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Feb 18, 2017 | 0 Comentarios

A grandes rasgos, prácticamente todo lo que tenía que decir y escribir en Puercos, ya está dicho y escrito. Resta ahora corregir la tercera parte del libro. Dejarlo reposar unos días y volver después con toda la fuerza y lucidez posible para recomponerlo o reestructurarlo por entero si es necesario y darle la forma definitiva. Como está siendo habitual en estas últimas semanas, dejo a continuación un pasaje que no aparecerá en la novela. Este en concreto lo escribí hace más de quince años. Pues ciertas partes de una lejana novela, No, que nunca llegué a publicar, las he utilizado en Puercos.

Es una lástima que no hubiera hueco para estas líneas pero es el libro el que dispone lo que entra y no yo. Suena a tópico pero es cierto. Los escritores somos instrumentos. Ahí va:

«Los escritores no soportan perder. La mayoría encuentran un refugio en la escritura tras cientos de decepciones. No son por lo general atractivos. De niños, de hecho, era absolutamente normal para ellos ser derrotados o más bien humillados en los deportes. Todos los que he visto crecer en las inmediaciones del palacio solían llegar los últimos en una carrera de caballos, eran unos inútiles en el arte de la esgrima y, por supuesto, que eran incapaces de levantar varias piedras juntas. Sus músculos eran flácidos y su aspecto penoso. Y en esas condiciones, los libros se convertían en su tabla de salvación. Un castillo en el que protegerse y defenderse del arisco mundo, la incompresión de sus padres y las burlas de sus compañeros. Lo que permite comprender, supongo, cuánto les puede llegar a doler, el que después de años estudiando (o haciendo que estudian y haciendo que escriben), alguien critique su libro. Todos ellos saben internamente el dolor inmisericorde que pueden llegar a sentir si su libro es descuartizado y por eso son tan crueles (pues necesitan dar una imagen temible para no ser atacados) y al mismo tiempo tan amables (pues necesitan tener cuantos más aliados sea posible para no ser atacados).

En realidad, debido a sus frustraciones continuas, no poseen ningún sentido del humor. Y por eso no juegan de adultos. Para no revivir sus traumas de la infancia. De hecho, tal vez por eso se muestran tan serios y gritan a quien desee oírlos que serían capaces de dar la vida por la literatura. Algo absolutamente falso, como demostré hace varios días. Estaba yo tan aburrido contemplando los jardines desde mis aposentos que pedí a mis criados que me trajeran a varios de estos farsantes. Y una vez que se encontraron frente a mí, arrodillados como es debido, les di a elegir entre morir en la hoguera o arrojar la obra que habían estado escribiendo durante varios meses al fuego. Y todos ellos decidieron conservar su vida. ¿Esa era la inmensa confianza que poseían en sus textos que días antes aseguraban que les sobrevivirían? ¡Panda de farsantes!

Ocurre también que, como ninguno de ellos es capaz de componer un libro bueno, un libro que le diga algo a la humanidad que merezca la pena, por lo general acaban siempre descontentos. Y no es extraño que confiesen que no encuentran un sentido a su vida. Si fueran personas con un mínimo de sentido común, campesinos o labriegos, aceptarían este hecho y se dedicarían a otros menesteres. Pero estas ratas por lo general se dedican a criticar viciosamente y en secreto los libros de sus compañeros o bien se encierran en sus lóbregos hogares empeñados en crear otra obra maestra.

Lo cierto es que, como en el fondo son ególatras, lo que desean, en realidad, es construir un libro que consiga que la humanidad no necesite ya más libros y no tanto un libro realmente valioso pues, básicamente, quieren que únicamente los leamos a ellos. Los hay incluso que desearían que su rostro ocupara todo el espacio de la portada, pero también existen quienes ocultan información y no permiten que su nombre e identidad se conozcan, no tanto porque no tengan ego sino porque su ego es todavía más grande del imaginable puesto que saben perfectamente que, enmascarándose, llamarán más la atención.

En cualquier caso, todos están ávidos de poder y de premios y son absolutamente inmaduros. Son esclavos de sus propios libros y de sus impulsos. Y la mayoría se sienten impotentes. Una impotencia que contrasta con cierta seguridad en sus rostros, que no es más que un testimonio de crueldad. Los ve uno tan atentos a las palabras, tan sensibles a lo que uno pueda decir de cualquiera de las malditas frases que han compuesto a lo largo de su vida, que no es difícil imaginárselos corrigiendo cualquiera de sus textos mientras a su lado, un niño es torturado.

Estoy seguro, ciertamente, que la mayoría contribuirían a la tortura con la excusa de que los gritos del maldito niño no le permitían concentrarse. Esa manía por escribir bien no puede conducir a ningún lugar puro. Y por ello, los escritores únicamente pueden crear el caos. Son muy certeros y puntuales esas ratas anunciando, por ejemplo, que su libro está recibiendo un sinfín de elogios y en destrozar a otros escritores y embaucar a su público, pero siempre llegan tarde para conquistarse a sí mismos y a la propia literatura. En fin, en la vida afortunadamente no sólo hay escritores y  tampoco la profesión de dios es escritor pues, de ser así, estaríamos absolutamente perdidos.

Realmente, todos los escritores que he conocido hasta el momento me han hecho odiar la palabra literatura. Considerarla algo maldito. Todos los libros que he leído hasta el momento, de hecho, me han parecido un desahogo del escritor. Un panfleto realizado para no suicidarse y un atentado contra los lectores que, por lo general, son escritores frustrados pero con un poco menos de ego. Y además, son unos ignorantes porque si supieran las intenciones de esas bestias que tengo ahí encerradas en las habitaciones del palacio no tengo dudas de que se asustarían. Se arrancarían los ojos por haberse atrevido a leer libros que no deberían haber sido escritos. Aunque no tengo yo demasiada fe en mis súbditos y estoy convencido de que esos estúpidos podrían llegar a aplaudirlos y elogiarlos, dado que los escritores saben muy bien cómo engatusarlos. Conocen las tretas y ardides necesarios para convencerlos.

Muchos de esos estúpidos lectores se encuentran también totalmente frustrados. Pues si no, ¿cómo explicar que disfruten esos libros llenos de palabras revenidas? La mayoría de libros compuestos por escritores son directamente ilegibles, insulsos y tan estúpidos que no queda otra opción que destrozarlos y limpiarse con sus páginas el culo. Me río yo de esos escritores que concienzudamente examinan cada disposición de las palabras y frases antes de finalizar una página que generalmente tardan años en gestar. Esos escritores piensan todavía que sus libros sirven de algo pero, en realidad, son cobardes. Yo lo sé perfectamente porque los escritores son fabricantes de juguetes. Más en concreto, de cunas y chupetes. Sus libros son chupetes. Cumplen el papel de la voz de la madre contándoles historias al niño. Son la madre diciendo al bebé que hay que levantarse y crecer. En verdad, esos textos son el castigo, la locura, y la egolatría más feroz. Porque están escritos por seres perversos, incompletos, frustrados. Son, en definitiva, un reflejo de los pensamientos de un dios loco en los que nadie, absolutamente nadie puede reconocerse totalmente. Shalam

اِبْنُ آدَمَ يُرْبَطُ مِنْ لِسَانِهِ وَالثَّوْرَ مِنْ قُرُونِهِ

La peor decisión es la indecisión

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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