AVERÍA DE POLLOS: Inicio E Literatura E Ciencia ficción en el siglo XIX: la visión de Asimov

Ciencia ficción en el siglo XIX: la visión de Asimov

Nov 25, 2013 | 0 Comentarios

Jack London, H.G.Wells, E. T. A. Hoffmann, Mary Shelley, Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Guy de Maupassant, J.-H. Rosny Aîné o Arthur Conan Doyle son tan sólo una muestra de los escritores que aparecen en los dos tomos recopilados por Isaac Asimov de los mejores relatos de la ciencia ficción del siglo XIX. Una reunión impresionante que bastaría por sí sola para certificar lo importante de este género.

Uno de los aspectos que más me ha interesado del libro ha sido la posibilidad que nos ofrece de cerciorarnos de la forma en que, lenta y progresivamente, diversos temas claves de la ciencia ficción -el doble, el autómata, la inmortalidad, el descubrimiento de civilizaciones perdidas, la telepatía- se fueron introduciendo en narraciones que conservaban aún un aspecto bastante clásico y se encontraban escritas con un lenguaje muy elaborado que contrastaba con aquel que, acertadamente o no, identificamos como propio de este género: mucho más sencillo y directo. Por momentos, se siente uno como si leyendo a Garcilaso encontrara una referencia a un extraterrestre o un frigorífico. Lo reconozco. Puede que esté exagerando, pero en ese mundo lleno de pasiones desbordantes y miradas hacia el abismo propio del romanticismo, las referencias a seres surgidos de otro planeta o al desarrollo científico resultan por lo menos chocantes. Y cuesta acostumbrarse a ellas. De hecho, convendremos que el ornamento lingüístico, ese intenso lenguaje escrito a fuego propio del romanticismo es ya en sí mismo un foco de atracción e interés y mezclarlo con fenómenos científicos puede abrumar. Aunque hay que reconocer que en la mayoría de los cuentos recopilados por Asimov, la presencia de la tecnología contribuye a aumentar la tensión, paranoia y los inquietantes reflejos de historias en las que el desasosiego de los personajes anuncia la futura esquizofrenia moderna.

Se vislumbra, por otra parte, revisando tanto los relatos de Hoffmann como los de Poe o Mary Shelley que el romanticismo fue en gran medida, una noche apasionada, un canto decadente y sin luz dirigido a un mundo cuyas fronteras pronto se controlarían por entero pero en el que el ser humano continuaba sintiéndose huérfano. Probablemente porque había perdido conexión con su fuente sagrada: los mitos, la naturaleza, la raíz pura de la religión cristiana. Lo que provocaba la clásica exaltación de las potencias nocturnas producida no tanto por el entusiasmo y asombro como por la conciencia de la propia caída que ilusamente, se creería más tarde, poder controlar con el positivismo. Por ello, tanto «El hombre de arena» como «Maelstrom» o «El inmortal» (a los que podemos añadir el excelente relato aquí incluido de Nathaniel Hatworne, «La hija de Rapaccini», y por supuesto, «El horla» de Guy Maupassant), son narraciones tanto de confusiones, desprendimientos y ocasos como de descentramientos. Son el reflejo de un orden que definitivamente cae pero también la sospecha de que aquel que vendrá a sustituirlo no será en absoluto mejor. Pues tal vez añada más oscuridad al alma de una criatura ya en esos tiempos consciente de estar caminando hacia un agujero sin salida, de los peligros del progreso y necesitado de ahondar en su consciencia -el psicoanálisis- para encontrar una explicación al caos que generaban sus conductas y conseguir racionalizarlas. Lo que en el fondo podía ser un preludio a la maquinización, masificación y robotización de ese ser humano manipulable (tan parecido a los autómatas sin vida o la mujer envenenada que aparecen en los cuentos de Hoffmann y Hatworne) que no en vano Poe visualizaba cayendo en fondo de un inmenso agujero negro. Visión similar a la que Robert Duncan Mile tenía en su relato «En el sol» cuyo final no me resisto a citar porque ejemplifica a la perfección aquello que sostengo: «Estoy acercándome a la derretida superficie. Mis sensaciones han cambiado. Soy consciente de que la superficie ha dejado de parecer que estaba ascendiendo. Ahora me doy cuenta de que soy yo quien está cayendo…, cayendo hacia las horribles profundidades de abajo. Más cerca…, cada vez más cerca; desgarradas y ennegrecidas por el terrible calor a medida que me aproximo… Voy cayendo…, cayendo…, cayendo..».

Caída a la que se opone, por cierto, un relato con el que significativamente se cierra el primer volumen de Asimov: «Una historia de gravedad negativa» de Frank R. Stockton. Un cuento en el que el protagonista consigue alzar el vuelo gracias al descubrimiento de los poderes de la gravedad negativa pero finalmente oculta su invento a sus contemporáneos. Gesto que, en gran medida, alude a la desconfianza en la ciencia no tanto por sus posibilidades en continua expansión sino por el grado de conciencia ínfimo de un ser humano cada vez más enajenado.

Es también muy significativo que en el primer relato que se ocupa de un tema tan fascinante como los viajes por el tiempo, «El reloj que marchaba hacia atrás» de Edward Page Mitchell, el salto se produzca hacia atrás. Se lleve a cabo con la intención de restablecer cierto orden en el presente, como si una parte del sacro espíritu que aún quedaba puro en el romanticismo buscara las razones de su malestar y decadencia en la historia y se resistiera a encontrarlas en el futuro. Sabedor de que en la línea recta marcada por el progreso se encontraba escondida una segura catástrofe: ese temible fin del mundo que protagonizaría tantos de los textos de la ciencia ficción y en esta antología en concreto, aparece en un relato como «La catástrofe del valle del Támesis» de Grant Allen.

En realidad, la ciencia ficción del siglo XIX (si es posible llamarla así pues hasta la eclosión de Julio Verne y H.G.Wells no empieza a tener las características por las que la conocemos), es un campo de pruebas sobre las posibilidades del porvenir que la mayoría de veces vuelve su vista al pasado para entender dónde se encuentra. O al menos, establece límites precisos, confronta realidades exploradas con aquellas que desearía explorar antes de dar el salto definitivo hacia el espacio. Por ejemplo, «Los Xipehuz» de Rosny Aîné es más una una historia colonial de tintes antropológicos e históricos que sobre mundos desconocidos. Y de hecho, si cambiáramos los nombres de los Xipehuz y el de la tribu nómada de Pjehu por el de alguna población africana o asiática o incluso la vistiéramos con el uniforme de algún ejército europeo, la narración de los escritores belgas podría pasar perfectamente por una firmada por el mismo Ruyard Kipling.

Por otro lado, «En el abismo», de H. G. Wells es un relato que trae consigo resonancias a la Atlántida y alude a la ansiosa necesidad de descubrir nuevos secretos y misterios con el fin de no quedar atrapados en nuestra existencia presente. «El saurio» de C. J. Cutcliffe Hyne, es una narración donde aparece como símbolo nostálgico un animal prehistórico cuya presencia recuerda que ya no había dimensiones nuevas que explorar en la tierra. Y Un millar de muertes de Jack London es otro alegato furioso contra los peligros de la ciencia. Un arrebato airado que demuestra que la ciencia ficción se convirtió (incluso por encima de otros géneros como el naturalismo y el realismo que hacían gala por su fidelidad a la «vida real» de ser testimonio y ojo del hombre occidental) en un ejemplo muy acabado de arte humanista. Algo que consiguió explorando y en parte adelantándose a los acontecimientos por venir, así como contribuyendo a relativizar la historia y el presente, animando al ser humano a ir más allá  de sus limitaciones y conseguir reinventarse.

Por cierto que no me gustaría dejar sin citar El gran experimento Keinplatz de Arthur Conan Doyle -que, en parte, comparte temática con El posible camino, de Edward Bellamy-  no sólo por la jugosa anécdota a la que se refiere -en el transcurso de un experimento telepático la mente de un profesor pasa a la de su joven alumno y viceversa- sino porque da pie a todo tipo de jugosas anécdotas y divertidas situaciones que recuerdan a los equívocos de la comedia del siglo de Oro. Y demuestran lo gran escritor que era el creador de Sherlock Holmes. Un artista capaz de hilvanar tejidos narrativos inverosímiles para dar consistencia a historias fantásticas como esta que, a su manera, no se encuentra tan lejos de la que un siglo más tarde desarrollaría David Cronenberg en Scanners y recuerda vagamente a El resplandor de Stephen king. Pudiendo, a la vez, leerse como una reinterpretación irónica del famoso relato de Stevenson Dr. Jeckyll y Mr.Hyde que, de alguna manera, siguiendo los criterios de Asimov, podía haberse incluido en este libro que con sutileza e inteligencia explora los territorios del terror, la fantasía y ciencia-ficción y permite comprender mejor las raíces de muchas de las sagas narrativas más populares de nuestro tiempo así como los cruces genéricos que se producen en bastantes de ellas. Shalam

ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك

 El corazón en paz ve una fiesta en todas las aldeas

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

Contenido relacionado

Videoaverías

Averías populares

El yelmo

Las posibilidades del arte son inmensas. Veamos esta expresión: "He visto un yelmo caído en el bosque". Bastará poner debajo un título de cualquier...
Leer más
Share This