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El sexo de Kafka

May 13, 2013 | 0 Comentarios

¿Qué pulsiones sexuales muestran y ponen de manifiesto los escritores en sus libros? No es una pregunta muy habitual. Por lo general, nos basta con que sus historias nos atrapen y no le damos más importancia a esta cuestión a no ser que como en el caso de Henry Miller, D.H. Lawrence o Charles Bukowski, el sexo ocupe un lugar central en sus libros. Hace unos días, hablaba con un amigo en una taberna sobre esta cuestión. En un momento dado, mirándome fijo a los ojos, sonriente, me preguntó -casi afirmando- si pensaba que Thomas Bernhard había sido el mejor escritor del siglo XX; a lo que yo le contesté que no olvidara ni a Borges ni a Kafka. Pero para él, el problema con Borges radicaba en que no existía pulsión sexual en sus escritos. Y respecto a Kakfa, lo consideraba un caso aparte. Entendía que su obra era un borrador inconcluso e imperfecto. El escritor checo nos enseñaba con ella que la literatura es también la historia del artista que fracasa, se frustra y al final queda asfixiado en la página en blanco; del artista disperso pero también de vocación irrenunciable. Y concluía afirmando que Kafka más que a escribir, nos enseñó cómo ser escritores, vivir siendo artistas. Lo cierto es que sus propuestas me parecieron muy interesantes y a partir de las mismas, iniciamos una charla que cada vez se fue haciendo más animada durante la que no tardé yo mucho en sostener que no pensaba que la ausencia de pulsión sexual invalidara la construcción arquitectónica de una obra perfecta como la de Borges. De hecho, a mi entender, el mayor defecto de la escritura del argentino radicaba en esa misma perfección que, por otra parte, tal vez estuviera ligada tangencialmente a la ausencia de ritmo y sangre sexuales en ella. Aunque, en absoluto, de líbido, pues en Borges sí hallaba yo una líbido, eso sí, de carácter mental y cerebral. En gran medida, para mí el escritor bonaerense consiguió algo único: paralizar el sexo de sus lectores y estimular su mente. Es decir; que se folló la mente de los lectores de medio mundo y dejó sus sexos intactos. Algo que probablemente deseaba en la intimidad teniendo en cuenta su homosexualidad latente nunca asumida. Apenas había terminado yo mi discurso, cuando mi amigo se rió profundamente con esta anécdota y agregó un nuevo matiz: que puede, sí, que Borges se follase la mente de sus lectores pero Bernhard la violaba. Definición que me pareció exacta y me animó a indicarle mi opinión personal sobre Kafka.

Lo que deseaba, bajo mi punto de vista, el escritor checo era excitarnos y negarnos el orgasmo. De ahí las expectativas (el goce, el coito) que sus personajes no pueden cumplir.  Kafka nos ata a una silla y nos acaricia suavemente los senos, el coño, la polla, el cuerpo y cuando ya no podemos más y suspiramos por terminar, nos mira impávido, casi asustado pero con cierto aire felino, como si no supiera qué es lo que sucede allí y a qué se deben nuestros gritos, retirándose inmediatamente de la habitación. Y al día siguiente, silencioso, sin darse importancia alguna, vuelve a repetir la misma operación, cada vez con más sofisticación y durante semanas sin descanso, hasta el punto de que finalmente, nos hace pensar que todo orgasmo se basa en la excitación y no tanto en su culminación. En este sentido, la de Kafka sería una líbido que se esconde, que no desea ser líbido sabiendo por otro lado, que no tiene más remedio que serlo. Sería una líbido que disfruta, goza y finalmente, conquista el orgasmo gracias a esa aparente contradicción. A la negación de toda satisfacción. Contento con mi explicación, y brindando en alto con una copa de ron, comenzó mi amigo a continuación, a invocar ahora a su escritor favorito, Juan Carlos Onetti. Un artista que para él, reflejaba perfectamente la tristeza que nos sobreviene tras un orgasmo. Esa sensación de ausencia que nos invade cuando tras fornicar con una mujer u hombre para liberar los impulsos, tomamos conciencia de que en realidad, tenemos en la cama a alguien extraño que no colmó nuestra alma. Haciéndonos inmediatamente pensar en otras camas, otras noches que podrían sucederse en un lugar al que podríamos llamar -entre otros nombres- Santa María

Ja. Creo que a estas alturas, ya estábamos totalmente desatados y todo era posible en nuestra charla. Cualquier metáfora, palabra o escritor podía ser analizada desde este punto de vista. Tolkien por ejemplo, para mi amigo, era el clásico escritor al que la realidad sexual no le satisfacía, buscaba la mujer perfecta o tendía a la perfección en sus relaciones, sabiendo de antemano que esto no era posible y que tendría que refugiarse en las fantasías para satisfacer su líbido. Yo, por ejemplo, sostuve que Georges Bataille disfrutaba con las escenas plásticas y los símbolos. Necesitaba de ceremonias y rituales para sentirse a gusto y eyacular con pureza. Le excitaba una mujer cuya camisa negra dejaba entrever unos senos en que se encontraba grabado el rostro de un demonio, más que otra que pudiera ser más bella. Y en una orgía le agradaba saber que se hallaban cerca del centro de actividad sexual, un sinfín de estatuas de muchacha negras con ojos de áspide siendo penetradas por varios minotauros.

En fin. Llegados a cierto punto, perdimos la noción de lo que decíamos. Para mí, lo que pretendía Tolstoi con Guerra y paz era realizar una sinfonía tan majestuosa, total y absoluta que no existiera una sola mujer que no sintiera deseos de amarlo. Lo que, en el fondo, quería era follarse a todas. Sin importarle profesión ni belleza. Al contrario, Dostoievsky gustaba más de la masturbación que del coito; de la soledad que la comunión. Y buscaba más desahogarse escribiendo que la admiración de sus contemporáneos. Por otra parte, Charles Dickens sería un escritor al que le gustarían los coitos clásicos. Aspiraría a una familia con hijos y un matrimonio tranquilo en el que el sexo se desarrollaría según unas pautas naturales bastante bien organizadas. De tanto en tanto, eso sí, le gustaría pasar con su esposa muchas horas en una cama, sintiendo cerca su corazón y respiración. Y, en fin, respecto a las mujeres no nos atrevimos a decir demasiado. Sus cuerpos son diferentes a los nuestros y hubiera sido una intrusión un tanto insolente. Pero claro que nos aventuramos en algún caso por estos rumbos. No era difícil imaginarse a Alejandra Pizarnik en ropa interior negra caminando en un castillo o mansión en medio de un decorado sadomasoquista ni a Gabriela Mistral corriendo desnuda por un bosque, confundiéndose entre los árboles, mientras se escuchaban caer de los cielos estrofas de sus poemas, entremezclándose en los oídos y cabellos de sus amantes. Como tampoco lo era, por otra parte, imaginarse los orgasmos cósmicos de Sor Juana Inés de la Cruz, aquí en México, entre imágenes de ángeles aztecas y demonios europeos como nosotros que, introduciéndonos en la capilla donde solía rezar, la mirábamos desafiantes, jadeando, pidiendo que se levantara la falda y nos hiciera entender los misterios de su Primero sueño; cómo había sido capaz de retratar el alma de los seres humanos sin haber profundizado en los contornos de su sexo e inhalado sus perfumes, tal y como estaba haciendo con nosotros en ese momento, hace siglos ya, exigiéndonos más y más ardor y pasión, con voz de genio autoritario, mientras mi amigo y yo mojábamos nuestros dedos en las bebidas, los restregábamos contra su cuerpo, dejábamos de hablar de sexo y nos dedicábamos a practicarlo. Shalam.

 الاِنْسان عدو ما يجْهل

 El que lava la cabeza del asno, pierde el jabón, y el que predica en el desierto, pierde el sermón

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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