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Ibra

Jul 4, 2016 | 0 Comentarios

Ibrahimovic es el «ego» hecho jugador. Pero también la elegancia, la seducción y la magia. Concepto este último que resulta difícil de definir. Al menos cuando extraemos la palabra de su cajón de sastre habitual: la hechicería y el mundo de los espíritus. Se me ocurre por ejemplo que sea algo parecido al aura o a un manto protector que provoca que las personas que se encuentren bajo su influjo sean capaces de concedernos momentos irrepetibles, carismáticos e inconfundibles. Una bendición divina que, eso sí, no suele durar eternamente.

En el campo de la música, por ejemplo, Prince gozó de este privilegio durante casi una década y, más tarde, si bien continuó haciendo magníficas composiciones, muy pocas de ellas traían consigo ese perfume capaz de conseguir que percibiéramos lo momentáneo como eterno. Algo similar le ocurrió a David Bowie, guionistas y dibujantes de cómic como John Byrne o Walter Simonson e incluso a Francis Ford Coppola. Un director capaz de definir una década cinematográfica -los 70- con uno solo de sus fotogramas y de condensar un momento histórico en varias escenas.

Volviendo al fútbol, es obvio que Iniesta posee magia. Ciertamente, el manchego es capaz de convertir balones en conejos y el campo de fútbol en una piscina. Y también la tuvieron Juan Román Riquelme, «Mágico» González, Djalminha, Emilio Butragueño o Xavi Hernández. A este último, la musa tardó en tocarle pero desde que lo hizo, convirtió el fútbol en arte. Un juego de combinación tan o más elaborado que el ajedrez lleno de estrategias diseñadas para desmontar imperios o asaltar palacios guardados con celo por sucios soldados de una solidez inverosímil. Tanto es así que a veces parecía que no era un ser humano el que estaba en el campo de juego sino una computadora capaz de ejecutar y elegir siempre el mejor movimiento.

Creo, en cualquier caso, que las musas no tocaron a Ibrahimovic hasta su etapa como jugador en el Inter. Tanto en el Ajax como en la Juventus acabó convirtiéndose en un puntal imprescindible. Un arponero atento y despierto siempre dispuesto a lanzar el puñal y comerse la carne de la ballena cruda o bien caliente. Alto, flexible, delgado, fuerte y musculoso, su imponente físico y su indudable talento le permitieron ir poco a poco ganando espacio en ambos equipos hasta ser un eje esencial de ellos. El guerrero encargado de finalizar un contraataque sin piedad -en el caso de la Juve- o una jugada trabajada hasta la extenuación -en el caso del Ajax-. Un delantero soñado por los entrenadores aunque era muy difícil de domar no sólo para los defensas contrarios sino también para sus compañeros. Porque Ibra, como demostraban sus gestos técnicos y muchas de sus inverosímiles arrrancadas en solitario, «caminaba» por libre.

En ambos equipos, Ibra dio muestras de lo que era capaz: conjugar el arte con la violencia. La definición de un killer con la agilidad de un bailarín. La maldad de un navajero y la técnica y rigor de un karateka. No obstante, no fue hasta su llegada al Inter y, concretamente, su encuentro con Mouriñho que, realmente, explotó. Se convirtió en una bomba de relojería futbolística: un demonio que echaba fuego en las áreas y que parecía que había transformado el campo de los rivales en un círculo infernal cuyas llamas e intenso calor no le provocaban dolor alguno. Ni un mero rasguño. Lo que le permitía dominar el juego, como si fuera un guerrero inmortal luchando contra simples humanos. Machacar a los enemigos como si fueran niños sin fuerza.

Durante su etapa en el Inter, Ibrahimovic se convirtió en un pájaro negro sumamente peligroso. Un espíritu del más allá que parecía jugar para la eternidad. Con la intención de ser recordado durante décadas por los seguidores italianos y del fútbol en general. Demostró, en definitiva, ser un atleta del balón capaz de marcar goles desde todos los lugares. Faltas, cabezazos o remates inverosímiles.

Recuerdo ver los partidos de la bestia en el equipo italiano y quedarme paralizado contemplando su aspecto feroz. Parecía, en verdad, un animal sanguinario. Transportar, orgulloso, las cabelleras de los porteros a los que había clavado sus fauces y comido sus intestinos a través de goles que, sí, comenzaron a ser obras de arte. Un cruce inusual entre fuerza y magia. Un hecho que, además de a sus innegables cualidades físicas, creo, -repito- que hay que agradecérselo a su entrenador durante aquella época: el perverso Mouriñho. Porque el estratega luso -tal vez por gozar asimismo de un gigantesco, inagotable ego y de las dosis de maldad y cinismo adecuados- comprendió perfectamente a Ibra. Se le acercaba en los entrenamientos, antes de los partidos o en su transcurso, y le sugería al oído que era bueno, sí, pero todavía podía ser mejor. Que él sabía que podía convertirse en el mejor jugador del mundo. Que no había nadie como él en la historia del fútbol pero debía demostrarlo en el campo. No sólo esperando el pase perfecto para destrozar las redes sino cubriendo tal o cual espacio y la salida de uno u otro defensa. Y, tras «elevar» la autoestima desbocada de Ibra al máximo, en secreto, cuando éste no podía verlo, hablaba con sus hombres de confianza en el equipo, indicándoles cómo cubrir los huecos libres que el delantero dejaba, cómo protegerse ante los seguros desmanes tácticos que cometería, los cuales no le importaban siempre y cuando cumpliera lo prometido: traerle el cuerpo desmayado del portero contrario. Una ristra de goles que el sueco solía arrojar a los banquillos riéndose, como si en vez de jugar al fútbol, se hubiera ido de cacería con un grupo de nobles atravesando oscuros bosques nórdicos.

Ibrahimovic puede ser egoísta, inmaduro e intratable pero desde luego que no es estúpido. Cuando vio jugar al F.C.Barcelona de Guardiola, comprendió exactamente lo que tenía ante sus ojos: la más grande locomotora que haya existido hasta ahora en el fútbol moderno. Un equipo tocado por la mano de dios. Seguramente bendecido. Y cuando le llegó la oportunidad de jugar allí, desde luego que no la desaprovechó puesto que quería ser el mejor junto a los mejores. Marcar una época como delantero en el fútbol del siglo XXI. Convertirse en la bomba futbolística del milenio. Hacer olvidar para siempre a Van Basten y conseguir que el trono de Cruyff se tambaleara.

Sin embargo, su paso por la ciudad condal estaba destinado a ser agridulce. Ibra hizo sus números. Asistencias y goles abalan una notable temporada en Barcelona. Pero aquel equipo era un organigrama perfecto donde un rebelde como él no podía encajar por más calidad que atesorase en sus piernas. Además, en el vestuario se encontró con Messi. Un extraterrestre al que únicamente su propio país, Argentina, conocía la fórmula para convertirlo en humano. Restarle su poder. Un ser de otro planeta con el que Ibrahimovic no pudo terminar de entenderse (futbolísticamente). Su gran problema. Porque, como supongo que Pep Guardiola intentaría hacerle comprender, no se trataba de competir con el dios del fútbol sino de entenderse con él. Convertirse en su cómplice, su amigo en el campo, además de tomar conciencia que él, Ibra, el héroe del mundo nórdico, no era en este caso, más que una pieza -fuerte y resistente, eso sí,- de un ejército futbolístico donde todo parecía estar programado. Incluso la inspiración y la intuición.

Sea como y por lo que fuera, lo cierto es que a partir de sus discusiones con Guardiola y sus explosivas declaraciones, algo se quebró (psicológicamente) en Ibrahimovic. Probablemente, interiorizó que nunca conseguiría un balón de oro, jamás conseguiría desbancar a Messi del trono del fútbol moderno y dio un carpetazo momentáneo a la ansiedad, los celos, la rivalidad viciosa y viciada y sus ansias de gloria. Y, tras una irregular temporada en el Milán A.C., optó por un retiro dorado antes de tiempo, que es lo que en el fondo fue su fichaje por el megalómano equipo en que un jeque árabe convirtió al Paris Saint Germain.

En Francia encontró un lugar ideal para desarrollar su fútbol al límite y, un tanto más relajado, poder divertirse de las temporadas que le quedaban como futbolista sin autoexigencias excesivas. Aunque esto no provocó un bajón en su rendimiento deportivo. Al contrario, en los últimos años, tanto en la selección sueca como en el Paris Saint Germain, Ibrahimovic ha completado una serie de jugadas y goles que son un espectacular compendio de orgasmos futbolísticos. Sobre todo, porque en París, Ibrahimovic dejó el puñal de lado y se dedicó a disfrutar. Vivir cada partido como si fuera un All Star o un integrante de los Globetrotters. Transformándose en una atracción. Una extraña mezcla entre el «groove» de Michael Jackson, la violencia de un fotograma de Kusturica, un triple de Michael Jordan y el rigor mortal de los soldados a las órdenes de las antiguas familias de nobles italianas. Un gigante que juega al fútbol con contundencia, simpleza y belleza en un entorno donde los rivales no le han sobreexigido demasiado y, por tanto, ha podido transformar en espectáculo y, en ocasiones, incluso arte, muchas de sus apariciones en el terreno de juego. De hecho, nos ha dejado un sinfín de goles desde el centro del campo, de volea y tijera, regates inverosímiles, taconazos y patadas al viento que parecen extraídas de algún negro videojuego.

En fin, en alguna ocasión, Ibrahimovic se comparó a sí mismo con Muhammad Ali. Bueno, la modestia nunca ha sido una de sus virtudes. Muhammad, en mi opinión, se encuentra varios cuerpos por encima de Ibra. Al fin y al cabo, hablamos de una personalidad que influyó social y políticamente en el mundo, ayudó a transformarlo y podría ser considerado perfectamente, el mejor deportista del siglo XX. Pero hay algo en esa comparación que es real. Sobre todo, si tenemos en cuenta el número de recursos que Ibrahimovic ha sido capaz de extraer del frasco de esencias futbolístico. Un arsenal de malabarismos realizados con tal sencillez y fluidez que recuerdan inevitablemente a los famosos juegos de piernas y manos del mítico boxeador. Además, claro, de sus declaraciones explosivas que, en cualquier caso, no han sido ni la mitad de agudas y lúcidas que las de Ali. Porque, al fin y al cabo, Ibra no nació para hablar sino para cazar, degollar cabezas y colgar la piel de los muertos sobre la ramas de los árboles. Y en ningún caso, vive creando conciencia sino que se alimenta de la inconsciencia. No considera el fútbol un arma política sino un campo de extensión de su hogar y mente. Pues es y probablemente será hasta el fin de sus días, un eterno adolescente. Un terrorista de la técnica colectiva. Un individualista anárquico con la capacidad de hacer ganar un partido a todo un equipo. Un atleta de la violencia. Y, sí, un conde loco. Un vampiro que corre desbocado a través de los acantilados y bosques para marcar goles: golpes marciales y balas de hierro clavándose en el corazón de rivales destrozados. Shalam

إنَّ هَذا الشِّبْلَ مِنْ ذَلِكَ الأَسَدِ

Son más amargas las lágrimas que no caen que las que lo hacen

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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