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Baggio

Ene 10, 2018 | 0 Comentarios

Roberto Baggio fue tanto un jugador como un ser humano imprevisible. Contradictorio, anárquico y lleno de talento. Fue un verso suelto, una especie de media punta ajeno al rigor defensivo en un fútbol ligado a la táctica y la estrategia donde defender más que una obligación, era una religión. Alguien empeñado en cultivar la poesía en un medio de un torrente de prosistas entrenados para ejecutar de la manera más eficaz las órdenes de los generales del banquillo. Un hombre ajeno a la sociedad del espectáculo que apenas se aprovechó de la situación de privilegio que le tocó vivir. Por ejemplo, cuando era un joven apolíneo que hacía suspirar a miles de italianas -Madonna a la cabeza-, se mantuvo unido a su novia de siempre. Y tras firmar el más grande traspaso de la historia con la Juventus, fue noticia no por los vehículos que adquirió sino porque confesó ser budista. Algo en su momento, bastante peculiar. Más aún, teniendo en cuenta que había nacido en un país latino, Italia, donde la inmensa mayoría de sus habitantes profesan el culto católico y llevan en su chaquetera una estampita de la Virgen con la misma naturalidad con que comen spaguettis y visten a la moda.

Ciertamente, Roberto era inclasificable y cuando, lentamente, el público comenzó a  relacionar su aspecto templado y su carácter introvertido con su amor por las filosofías orientales, reveló sin ningún complejo que era muy aficionado a la caza. Un capricho que justificó haciendo alusión al inevitable ciclo de la vida y la muerte. Y por otra parte, ya retirado, declaró estar totalmente desconectado de la liga italiana pero en cambio, seguir con absoluta pasión cualquier partido de Boca Juniors. Afición por otra parte comprensible dado que adquirió unos terrenos en la Pampa donde poder dedicarse a cazar lejos del mundanal ruido.

No obstante, estos son tan sólo unos pocos detalles de muestra de la vida de una personalidad ciertamente peculiar y diferente. Pero hay muchos más y casi todos ellos encuentran su reflejo en el fútbol. A Baggio se le recuerda muy superficialmente por un penalti errado (aquel de la final contra Brasil en el Mundial 94) pero la mayoría de los que tiró, los marcó. Fue durante muchos años el estandarte de su selección pero sin embargo, siempre estuvo discutido por sus entrenadores y pasó muchas temporadas sin vestir la azzurra. De hecho, uno de los tres mundiales que disputó, (Italia 90), lo comenzó en el banquillo y tan sólo, el mediocre desempeño del equipo, lo hizo salir al campo. Y en los otros dos, Arrigo Sacchi y Cesare Maldini se vieron forzados a ponerlo de primeras o bien por lesiones (Mundial 98) o bien porque su nivel era tan grande que dejarlo fuera, (Mundial 94) hubiera podido provocar un escándalo nacional.

Lo cierto es que, aunque es uno de los cinco goleadores históricos de Italia, Baggio no tuvo asegurada la titularidad salvo en muy contadas etapas. Y fue más bien una carta a la desesperada a la que recurrieron distintos técnicos que desconfiaban de su carácter díscolo y que preferían mantener ordenado al equipo antes que alinear a un jugador capaz para lo bueno y lo malo de desestructurar sus espartanos conceptos futbolísticos. Además, logró ser uno de los jugadores más desequilibrantes de su época con una pierna y media. Una lesión cuando aún era un juvenil y jugaba en el Vicenza lo tuvo prácticamente dos años fuera de los terrenos del juego y casi lo retira prematuramente del fútbol. Pero aun así, su determinación y calidad táctica eran tantas que a su vuelta, se convirtió en el máximo ídolo de la Fiorentina y pocos años después, conseguiría el Balón de Oro.

En verdad, un recopilatorio de sus mejores jugadas es un exuberante manjar que da que pensar hasta dónde habría llegado este fenómeno de haber estado en plenas condiciones físicas. Yo si soy sincero creo que habría podido rozar el trono de Maradona. No sé si disputárselo pero al menos, rozarlo con las manos pues poseía una prodigiosa capacidad de dribling y la destreza y mente fría de un superdotado para afrontar los momentos difíciles, decisivos de los partidos.

No acaban por supuesto aquí las paradojas. Porque, a excepción de su etapa en la Juventus, (equipo con el que por otra parte conquistaría la Liga cuando pasaba más tiempo en el banquillo que en el campo) Roberto Baggio no consiguió jamás triunfar plenamente con ningún equipo grande. Sus desembarcos en el Inter y el Milan se saldaron con sendas fustraciones. Conflictos con entrenadores incapaces de comprenderlo que le exigían unas prestaciones que no podía dar sin desnaturalizarse totalmente, nuevas lesiones y alarmantes estados de forma que no le permitieron brillar salvo en muy contadas (y sonadas) ocasiones.

De hecho, fue tanto en el Bolonia y el Brescia donde Baggio volvió a ser temido  y querido. Obteniendo unos logros por momentos inverosímiles. Creo que porque era un jugador muy parecido a Juan Román Riquelme. Necesitaba un grupo bien organizado de gladiadores bregando a su lado y sentirse liberado de cualquier obligación para dar lo mejor de sí mismo y decidir partidos con dos o tres de sus electrizantes regates. Pues en equipos medianos, su estatura de mito se imponía a cualquier entrenador, no se veía forzado a competir con un conjunto de habilidosos jugadores e inflados egos por ser la figura y tenía la certeza de ser el eje sobre el que basculaba el juego. Algo muy importante para un jugador que se crecía ante las responsabilidades y se sabía capaz de decidir partidos con una sola intervención. En verdad, sus lanzamientos de faltas eran inmemoriales y sus disparos al borde del área, realmente fulminantes. Pistoletazos propios de un killer ejecutados, eso sí, con una técnica preciosista que convertía cada una de sus apariciones en un acontecimiento. Una obra de arte.

Asimismo, Roberto Baggio tenía ciertos rasgos señoriales en su porte. Parecía en ocasiones un conde renacentista. Un hombre sofisticado que podía apuñalar elegantemente a sus rivales. Pero también, era un hombre popular. Alguien con la saña del bandolero que comprendía instintivamente al pueblo y supo ganárselo sin necesidad de conquistar uno de esos títulos que inmortalizan a quien los alza ni de jugar como lo hacían la mayoría de muchachos de Italia: corriendo detrás del balón y preocupados por cubrir perfectamente al hombre y la zona de campo asignada.

Baggio, sí, era una mezcla entre Caravaggio y Miguel Ángel. Su juego hacía pensar en los ángeles pero estaba ejecutado con frialdad y maldad casi diabólicas. Aunque lógicamente adoraba ganar, creo que es de los escasos italianos a los que le importaba mucho la manera de hacerlo. Como delantero tenía concretamente una virtud que era defecto a la vez. Me refiero a su manía de ejecutar las jugadas de la manera más bella posible. Si Baggio podía regatear a tres jugadores para marcar un gol prefería esa opción que regatear sólamente a uno. Logró escasos de sus goles de tiro directo en verdad. Por lo general, se adornaba un poco antes de introducir el balón en las redes. No buscaba el disparo en primera instancia sino tras haberse escorado a izquierda o derecha, haber dejado algún detalle de clase y driblado a un defensa o a un portero. Pero, a pesar de esto, no era un jugador barroco. Era más bien una combinación letal entre un artista romántico y un atleta moderno. Razón por la que sus goles no se cantaban. Era difícil explotar de júbilo con ellos puesto que más bien, lo que provocaban era asombro. Deseos de verlos una y otra vez para deleitarse con la clase con la que habían sido marcados. Tanta que por momentos, parecía que el campo de fútbol se había convertido en un escenario operístico y él en concreto, en un tenor cuyo desempeño con las dos piernas, repito, tan sólo Maradona en su momento podía superar.

Lamentablemente, la imagen que muchos tienen de Roberto Baggio no es la de un supercampeón. Sí un superjugador pero no un supercampeón. Probablemente, porque ganó muy pocos títulos teniendo en cuenta su calidad. Pero, sobre todo, porque en su momento de esplendor, durante los días en los que todas las miradas estaban pendientes de él, no pudo rubricar su impresionante actuación en el Mundial 94, llevando a Italia a conquistar la gloria. De hecho, falló un penalti cuyo recuerdo no le dejó dormir durante años que convirtió al sereno practicante de budismo en un hombre torturado. Un jugador con una herida interna muy grande que nunca jamás llegó a brillar como en aquel Mundial cuya sombra le persiguió allí donde fuera. Tanto que estoy seguro que incluso pensó en la retirada días después. Y ya nunca más volvió a ambicionar llegar a lo más alto, conformándose con disfrutar del día al día y el deporte que más amaba sin excesivas exigencias o sueños concretos. Algo en lo que, como en muchos otros aspectos de su vida, también demostró ser muy peculiar. Un deportista muy diferente a la mayoría de futbolistas y de sus compatriotas, tal y como demuestra el aspecto un tanto desaliñado -pero cuidado- y un poco pasado de peso que luce actualmente y tanto contrasta con el de buena parte de su paisanos para los que una raya en el pantalón mal planchada o un kilo de más son vicios intolerables. Faltas de respeto casi imperdonables a la estirpe imperial de la que proceden. Shalam

إِذَا طَالَتِ الطَّرِيقُ كَثُرَ الْكَذِبُ

Es más fácil hacer un agujero en el agua que obtener una moneda de un avaro

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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