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Charles Burns: vértices y abismos negros.

Ago 1, 2013 | 0 Comentarios

No podía terminar esta serie de post que he dedicado a los agujeros negros sin comentar precisamente una obra cuyo título no es otro que Agujero negro. La más soberbia creación de uno de los genios del cómic actual: Charles Burns. Este texto por cierto es una corrección de un artículo aparecido anteriormente en El coloquio de los perros. Ahí lo dejo:

Agujero negro: abismos adolescentes

Lo primero que se suele mencionar al hablar del sugerente e incisivo Agujero negro, son las conexiones que el cómic tiene con las alucinadas creaciones de David Lynch y David Cronenberg. Una comparación bastante acertada teniendo en cuenta el acabado formal y la temática de sus obras así como los orígenes artísticos de cada uno de ellos. De hecho, el talento de Charles Burns -como el de los cineastas citados- no eclosionó de golpe. Hubo un largo y lento proceso de maduración de sus dotes artísticas. Tanto es así que si hubiera tenido que juzgarlo por obras como el Borbah o Big Baby e incluso -la bastante superior- El club de la sangre no hubiera pasado de considerarlo un gamberro. Una curiosidad del mundo del cómic y no un absoluto genio esquizoide e imprevisible como hago ahora. Un hombre capaz de llevar el género del horror, la ciencia ficción, el serial de adolescentes y los lienzos surrealistas a otro confín. Un limbo en el que se abren y cierran continuamente puertas insólitas, viñetas, pedazos de tierra, trozos de océano y arena que son imagen del cerebro de un artista que parece, como Lynch y Cronenberg, ser capaz de estrujar la mente un poco más que el resto.

Realmente, las primeras creaciones de Burns me resultan muy semejantes tanto a las del joven Cronenberg (aquellas lejanas Stereo, Crímenes del futuro o incluso Shivers) como a los oníricos primeros cortometrajes de Lynch. Y por contra, su Agujero negro representaría en la carrera de este oriundo de Seattle lo que, por ejemplo, pudieron suponer Inseparables o Crash en la filmografía del director canadiense o –por citar un ejemplo, en este caso, no muy exacto- lo que habrían representado Inland Empire Mulholland Drive en la obra de Lynch: investigaciones recónditas de la psique y el inconsciente humano sumamente estilizadas y adultas capaces de abrir nuevas vías y puertas en las imágenes cinematográficas, a través de un torrente de ideas surreal, onírico, pasional e instintivo.

En este sentido, Agujero negro es la primera obra total de Charles Burns. Un compendio maduro y estilizado de todas sus obsesiones y de las muchas ramificaciones -lo vintage, lo camp, lo siniestro, lo absurdo y el terror- que ya se encontraban en sus primeros comics. Aunque, de todas maneras, Agujero negro es una obra tan incisiva y cortante que, por supuesto, sus influencias no acaban aquí sino que pueden rastrearse en todo tipo de lugares: los seriales televisivos de adolescentes norteamericanos, las películas de terror inquietantes y descerebradas estilo Pesadilla en Elm Street o incluso las series de misterio. Y, desde luego, dentro del mundo de las viñetas sería muy difícil entenderla sin tener en cuenta la eclosión del cómic independiente de los años 90 (que nos ha permitido disfrutar y conocer a autores tan audaces como Daniel Clowes, Adrian Tomine o Jason Lutes) o de los míticos relatos fantásticos y terror que inundaron cientos de fanzines norteamericanos durante los años 60 y 70.

¿Que qué es, en definitiva, Agujero negro? Un reflejo en un espejo. Una mirada dispersa y sesgada pero plena de belleza sobre una galaxia de refulgentes adolescentes situados en los parajes de una población estadounidense, que serán engullidos por un túnel. Serán atrapados por una pesadilla incomprensible y sin explicación: un virus cuyo origen se desconoce que va transformando en monstruos a aquellos con quienes contacta. La mayoría, jóvenes Narcisos inmaduros y engreídos cuyo ego parece ser raíz y germen del agujero negro por el que serán absorbidos.

Agujero negro (ambientada en la década de los 70 y visualizada aquí con la frescura salvaje de un tema del Neil Young más agreste) es, desde luego, una obra contracultural. Un cómic que intenta desmontar y criticar los valores del sistema político-social norteamericano. Pero no dejaría de ser otra obra crítica de tantas ni conseguiría dejarnos un regusto amargo y una deliciosa sensación de deja-vu, de no ser por la manera en que describe, visualiza la crisis del sistema: a través de elipsis y constantes reverberaciones sobre la historia narrada que consiguen hacerla aun más enigmática. Por medio de viñetas en espiral que parecen no terminar nunca, se fusionan unas con otras, desaparecen y vuelven a aparecer cuando menos lo esperamos, introduciéndonos en un mundo monstruoso y bello a la vez; en los territorios de lo incomprensible e inenarrable. Una frontera de sueños llena de ambigüedad que es casi mejor definir con una lluvia de imágenes y metáforas que racionalmente.

Cuadrados frágiles. Llagas. Fracturas. Tierra agria. Locos sin alas. Jaulas. Litio. Labios mojados. Cubos de Rubik. Enfermedades víricas. Cánceres terminales. Pesadillas que se abren como gotas de color para mostrarnos las flores de un paraíso inédito. Miedo en las aulas. Desapariciones. Amor sin fragancia. Colas de buey. Mujeres que gozan. Lagos de humo. Flores que se ciernen sobre quienes las rozan, envolviéndolas con su olor venenoso. Frutas caídas de un árbol. Todas estas imágenes -más allá de la propia obra- son las que me inspira este delirio vicioso creado por Burns. Una locura tan sugerente y sutil que, aunque se encuentra dibujada en su totalidad en blanco y negro, tengo la impresión de haberla leído en color conforme me deslizaba hacia el otro lado del espejo. El reverso de los sueños.

Muchas teorías se pueden extraer de la lectura de Agujero negro. Pues permite por ejemplo, revisitar las teorías psicoanalíticas sobre los cuentos de la infancia, dotándolas de un tinte más negro. Ya que es una fábula cruel sobre la adolescencia, el miedo a crecer y la imposibilidad de evitar la muerte y esa decrepitud que nos hará traicionar los sueños de grandeza y libertad que un día tuvimos. Es una de esas escasas creaciones que ha sabido retratar con una sensibilidad inusual ese momento intransferible, mágico, delicioso, doloroso que supone el paso de la adolescencia a la edad adulta; esos días en que los niños y niñas han dejado de ser príncipes y princesas y comienzan a madurar aunque, debido a la intensidad de sus vidas, parecen encontrarse mucho más cerca del ocaso que nunca. Más próximos del final que los ancianos, quienes brillan por su ausencia en una obra que intenta radiografiar sin poner excesivo énfasis en ello, ese virus llamado adolescencia.

De todas formas, esto sólo son palabras o teorías con las que se puede estar o no de acuerdo, como podría sugerir aquel fantasmagórico personaje, Monsieur Teste, creado por Paul Valéry. Tan sólo ecuaciones o metáforas que no permiten más que una pequeña aproximación a un cómic abierto a todo tipo de interpretaciones y que, seguramente, haría las delicias de muchos simbolistas y surrealistas. Pues de ahí desciende Agujero negro: de los lienzos de Gustave Moreau, de los chistes negros de André Breton y su séquito y de las pesadillas tenidas por Laura Palmer justo antes de morir. De hecho, la obra admite tantas interpretaciones como lectores. Aunque me atrevería a afirmar que hay secuencias que quedarán grabadas en la mente de todos los que la lean, como las que describen las primeras relaciones amorosas entre adolescentes, las cuales consiguen transmitir asombrosamente, esa sensación de fragilidad que se experimenta en el momento de las primeras relaciones sexuales. El exacto instante en el que el virus de la muerte comienza a extenderse entre quienes prueban el sabor de la fruta prohibida del paraíso. La manzana que obliga –aun contra su voluntad- al ser humano a ser libre, consciente de sí mismo y descubrir la verdad; lo fuerza a crear para intentar huir de ese agujero negro lleno de olvido que lo espera al final de sus días. Shalam

الاِنْسان عدو ما يجْهل

Cuando apuntas con un dedo, recuerda que los otros tres dedos señalan a ti

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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