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La máquina del salón

Nov 8, 2017 | 0 Comentarios

A un ensayo no le pido tanto que me convenza e instruya como que me proponga rutas y desafíos. Y, desde luego, El videojugador. A propósito de la máquina recreativa, de Justo Navarro lo ha conseguido. Sobre todo, por una serie de ideas dispersas que van surgiendo en su desarrollo. Me interesa en concreto mucho su visión sobre los primeros videojuegos. El escritor granadino sugiere que tanto en Spacewar!, Pong o Tennis for two, las raquetas y naves eran metáforas. El jugador debía imaginar que una línea vertical era una raqueta y que una nave dibujada con extrema sencillez era una máquina de guerra capaz de atravesar la galaxia.

En los inicios del videojuego, la imaginación suplía las carencias técnicas. Los vacíos de la pantalla. El jugador no sólo jugaba sino que también soñaba con aquello que le proponían los programadores. Rellenaba constantemente huecos. Emitía hipótesis sobre aquello que contemplaba. El jugador era un soñador y el videojuego un artefacto metafórico.

Estoy casi seguro de que Friedrich Nietzsche habría vuelto a redactar Aurora tras contemplar inmóvil durante horas el haz de luz que recorría la invención de Thomas T. Goldsmith Jr. y Estle-Ray Mann: Cathode-Ray Tube Amusement Device. Un simulador de misiles inspirado en la manera en que los radares los detectaban que para el ciudadano occidental de mediados del siglo XX era lo más parecido a una señal divina. Un signo de un mundo por venir que, de no saber que había sido programado por laboriosos ingenieros, hubiera podido ser tomado como una señal extraterrestre. De que había vida en Marte. Y, desde luego, hubiera podido aparecer en cualquier serie televisiva desarrollada en mundos paralelos o distantes tipo Dr. Who o La dimensión desconocida.

Los primeros videojuegos nacieron debido a las continuas experimentaciones de la industria militar. Son en parte fruto del ocio y de la ambición bélica. Del deseo de llenar las horas libres y del de derrotar al enemigo. Proceden de la mente de unos ingenieros preparados para diseñar máquinas destructivas lo más ligeras y efectivas posibles, empeñados en idear sofisticados métodos y códigos de comunicación que despistaran a los contrarios. Y por eso se dividen por lo general en pasatiempos deportivos y juegos bélicos. Los ingenieros necesitaban relajarse de sus absorbentes trabajos y muchas veces, no tenían a mano un balón ni fuerzas para correr.

Los videojuegos nacieron como consecuencia, en gran medida, de la experimentación científica acaecida durante los años de la guerra fría pero, en realidad, no reflejan tanto esta tensión sino más bien un deseo de esparcimiento. Space invaders, por ejemplo, no era únicamente una plataforma para experimentar el instinto marcial o una evolución del instinto aventurero marchito. Era varios años antes de su conclusión oficial, la constatación de que EUA vencería la Guerra Fría. Los norteamericanos ni tan siquiera necesitaban crear juegos en los que arrollar al ejército rojo. Ellos ya estaban con la mente puesta en la batalla del espacio. Desafiando gigantescas naves y multiformes aliens en el oscuro cielo que surgía de una pantalla que cada vez simulaba la realidad con mayor precisión.

La evolución de los videojuegos no se encuentra muy lejana de la del lenguaje o el arte. Convierte un palo en una raqueta con jugador. Es decir, transforma las metáforas en nombres, a medida que los colores esparcidos por la cueva se van integrando en pantallas formando, en algunos casos, auténticas sinfonías hiperrealistas.

El mundo del videojuego se nutre tanto de los experimentos de la lingüística estructural y generativista como de los adelantos técnicos. Y finalmente, se convierte tanto en un difusor de ideología como en un espejo de las transformaciones sociales. Es tanto cristalización de las aspiraciones marxistas como de los flujos y reflujos del capitalismo. Un mundo que somete al jugador al vértigo de la novedad, mezcla el tiempo del ocio y el laboral y sustituye la experiencia real por la virtual, convirtiendo al jugador en un obrero de la experimentación. El rey de un mundo inexistente donde las victorias y derrotas no son tanto épicas como satisfacciones y frustraciones menores. Razones por las que su evolución respecto a los otros medios artísticos en los últimos años ha sido tan grande. Porque los creadores de videojuegos, al fin y al cabo seres humanos, han sentido la necesidad de trascender e imponerse a las musarañas de la banalidad que, de alguna manera, acompañan a estos artefactos desde su creación.

En fin, el videojuego ha conseguido transformar en muy pocas décadas un código simbólico, totémico,  primitivo y al mismo tiempo, complejo, moderno y minimalista en un lenguaje universal. Un esperanto iconográfico muy parecido al cinematográfico que  ha encontrado su medio ideal de difusión en tres artefactos: 1) la máquina recreativa que convierte los espacios públicos en lugares zombies llenos de jugadores absortos en su consumo lúdico. 2) la videoconsola que ​invadió lentamente los espacios privados, los hogares modernos durante la década de los 80, ayudando a construir nuevas pautas de ocio y nuevas subjetividades a medida que Margaret Tatcher y Ronald Reagan iban desmantelando el estado proteccionista y construyendo la sociedad neoliberal. La apoteosis del poder privado y empresarial opuesto al público. 3) El dispositivo móvil que transforma definitivamente la calle, el autobús, el centro de trabajo y el metro en un espacio de ocio. Transforma lo público en ámbito privado.

Y, en ese sentido, el ordenador personal (así como su hijo pródigo, el videojuego), puede ser considerado, como lo hace Justo Navarro en el final de su ensayo, en un buen funcionario del mundo neoliberal. Un jefe serio y disciplinado cuya misión es convertir a sus usuarios, a su vez, en higiénicos trabajadores.  Pues, al fin y al cabo, la misión de un videojuego no es otra que obligar a que el jugador aprenda unas normas y pautas de comportamiento concretas. Convertirlo en un ciudadano obediente capaz de reiniciar la partida cuantas veces sea necesario para terminarla, según las reglas que los programadores previamente han impuesto. Transformando el mundo en un paraíso lleno de opositores que sólo levantarán la voz en caso de que una avería provoque la interrupción fortuita de la partida que llevan entre manos. Shalam

إِنْ سَرَّكَ الأَهْوَنُ فَابْدَأْ بِالأَشَدِّ 

Los lamentos son el lenguaje de la derrota

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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