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Malabarista

Abr 20, 2017 | 0 Comentarios

De Romario, Jorge Valdano dijo una célebre frase que ha pasado a la historia: que era un jugador de dibujos animados. Pero no terminó de clarificar de qué tipo. Probablemente, porque la fantasía que brotaba de sus piernas y mente era absolutamente inclasificable.

El portento brasileño efectuaba jugadas inverosímiles y asombrosas con tal frecuencia y normalidad que cualquier cartoon dedicado a loar su figura, no hubiera resultado creíble. Básicamente, porque ningún jugador se ha movido en un corto espacio de terreno con la soltura y habilidad que lo ha hecho él. Algo que, según mi punto de vista, era debido a su cintura. La impresionante flexibilidad y fuerza de un tren inferior más propio de un malabarista o un trapecista que de un deportista. Una comparación en la que desearía seguir incidiendo puesto que cuando me acuerdo de él, o vuelvo a contemplar algunas de sus más memorables jugadas, no puedo evitar rememorar a un artista circense. Vislumbro campos de fútbol semejantes a circos en medio de los que Romario ejerce de mago y domador. Un señor con la capacidad de ser el foco de atención de un espectáculo y levantar gestos de asombro en incontables espectadores con un simple gesto.

No obstante, Romario no fue célebre tan sólo por su inverosímil manera de jugar sino también por la de divertirse. Como muchos de los grandes genios, necesitaba gozar, disfrutar de los placeres mundanos, sentirse feliz en definitiva, para dar lo mejor de sí mismo. Tenía muy claro que no rendía correctamente siendo sometido a una disciplina constante y además, teniendo en cuenta que su fútbol no era físico y le bastaba con tocar cinco veces el balón en un partido para marcar dos goles, sabía perfectamente que no debía estar hecho un portento para darle a sus equipos lo que le solicitaban. Algo que, obviamente, en el ordenado y cada vez más mecánico fútbol contemporáneo era totalmente anti-cultural y, sobre todo, al final de su carrera, provocó que tuviera un sinfín de conflictos con sus entrenadores. Por más que, eso sí, sus dotes como delantero eran tan particulares que, en los años previos a su ocaso, irreverentes genios como Johann Cruyff hicieron el esfuerzo de comprenderlo, aceptar sus idas y venidas, consiguiendo sacar lo mejor de él, desafiándolo con todo tipo de retos y apuestas. Al fin y al cabo, Romario no era Ronaldinho. Ronnie necesitaba estar en una excelente forma física para dar lo mejor de sí mismo, realizar sus inacabables slaloms de gacela, sus regates extraterrestres o sus demoledores remates. Pero a Romario le bastaba una simple aparición en un partido para revolucionarlo completamente. Convertir un emocionante thriller en una enorme fiesta. Un jolgorio inacabable.

De hecho, parecía más un jugador de fútbol sala que de balompié y estar jugando en una playa de Río de Janeiro con unos amigos que en el altamente profesionalizado fútbol europeo. Era un pícaro, un golfo, un genio y, sí, una estampa de dibujos animados a la vez.

Cabe decir que, a pesar de su tendencia a la dispersión, Romario fue muy inteligente y maduro cuando tuvo que serlo. No tengo la certeza pero estoy convencido de que durante el Mundial del 94 supo regular sus  salidas con el fin de levantar el más grande trofeo existente. Estuve muy atento a su participación en aquel torneo y realmente, nunca lo vi tan fino. No sé si se tomaba un cubata cada noche pero en el terreno de juego desde luego no se percibía. Parecía llevar una vida espartana y haber realizado sus entrenamientos correctamente.

Junto a Bebeto formó una dupla letal. Ambos aportaban locura y fantasía a una Brasil europeizada y maquinizada, bien cimentada y sujeta por los imperiales Mauro Silva y Mazinho, que había dejado en parte de lado el jogo bonito para conquistar títulos, y conseguir volver a ocupar el trono del fútbol que le disputaban Alemania e Italia.

Aquellos dos delanteros eran prácticamente imparables. Bebeto ponía las piernas y corría allí donde Romario no llegaba y Romario colocaba el balón en las zona del campo que deseaba. Apuntaba desmarques imposibles y creaba jugadas imparables. Su exhibición fue monumental. Los defensas se volvían locos tras ellos y no importa que los marcaran en zona o individualmente, siempre se les escurrían por donde menos podían pensar. Sólo la mítica retaguardia italiana capitaneada por Franco Baresi y Paolo Maldini pudo mantenerlos a raya, hacerles frente y, en cierto modo, desactivarlos. Pero, por supuesto, que la llevaron al límite. De hecho, no fue sino por causa del oscuro azar que no consiguieron traspasar la portería defendida con absoluta sobriedad y eficacia por Gianluca Pagliuca ni durante el tiempo reglamentario ni en la prórroga. Algo que después de su enorme exhibición casi que ya daba igual porque este Mundial llevaba escrito en su frente el nombre de ambos delanteros y el de Roberto Baggio. Quien tuvo la desgracia de errar el penalty que convertiría para siempre a Romario en una de las leyendas eternas de su selección. Un nombre que no estorba junto a los de Pelé, Garrincha, Riveliño o Zico, sino que al contrario, les da realce. Contribuyendo a aumentar el desbordante número de ensoñaciones que, a lo largo del tiempo, el equipo brasileño ha provocado en quienes consideran que el fútbol no es sólo un deporte. También es arte y belleza.

Muchas de las jugadas realizadas por Romario a lo largo de su vida, desde luego, parecen haber brotado de un sueño platónico. Haber sido inventadas por un dios o un guionista de cómics exaltado y frenético. Pues ciertamente, este mago del balón era un señor humano, demasiado humano, en la vida cotidiana, pero, sin dudas, en un campo de fútbol se encontraba tocado por las deidades. Y estoy convencido que si en vez de ser músico, Mozart hubiera sido futbolista, no hubiera sido capaz de marcar (y tal vez ni tan siquiera de imaginar) los increíbles goles que este portento logró. Goles que son un reflejo de los que todos los niños han soñado durante su infancia y probablemente, también, un gran número de adultos. Porque, más allá de su disoluta vida privada, Romario logró algo que muy pocos jugadores a lo largo de la historia han alcanzado: hacer dichosos a todos los que lo contemplaban jugar. Convertir los campos de fútbol, en un territorio de absoluta y total felicidad y cada balón que tocaba en una caipiriña. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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