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Carisma

Mar 16, 2019 | 0 Comentarios

No importa que Mat Dillon interprete a un policía o a un abogado, a un agente de la justicia y la ley o a un padre de familia cumplidor, porque siempre parece adoptar el papel de «malo». Pero, eso sí, no el de malo de los de antes. No un «malo malo». Ese malvado de western o cine negro cuyos matices radicaban más en la manera en la que mataría a sus enemigos que en los giros de su carácter. Aunque tampoco es exactamente el malvado filosófico y maquiavélico. El rostro de la destrucción. No es una potencia uránica. El malo sabio. Matt Dillon es mucho más sencillo que eso pero al mismo tiempo tal vez más complejo. Y ahí radica su mérito como actor. En su capacidad de ser brutal y sensible al mismo tiempo. De transmitir hedor y cariño. De hecho, estoy seguro de que si, por razones de guión, se viera obligado a golpear a una persona y a continuación, tuviera que abrazarla conmocionado, me resultaría absolutamente creíble. Creo que porque, en el fondo, Matt Dillon es un hombre herido. La encarnación del ángel caído. Parece alguien condenado por su comportamiento en otras vidas a sufrir ciertos pesares durante su periplo existencial pero que no obstante, está dispuesto a hacer el esfuerzo por redimirse. Un ser que lucha intensamente por salvar su alma aunque por momentos se encuentra justo al borde del abismo.

Dillon podía haberse convertido perfectamente en un juguete roto de Hollywood de no haber sido por su consistencia personal. Proceder de una familia con un importante sesgo cultural de la que probablemente recibió el apoyo y la educación necesarios para saber afrontar los distintos vaivenes vitales y laborales. De hecho, podría haber sido encasillado en papeles de rebelde sin causa desde su fascinante intervención en Rebeldes y La ley de la calle.

Dillon parecía condenado a interpretar a descerebrados chulescos con corazón. Perdedores eternos. Jefes de pandillas barriobajeras. Ser un James Dean de segunda categoría con tintes pasolinianos del que apenas se esperaba que interpretara a jóvenes sin rumbo y, como mucho, con un poco de suerte, que con el tiempo pudiera aparecer en una comedia televisiva y ganarse el favor del público. Pero su interpretación en Drugstore Cowboy demostró que estaba llamado a cotas mayores y que si no las alcanzaba, no sería tanto por él como por los proyectos que pudieran ofrecerle y el estado del cine actual. Porque Dillon humanizaba completamente al drogadicto que interpretaba. Un papel que muy fácilmente hubiera podido caer en el estereotipo de no ser por la profundidad que aportaba a sus miradas y gestos. Incluso a su forma de caminar. Dillon miraba un parque y sentíamos el vacío. La droga recorriendo su cuerpo, su hastío y sus conflictos personales. Intuíamos hasta sus peleas con sus padres y percibíamos el gran descanso que la heroína le proporcionaba. Una actuación que lo convirtió para siempre en un icono de la generación grunge. Alguien adecuado para interpretar a las almas vacías de América. El Desconcertante mundo adulto. La aspereza y la soledad. E incluso la psicopatía y la equizofrenia, como ha demostrado Lars Von Trier. Pues es un boxeador de la actuación sin demasiados registros pero que, debido a su contundencia y trabajo, es capaz de hacerse con cualquier papel. Ya que no necesita gesticular demasiado para transmitir sensaciones. Le basta con detener la mirada o arquear la frente para hacernos comprender la naturaleza del mal. La fuente del problema humano.

Dillon es parecido a ese hermano que cuando estamos en horas bajas, se vuelve a mirarnos con rabia, nos da ánimos, nos pega dos gritos y nos obliga a levantarnos. Ese muchacho con el que se comparte el primer cigarrillo, nos fugamos de clase, vagabundeamos por las calles o bebemos antes y después de los conciertos. Nadie en su sano juicio le confiaría un caso de ser abogado pero sí sería un brazo en el que apoyarse de tener un serio problema. Alguien con quien departir de los avatares de la existencia mientras tomamos un vaso de whisky en un bar o viajamos en tren sin un destino muy claro.

Su mirada en cualquier caso es un reflejo del precipicio. De las fauces del Averno. Pero también, una confirmación de que mientras no llegue la hora final, hay que seguir luchando. Insistiendo. Pegando golpes en el muro hasta rompernos la mano si hace falta. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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