre recoge los frutos. Que lo importante no es llegar a un sitio en concreto (y mucho menos en primer, tercer o quincuagésimo lugar) sino ser. Estar. Mantenerse en pie, erguido, mientras la salud lo permita. Respirar. Masticar. Arañar el aire.

Hay tres lugares donde recomendaría rezar: una iglesia, un temazcal y un huerto. En este último caso, porque los huertos llevan inscritos en la tierra la memoria ancestral de la humanidad y se comunican directamente por ese cordón umbilical que son los frutos que ofrecen, con dios. Un huerto es un lugar ideal para llevar a cabo ejercicios espirituales. Reflexionar sobre lo esencial y lo pasajero. Por eso, quienes los cultivan, suelen transformarse en poetas y me recuerdan a los cantautores que, a su vez, me hacen rememorar el sabor de las aceitunas. La piel de las manzanas y el peso del vino.

En realidad, los huertos me hacen pensar en los aspectos eternos de la vida y no en los transitorios. Pues acaban con la ansiedad y la inquietud de un golpe e invitan a la calma. Tranquilizan. Probablemente, debido a que no se alimentan de rumores ni de opiniones. Lo hacen del agua, el sol y el cariño con los que son tratados. Todo el que cultiva un campo acaba volviéndose más sabio. Acaba imprimiendo huella y siendo hollado. Tal vez nadie lo perciba pero intuirá, vislumbrará detalles que a la mayoría pasarán desapercibidos. Seguramente, se torne más observador, se distraiga con menor facilidad y se vuelva el dueño de su historia. Amo de sus pasiones y siervo del Universo. Severa estatua que alumbra y protege tradiciones y costumbres en medio del caos. Un samurái caído en medio de agitados tiempos de infortunio y cólera. Certidumbre ante la duda.

No es ilógico que los poetas a lo largo del tiempo hayan cantado a la vida retirada de los campos y la hayan contrapuesto a la frivolidad y aceleración de la vida mundana. En un huerto nadie puede huir ni esconderse de sí mismo. La sencillez no es un valor sino la pauta habitual de conducta. No hay futuro ni pasado. Y se vive en el presente eterno. Ese tiempo en el que las palabras y actos son dones y el ser humano es valorado por sus hechos: su trabajo, su esfuerzo, su capacidad de escuchar y la seguridad y firmeza de sus silencios. El empuje y obstinación con que hace suyo su corazón y convierte al mundo en su aldea. Tierra de barbecho. Shalam.

إِنَّ الْحَدِيدَ بِالْحَدِيدِ يُفَلُّ

El diablo es optimista si cree que puede hacer mejores a los hombres

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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