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Carlitos

Sep 14, 2016 | 0 Comentarios

A pesar de que Carlos Tévez nada en dólares y ha vivido varios años en países como Italia donde el glamour es más una obligación o una rutina que un lujo, el aroma de villero perdura en cada rincón de su cuerpo y espíritu. Tanto que mencionar su nombre, me hace rememorar al momento un apetitoso y grasiento choripán o un riff de AC/DC.

De hecho, creo que si la mejor manera de definir cualquiera de sus espontáneas celebraciones de goles o títulos es haciendo alusión a los pícaros compases de la cumbia argentina o a uno de esos sucios tangos de arrabal interpretados a orillas del río de la Plata, para definir su explosivo juego es más apropiado aludir a cualquiera de las canciones de la banda de rock australiana. Porque Tévez siempre ha sido un mediapunta habilidoso, un extremo que vence a sus oponentes por su obcecación. Arrollándolos con dos o tres movimientos bruscos de cintura, abriendo espacios en vertiginosas carreras guiadas por su potente técnica, capaz además de lanzar impactantes latigazos desde fuera del área con una contundencia que recuerda tanto a algunos de los puñetazos de Mike Tyson como a los vacilones guitarrazos de Angus Young o a la sobria, rasgada garganta de Brian Johnson.

Tevez, sí, es puro rock. Pero rock alejado de toda sofisticación o con una elaboración, digamos, muy pedestre, terráquea. Para entendernos, es mucho más Los Ratones Paranoicos que Soda Stereo. Más perro que gato. Y más un aficionado al motocross que al automovilismo. Aunque una de sus pasiones -o al menos de los hobbies que utiliza para relajarse desde su exitosa etapa en el Manchester United- sea el golf. Una boutade que como los elegantes trajes que, de tanto en tanto, viste, no le hacen perder autenticidad. Ni siquiera le hacen parecer un «nuevo rico» sino que añaden un matiz a su personalidad realmente atractivo al conferirle un aspecto de noble pirata o tenor de óperas dedicadas a los humillados y los miserables. Un hombre que sabe disfrutar del dinero pero es consciente de lo que cuesta ganarlo. Algo que, en su caso, se encuentra fuera de toda duda pues, al nacer, fue abandonado por sus padres y de no ser por sus tíos, hubiera muerto de hambre o se hubiera educado en un orfanato. Lo que provocó, por ejemplo, que ni se inmutara cuando le comunicaron que su padre había muerto a balazos en el transcurso de un asalto a una cafetería o que, conforme sus amigos caían muertos o se adentraban en la cárcel debido a la droga o la violencia, él se empeñara en mejorar sus habilidades como futbolista casi obsesivamente.

Exactamente, Carlos Tévez es de esos escasos jugadores que siempre es capaz de sacarle una sonrisa al espectador. De los que trasmiten felicidad y ganas de vivir. De los que hacen pensar que la cancha de fútbol es una discoteca de cumbia. Un lugar donde bailar entre tragos de cerveza y bocados a piezas de un asado no demasiado elaborado. Probablemente porque, tras más de una década en el fútbol de primer nivel, continúa concibiendo el deporte como una pasión. Enfocando el juego como un juvenil. Más con el corazón que con la cabeza y con el sentimiento que con la razón. De tal forma que cuesta visualizarlo como una estrella. De hecho, parece un viejo colega de la infancia que, en cualquier momento, nos va a animar a entrar en la cancha junto a él para echar un rato pasándonos el balón o un amigo con quien compartimos risas y bebidas una noche en un bar y, desde aquel momento, nos invita como norma a tomar un vino.

Por todo ello, entiendo que cuando no se siente a gusto en el campo de juego es muy fácil percibirlo, como cuando disfruta al máximo. Porque en Tévez no hay un solo rasgo de sociopatía. A pesar de haber militado en equipos europeos de primer nivel y afrontar retos descomunales, posee en su mirada frontal y en sus gestos de lucha y vitalidad, ciertos rasgos que indican que no sólo no ha olvidado sus más que humildes orígenes sino que los recuerda diariamente, como prueban su reciente regreso al club de sus amores, Boca Juniors, que en ningún caso podía pagarle las sumas de dinero que estaban dispuestos a darle la Juventus o el Atlético de Madrid o el hecho de que, pudiendo aprovecharse de los avances de la cirugía moderna, no haya querido mitigar los rastros de la herida que, durante su niñez, sufrió debido a una taza de agua hirviendo que desfiguró gran parte de su rostro y cuello y casi le provoca la muerte. Más que nada, porque lo que para otras personas sería un signo de fealdad, un monstruoso rasgo del que avergonzarse, él lo siente como uno de sus rasgos de identidad. Un sello que lo identifica y no le permite extraviarse. De tal forma que sin dejar de ser fiel a su imagen actual -un jugador profesional- su look continúa rememorando el de un chico de barrio. Un boxeador que aprendió su profesión en canchas sucias, llenas de barro, entremezcladas con sangre y sudor. Golpeando sin cesar a adversarios para los que vencer o perder no era tanto una cuestión de orgullo y destreza sino de supervivencia. El pasaporte que podía librarles de la pobreza y una vida sin más horizontes que la pantalla de televisión, el trabajo humillante y esclavo o directamente, la delincuencia. Las armas, la cárcel y la violencia.

Obviamente, resulta imposible separar el nombre de Tévez del de Boca. Junto al «Chelo» Delgado y Guillermo Barros Schelotto formó una de esas delanteras míticas de las que los seguidores del conjunto xeneize nunca podrán olvidarse. Un agresivo espolón cuyas hazañas tiñen de gloria algunas de las más sagradas páginas de la Biblia azul y oro.

De todas maneras, es necesario advertir que aunque hoy en día parezca que por el cuerpo de Carlitos corre la misma sangre que por los aficionados bosteros, sus inicios en el club de sus amores no fueron fáciles. Entre «el Apache» y Boca hubo, sí, atracción desde los orígenes pero no amor a primera vista. Tévez debutó en octubre del 2001 y comenzó a consolidarse en el equipo durante el 2002 de la mano de Óscar Tabárez. Pero en su contra, jugaban varias circunstancias. Boca venía de ganar una Intercontinental y dos Libertadores y estaba en esos momentos, en pleno proceso de reconversión y adaptación tras la partida de Palermo, Riquelme y otros ídolos. Mantenía la garra y el espíritu de lucha pero había perdido momentáneamente el carácter ganador. No había conseguido llegar muy lejos durante su participación en la Libertadores y perdió un campeonato nacional -que antes no se hubiera escapado- en el último partido contra Independiente.

Tévez, sí, comenzó a escalar posiciones en el grupo y alcanzó la titularidad junto a Tabárez, pero debido a estos pequeños fracasos, no terminó de ganarse al público. Convertirse en ídolo o el jugador del pueblo. Algo que sí lograría totalmente durante el imborrable año 2003. Por más que también tuvo que vencer ciertos obstáculos.

En diciembre del 2002, Carlos Bianchi volvía al banquillo de Boca. Una muy buena noticia para los xeneizes en general pero no tanto para un Tévez ansioso de jugar cada partido y conseguir al fin triunfar. Porque Bianchi era consciente de que tenía una joya entre sus manos pero también de que debía cuidarla. Educarlo como persona y conseguir que lentamente madurara. Lo que provocó que, en un principio, Carlitos no jugara tanto como deseara. Se viera obligado a esperar su momento, ver determinados partidos desde el banquillo a pesar de que, por entonces, comenzaba a parecer un adulto jugando entre juveniles y el público estaba empezando a tomar conciencia de su real valía.

En ocasiones, la inexperiencia le ganaba y le hacía actuar precipitadamente pero desde luego que su rendimiento sobrepasaba con mucho el de cualquiera de los delanteros que aún permanecían en un fútbol argentino cada vez más mermado por la emigración y la crisis económica. Sin embargo, y a pesar del clamor popular, Bianchi con gestos cariñosos pero autoritarios parecía indicarle que debía esperar. Formarse. Observar. Escuchar. En definitiva, que todavía no había llegado su momento. Hasta que el destino se impuso y las circunstancias lo obligaron a ponerse en sus manos.

En la ida de los octavos de final de la Libertadores 2003, yo estuve en la Bombonera viendo desfilar a los soldados azul y oro en primera fila. Boca no jugó mal aquel partido contra el Paysandú brasileño pero le faltó definición y contundencia. Estuvo escaso de ideas frente a la seguridad de su rival. Los brasileños supieron achicar espacios, controlar las individualidades bosteras y cubrir con eficacia su área. Ocupando perfectamente cada zona del campo. Y no resultó, por tanto. extraño el resultado final: Boca 0 – Paysandú 1.

El objetivo central xeneize de aquel año estaba claro: la Libertadores. Y para el partido de vuelta, Bianchi no tuvo más remedio que confiar a Tévez la titularidad. Como se suele decir, el resto es historia: Boca destrozó por 2 a 4 a Paysandú y «el Apache» realizó un partido descomunal. Un nuevo ídolo había al fin llegado. Pases, desmarques, amagues. Su recital aquella noche fue gigantesco. Pero desde luego que no sería el único de aquel torneo. Porque si Boca fue campeón de aquella Libertadores y más tarde, de la Intercontinental y de un nuevo campeonato nacional fue, en gran medida, por él.

Boca, es cierto, tenía un equipazo. Diego Cagna, Sebastián Battaglia, Hugo Ibarra, Nicolás Burdisso eran notables escuderos. Y tanto el «Chelo» Delgado como «el mellizo» Schelotto eran dos temibles, inteligentes y sagaces tiburones del área. Pero en aquel conjunto de esforzados, sangrientos guerreros, el artista era Tévez. Él era la mágica nota que convertía a un equipo peligroso y respetable en una máquina de ganar por su rapidez, su pillería, su optimismo contagioso, sus desbordes, su energía, su pasión, o la rotundidad con la que marcaba goles y se movía por campos de fútbol que convirtió en suyos, como si fuera un pandillero o un bailarín de salsa. Un toro salvaje suelto o un rockero sobreexcitado en pleno proceso de éxtasis creativo. Porque Tévez, sí, parecía un joven que de niño había caído en una marmita futbolística y además de poseer un talento y fuerza especiales, amaba tanto a su club que se dejaba literalmente la vida en cada partido y jugada. Vivía el fútbol como si fuera un músico feliz de interpretar una melodía atronadora y maravillosa junto al público. Agradecido por todos los abrazos y gritos entre los que su voz y espíritu se confundían gozosamente.

Realmente, la identificación de Tévez con Boca fue tan grande que muchos -entre ellos yo- auguraron que, tras verlo partir hacia Brasil con lágrimas en los ojos, su posterior periplo por el fútbol europeo no sería satisfactorio. Pero no contábamos con su profesionalidad. Con su madurez. Con que Carlitos se había educado en la calle. Había visto morir a algunos de sus mejores amigos por la droga y las armas. Y si con todo ese arsenal de circunstancias en contra, había conseguido llegar desde un mugriento arrabal a la cima, iba a saber mantenerse en lo alto de la colina sin excesivos altibajos.

Obviamente, sufrió problemas de adaptación en Inglaterra. Nunca terminó de dominar el idioma ni de soportar el clima pero su rendimiento tanto en el West Ham United como en el Manchester City y el United (o más tarde en la Juventus) nunca bajó del notable. Y si bien, no se le veía gozar y reír como en Boca, desde luego que aprovechó su oportunidad. Conquistando títulos y más títulos que, no obstante, llegados a un límite, no fueron para él más que estadística. Porque para Tévez, en términos deportivos, únicamente había, hay y habrá un amor: Boca Juniors. Más que un equipo, un estilo de vida. Un sentimiento. Una pasión. Una religión mística que emparenta el fútbol y el carnaval para convertir cada domingo en una fiesta inigualable. Un acontecimiento sagrado que vincula rito y lucha para dar forma a un nuevo marco mítico y heroico incomprensible para los que no han visitado la Bombonera. Un circo cruento y locuaz de cuya mordedura es muy difícil escapar. Y más si como Carlitos se ha crecido allí y los gritos incontenibles de los hinchas repitiendo su nombre, confirman que ha alcanzado la inmortalidad para siempre.

En fin. No sabemos si, finalmente, Tévez conseguirá el sueño de conquistar una nueva Libertadores con Boca. Las escasas ocasiones en las que lo he visto jugar en esta nueva etapa, lo he percibido demasiado precipitado, demasiado ansioso, brusco e inconexo aunque, eso sí, por momentos letal. Y, desde luego, que los jugadores que lo acompañan, no parecen tener el porte marcial, glorioso de los de antaño. Pero, en cualquier caso, con Boca todo es posible. Y además, Carlitos ha conseguido ya tantos títulos con las tropas azul y oro que se podría decir que ese añorado último triunfo ya es lo de menos.

Por lo que tal vez el único borrón en su carrera sea su rendimiento demasiado irregular e inconstante con la selección argentina. Algo que, por otro lado, no resulta extraño. Pues escasos ídolos de Boca, a excepción de Maradona, han triunfado en la albiceleste. Tal vez porque el barrio bostero estigmatiza. Es una República en sí mismo que requiere fidelidad y lealtad absolutas. Y, en parte, conseguir un triunfo para Argentina, significaría proporcionarle a su vez una alegría a los más acérrimos enemigos xeneizes: los hinchas de River Plate. Y si algo se tiene absolutamente claro en la Bombonera -tal vez por encima del amor hacia los propios colores- es que es mejor suicidarse, morir o perder antes que colaborar con la alegría de las huestes de Núñez. Razón por la que, en lo que se refiere a los seguidores de Boca, los reiterados fracasos de Tévez con Argentina, entiendo que no hayan afectado un ápice la relación de recíproco, absoluto amor que ambos mantienen. Al contrario, aún puede que se le valore más por ello. Y que únicamente reste verlo levantar una nueva Libertadores para que, directamente, se funde una nueva iglesia consagrada a él y en los altares y balcones del barrio de la Boca, su efigie sea canonizada junto a la de Maradona o a la de Riquelme. Convirtiéndose inmediatamente en icono, hostia para comulgar y estatua sagrada junto a la que rezar. Uno de los profetas que protagonizan el Nuevo Testamento Bostero y velan porque el culto xeneize lejos de extinguirse, continúe extendiéndose por Argentina y el resto del mundo. Shalam

ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك

Con el reflujo del agua, aparecen los arrecifes

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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