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El borracho de Rick Alverson

Dic 2, 2014 | 0 Comentarios

Tengo una deuda eterna con Rick Alverson. Una navidad leí una entrevista en la Rockdelux a la banda que lideró durante los años 90, Drunk, y me sentí inmediatamente fascinado por las lúcidas respuestas que daba. Entre sus artistas favoritos, este oriundo de Richmond, (Virginia), citaba varios que ya eran esenciales para mí, como era el caso de Franz Kafka, Thomas Bernhard, Samuel Beckett o Andrei Tarkovski (a cuya Andrei Rublev dedicaba un tema en el disco, To Corner Wounds, que acababa de grabar) y otros que descubrí gracias a él. Me refiero a Robert Musil y Charles Olson. Enormes escritores que oí mencionar por primera vez no en los labios de un profesor de Universidad o un programa cultural sino en los de un músico al que desde entonces, veneré.

No sé bien qué sucedió. Pero aquella foto en blanco y negro que ilustraba la entrevista me impactó. Y desde entonces, a mi ritmo y sin prisas, me fui haciendo con cada uno de los discos editados por Drunk. Casas fundidas en la niebla atemporales con las que solía leer las desventuras de Ulrich y su hermana en kakania y libros como El innombrable, América, El origen o El sótano. Y si bien es cierto que no pude conseguir texto alguno de Charles Olson durante aquella época en España, su nombre quedó grabado en mi cerebro y no desistí hasta conseguir muchos años después su mítico ensayo sobre Herman Melville y poder familiarizarme con sus experimentos poéticos.

Por todo lo relatado anteriormente, Drunk tienen un lugar muy especial en mi corazón. Más aún, teniendo en cuenta que tuve que vivir este amor en soledad. Sin poder compartirlo con nadie hasta el día de hoy. Sí que he de confesar que mis expectativas eran tantas con el grupo que cuando escuché por primera vez su álbum de debut, A derby spiritual, me supo a poco. Pero con el tiempo, acabó calando en mí. Penetrando en mi piel. Haciéndose un hueco en mi vida. Eso sí, con suma lentitud. Porque la música de Drunk no es directa sino esquiva. Ataca de costado. No es especialmente descarnada ni absolutamente desoladora. Sí. Es triste. De baja intensidad. Y con un alto nivel poético y evocador. Pero no trabaja para dar placer al oyente. Parece únicamente interesada en sí misma. Disolverse en su particular tiempo. Monologar más que dialogar. Tal vez porque es música compuesta sin ego. Un bálsamo de autoayuda para los muertos y desaparecidos que se dirige a los vivos casi por azar. Un legado espiritual encerrado en unos discos que, como un tesoro robado, está destinado a ser valorado con el paso del tiempo.

De hecho, dentro de la música de su tiempo, Drunk era más una errante barca espiritual, una barrera que velaba porque el arte de fin de siglo no terminara cayéndose desde un precipicio que un agente activo que pretendiera ocupar un centro, hacer escena o luchar y competir con otras bandas. Al contrario, Rick Alverson y sus compañeros eran mucho más éticos que todo eso. Grababan sus canciones como si fueran personajes de un libro, estuvieran recitando un salmo en una iglesia o construyendo un poema colectivo destinado al anonimato y continuaban sus vidas y proyectos sin mayor alteración. Pues su mayor deseo era hacer arte puro y no tanto servirse o aprovecharse de las posibilidades que se les hubieran podido abrir sin dudas de haber deseado alcanzar un mayor reconocimiento popular.

Resulta difícil recomendar uno de sus discos. Normalmente se suele citar To corner wounds como el más representativo pero yo entiendo su obra como un continuum en el que apenas hay separación entre sus partes. Ok. Sí. Existen diferencias, es cierto, entre A derby spiritual o Raise toward pero en el fondo no me parecen más que matices. La discografía de Drunk está hecha para escucharse sin pausas. En varias horas seguidas tendido en una hamaca o cerca de la chimenea mientras se rememoran las imágenes a las que aluden junto a muchas de las referencias que nombran no tanto por pedantería cultural sino, ya lo he dicho, como forma de resistencia espiritual. Y puede que por ello, no suenen como ningún grupo conocido. Obviamente, tienen muchos puntos en común con Wild Oldham, Bill Calaham o decenas de cantautores del neo-folk norteamericano. Pero me parece que Drunk son más singulares aún. No desean tanto componer la canción perfecta como reflejar perfectamente una emoción. Condensar una sensibilidad y explorarla sin importar el tiempo que lleve ni los vericuetos a los que esta empresa conduzca. Construyen paisajes que no remiten tanto a ellos como al mundo que les rodea y sobre todo, que podría rodearles si nos dedicáramos a buscar la belleza. Esculpir en el tiempo. Arar los campos de la conciencia.

Probablemente, me doy cuenta también ahora, Drunk me gustaban porque me sugerían que la aventura del ser humano no se había agotado aún. Retrataban nuevos paisajes que renovaban los ya gastados e iluminaban los que se encontraban en penumbra y, en suma, sin dejar de ser sumamente melancólicos y volcar la mirada en sí mismos, transmitían esperanza. Fuerza. Eran capaces de dibujar una sonrisa en plena tormenta o nevada. De ser renovadores precisamente por su insistencia en interpretar una y otra vez y sin descanso la misma canción hasta atravesar el horizonte y las praderas; por su insistencia en retratar los vaivenes quebradizos del ser humano, su vagabundeo constante.  De hecho, sus canciones podían servir como banda sonora perfecta de films como Gerry de Guns Van Sant, Old Joy de Kelly Reichardt o incluso del Satantango de Bela Tarr. Películas sobre la amistad y la fe y el agujero negro al que conduce el nihilismo cotidiano. Estructuras fílmicas que describían una aguda crisis de conciencia, un paisaje devastado con vigor y atrevimiento.

Mi relación con el arte creado por Rick Alverson, en cualquier caso, no ha sido nunca regular. Excepto To corner wounds, no compré ninguno de sus discos cuando apareció. Lo hice por lo general dos o tres años después. Pues, dado que apenas encontraba noticias de la banda que comandaba en ninguna parte, ni siquiera sabía que habían aparecido. Por lo que recuerdo perfectamente cada una de las ocasiones en que me hice con uno de ellos, le quité el plástico y lo puse en mi reproductor de CD como si fuera una ceremonia chamánica. Sí. Aunque suene a tópico, un rito de iniciación. Otra travesía más por el cielo y los océanos en busca de mi alma perdida. Y es probablemente por estas razones por las que hasta hace unos meses no había tenido conocimiento de que, tras su fecundo periplo musical en Spokane, Alverson había consagrado su vida al cine. A documentar historias de emigrantes con vidas partidas que estoy convencido -aun sin haberlas visto- que habrá sabido retratar bien. Con sobriedad y emoción contenidas. Atento al alma de sus personajes como lo estaba a las canciones que con tanto mimo acariciaba entre sus manos cuando se dedicaba a componerlas honrando la música y la vida. Penetrando en abismos sin intención de encontrar respuestas y menos aún de revelar todo aquello que hallaba en su recorrido por los infiernos y purgatorios americanos. Shalam

من تسمّع سمِع ما يكْره

 Hacer un agujero para quitar una mancha

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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