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La broma infinita

Mar 3, 2016 | 0 Comentarios

La broma infinita era Demerol. Prozack. Una distopía genética. Una radiografía deforme del capitalismo tardío. Unas cuantas rayas de crack mezcladas con una prosa lisérgica contaminada de publicidad, deporte, lenguaje empresarial y varias máximas extraídas de los textos de autoayuda.

La broma infinita era un libro loco. Escrito con la demencia necesaria para cerrar un siglo chalado. Era una novela que combinaba las alucinaciones conspiranoicas de William Burroughs con las epopeyas apocalípticas de J.G.Ballard. Un texto obsesionado con la dinámica del sinsentido que igualaba fenómenos como la competitividad del deporte moderno con los delirios pop más agudos y era capaz de relacionar la mente del deportista con la de los yonkies; la avidez por el triunfo con la compulsiva necesidad de droga; el afán del aficionado por el nuevo resultado con el de los seguidores de las novedades cinematográficas, productos comerciales, rotuladores de labios o materiales para mejorar el contacto de las raquetas de tenis; y el morboso interés por la literatura de desastres, los aliens o los monstruos mutantes con los últimos descubrimientos de la física moderna. En resumen, era un texto que describía violentamente ese banquete interminable de festines culturales diseñados para un público insaciable en que se había convertido el arte al transformarse en espectáculo, fenómeno, acontecimiento y bruma. Doping cubista. Pesadilla insaciable en bucle continuo.

La broma infinita era un libro parecido a una receta médica que provocaba alucinaciones, fastidio, aburrimiento y exaltación. Era Las palabras y la cosas de la narrativa esquizoide. Creo que porque la novela era la broma en sí misma y no tanto la película del mismo nombre a la que aludía en su interior.

La novela de Foster Wallace era una demostración feroz de que todo era ya capitalismo. De que lo psicótico hacía tiempo que se había convertido en «lo real», como lo imaginario en «lo esquizofrénico» y lo neurótico en «lo normal». De hecho, la heroína se había transformado en el cáliz espiritual de la época y la soledad y la depresión en dos de sus más preciadas medicinas alternativas. Algo lógico en una sociedad donde el mundo interior eran sinónimos y el kleenex y la ropa interior de marca dos de sus más potentes baluartes simbólicos.

La broma infinita era un intento de arrastrar la ciencia ficción a la alta cultura y de acabar con la literatura a gran escala. Me atrevería a decir que Foster Wallace deseaba transformarnos a todos sus lectores en estudiantes universitarios leyendo en voz alta frases grabadas en una pizarra y así hacernos tomar conciencia de que la cultura de masas se encuentra basada en un eterno proceso de hipnosis y que sin manipulación el mundo moderno se encuentra destinado a quebrarse porque sus fundamentos éticos no existen.

La broma infinita era literatura convertida en una tarjeta de crédito. La constatación de que el movimiento hippie nació muerto y las manadas de zombies que invaden EUA actualmente, surgieron de sus restos y no tanto de las estelas del consumismo. La novela de Wallace dejaba claro que hacía ya demasiados años que el Playboy, la Penthouse o la Rolling Stone no eran «cool» y que la escritura más excitante y moderna no se hallaba en los libros sino en la publicidad, los talones de cheques, los contratos bancarios, los prospectos de medicamentos y, sobre todo, en el periodismo deportivo. En esas crónicas de partidos de tenis, béisbol, bowling o fútbol americano narradas por locutores televisivos que penetran día tras día las mentes de las masas que, hacinadas en estadios, consumen hamburguesas y refrescos azucarados mirando de reojo un folleto sobre milagrosas dietas o productos veganos.

La broma infinita, sí, era un apéndice a la biografía de Agassi. Un racord alargado en el tiempo. Un retrato caleidoscópico del músculo de un dopado. Una exploración sobre aquello que se escondía tras la sonrisa de Sampras, el suicidio de Kurt Cobain y la mamada de Monica Lewinsky a Bill Clinton. Lo que verdaderamente ocultaban esos actos y sobre todo, su publicidad. Un absurdo ritual caníbal en el que el chamán y los cazadores danzaban en torno a un fuego lleno de donuts, Lacasitos y unas cuantas prostitutas de lujo sacadas de una página web.

La novela de Wallace era un testimonio muy claro tanto de que la cultura pop era la puerta de entrada a un campo de concentración como de que las empresas han destrozado la vida social. Era el primer libro que se disfrutaba más leyendo sus reseñas que adentrándose en sus páginas. Era casi una continuación, varios siglos después, del Tristam Shandy. Un texto hecho para confundir las neuronas cerebrales. Una interminable nota a pie de página sobre el fin del posmodernismo y el advenimiento de la globalización. Un intento extremo de construir novelas parecidas a las mónadas de Leibniz. Idénticas a sí mismas, sujetas a su propio espacio y ritmo que no necesitaran al lector para existir. Negaran su inteligencia y lo sobresaturasen de estímulos y detalles nimios imitando la tortura catódica diaria sufrida por millones de consumidores modernos.

Foster Wallace consiguió algo realmente difícil: crear el primer disco-libro. Algo parecido a un sampler repleto de variantes continuas que no llegan a ninguna parte. Retratar la era Internet cuando apenas estaba dando sus primeros balbuceos y escribir como si en vez de un ser humano, fuera una computadora simulando hacerlo como Foster Wallace. En cierto modo, hizo realidad el sueño de de Philip K. Dick. Despojó cualquier tipo de sentimiento del ritmo y cadencia de las frases y convirtió cada capítulo en la secuencia de un programa de computación dando vueltas eternas sobre sí mismo.

La broma infinita era un texto épico y programado sobre la disolución del yo y el fin del ser humano. Era un carcajada industrial. Un laboratorio repleto de tubos conteniendo el esperma de los campeones, las neuronas de los genios y extractos del pelo del pubis de las modelos. Era escritura transformada en una fórmula física para luchar contra la tendencia a domesticarla. Literaturizarla. Convertirla en historia y no en arma química con la que destrozar las bacterias inoculadas por los Estados y Empresas en el inconsciente moderno. La verdadera guerra fría y nuclear, como demostró el prematuro final del escritor norteamericano.

La broma infinita era una galaxia irreal. Semen extraído de una máquina. Un grito de auxilio en medio de un inmenso centro comercial o una excursión por Disney que nadie osó escuchar. La respuesta de la literatura a los experimentos de Grant Morrison en el cómic. Y, en suma, la prueba de que, como señalaba David Markson, el lector siempre está solo y ni las obras de arte, los espectáculos o los productos de consumo podrán evitar que antes o después muramos. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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