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Asambleas literarias

Jun 7, 2013 | 0 Comentarios

En el pasado número 32 de la revista El coloquio de los perros apareció un artículo que he dedicado a las celebraciones literarias, ilustrado con fotografías de una amiga, Sandy Soriano, con la que pasé varios días en la Feria de Guadalajara del pasado año. Dejo a continuación el texto no sin antes advertir que lo redacté mientras leía el mítico Anti-edipo de Deleuze y Guattari (algo que se puede constatar desde la primera línea) y que, en esencia, aunque supongo que en el futuro participaré en algunas ferias (al menos eso espero) y he disfrutado mi presencia en ellas, suscribo en parte la opinión que uno de mis yoes indica en este artículo. Existe algo en estos festejos que asusta, es monstruoso y además está muerto. Y me atrevería a sugerir que lo que muere o languidece allí, es el animal expuesto: la literatura. Puedo imaginarme perfectamente por ejemplo, al artista del hambre kafkiano encerrado frente a sus lectores en uno de los salones de estos grandes eventos. El capitalismo fabrica cajas, redes, círculos para atrapar a los peces: lectores y escritores. Por lo que, en parte, visualizo los saltos de satisfacción que damos entre las paredes de estos eventos cuando encontramos un libro que buscábamos desde hace tiempo o un escritor nos firma una novela, como fenómenos semejantes a los aullidos de los animales antes de ser cazados y aniquilados. Y a este respecto, no tengo dudas. Las ferias literarias no son para el escritor el mar. Ni tampoco para los lectores. Son más bien la constatación de que el camino al agua está vallado por decenas de obstáculos que imposibilitan el nado. Resultando lógico, por tanto, que aun teniendo escamas o aletas ideales para sumergirnos en las profundidades de los océanos, nos quedemos en la orilla. Impotentes para introducirnos en aquello que llamamos literatura. Ese arte que conforme más nombramos, más se aleja de nosotros.

Ahí va:

Feria digestiva

Decía Deleuze que la crueldad es el movimiento de la cultura que introduce a la fuerza el deseo en la producción, intentando convertir a los hombres en piezas y engranajes de la máquina social. Pocos lugares como una feria literaria -una especie de máquina orgánica construida por y para el consumo- permiten constatar con mayor claridad la anterior afirmación. Ante todo, porque durante su transcurso, se comercia con títulos, escritores y editoriales como si fueran especias, de tal modo que podría decirse que de la literatura sólo queda en ellas, su nombre. Su «aura» que posiblemente nadie alcanza a ver. Probablemente porque ya no exista. Lo que convierte a estos eventos en inmensos parque de atracciones donde todas las perversiones se encuentran permitidas, y los libros terminan transformándose en objetos de seducción y deseo: prostitutas (o esclavas) culturales deseando ser vendidas.

Se diría que «el fantasma de la literatura» es el único protagonista de las ferias. Y que el papel de los escritores es el de enterradores. Porque la literatura únicamente se encuentra presente en ellas como reclamo o llamada de atención. Fantasía más que realidad. No es más que una palabra-símbolo, casi un «fetiche», ante la que todos los asistentes se postran pero a la que nadie ve, comprende o hace caso, al ser transformada en objeto capitalista. Encerrada en los interminables anaqueles de un espacio intercambiable por cualquier otro. Un lugar en que todo, absolutamente todo -y, sobre todo, las conferencias o presentaciones de libros- se encuentra orientado a la «compra». La adquisición del texto.

La feria literaria es ese lugar donde se cumple con gran precisión una regla todos los años: que allí acuden un gran número de escritores que, mientras se desarrolla el evento, apenas escriben. En todas ellas, de hecho, se habla de libros que no se hacen. Que ya fueron escritos. Porque, en esencia, son una celebración del pasado. La revisión de fechas del calendario caducadas. Razón por la que resulta tan dificultoso sorprenderse en su transcurso y por lo general, todo allí se encuentra programado.  Las ferias, al fin y al cabo, nunca suceden. Sucedieron. Son algo pretérito o por venir pero nunca un acontecimiento ocurriendo en presente. En el aquí y ahora. De hecho, todo es absolutamente previsible en ellas: desde el presupuesto que cada visitante piensa gastar,  las filas de fervorosos fans ante los escritores, las charlas de los creadores, las conversaciones en las cafeterías, el libro nuevo que descubrimos emocionados, ese otro que continuamos sin encontrar hasta las comidas de gala, las prisas y nervios de los editores, las citas y polvos en los hoteles, los cocktails, las dedicatorias, entrevistas y conferencias que se solapan o el desvelamiento de quién será el próximo país invitado. En resumen, son un mar de monotonía que tal vez podría variar si se plantearan de otro modo. Si, por ejemplo, los escritores que acudieran allí se comprometieran a escribir textos mientras el evento se desarrolla y entregar sus resultados a los visitantes a su finalización. Puede que entonces, en ese caso sí, las ferias se convirtieran en una fiesta del «presente» donde se festejara la literatura, feliz al fin de ser la protagonista e ir engrandeciéndose a medida que pasan los días. Pero ocurre que los artistas no están interesados en crear durante su desarrollo. Únicamente en vender su obra y promocionarla. Por lo que la mayoría acaban transformándose en sonrientes políticos que solicitan del público la compra de sus maravillosos textos. Fiscales ante quienes todos los asistentes deben rendir cuentas. O peor aún, en los monos de la fiesta. Funcionarios convocados allí para hablar de aquello que pudo ser arte y ya nunca más será. Al menos, mientras continúe desarrollándose la feria. Pues, durante esos días, todo es comercio. Sobre todo, ellos mismos. Los increíbles y fantásticos escritores del mundo.

Los organizadores de cualquier feria -sea de libros o automóviles- saben que han de crear un espacio que dé la sensación de que todo, absolutamente todo es consumible allí con el fin de lograr el sueño secreto del capitalismo: generar la ilusión de que un día podremos destruir el planeta sin tener por qué sufrir las consecuencias. Y por ello, no resulta extraño que las literarias se encuentren llenas de estatuas de hombres comedores de libros. Seres a mitad de camino entre lo humano y lo animal que devoran volúmenes sin cesar. Nunca están satisfechos y, a pesar de su afán, no son capaces de acabar con las decenas de libros agolpados en las galerías porque su misión es animar a que el público en su conjunto los consuma, agote, devore con sus dientes e intestinos, y muera, si hace falta, de indigestión; de un cruce de palabras tipografiadas de Robert Louis Stevenson, Leon Tolstoi o Georg Lukács.

Se dice que todo escritor que no se encuentra en una feria, está muerto. Que quien no aparece por allí, no existe. Pero a veces, da la sensación de que quienes participan en el evento son los que están muertos. Público y escritores. Y que las ingentes filas de personas que caminan por ellas, como zombies, con la mente vacía y el corazón en blanco, están, en realidad, dando el último adiós a un cadáver, la literatura. Tengo la impresión, de hecho, que las ferias se celebran cada año regularmente porque el Sistema necesita corroborar que se encuentra muerta. Y sacar todos los réditos, beneficios que pueda de la conmemoración de su fallecimiento. Por eso, repito, creo que en el fondo, es que se llevan a cabo con tanto alborozo estos eventos y no cesan de producirse y reproducirse año tras año: porque son la constatación de que la literatura está muerta. El homenaje por los servicios prestados. Y el recuerdo entrañable hacia «algo» que fue hace no demasiado tiempo imprescindible pero al mismo tiempo tan molesto, que ha sido necesario exterminarlo, con el beneplácito y consenso de todos los que acuden a su funeral. Y se hacinan frente a las estanterías de las editoriales para, por si había dudas, terminar de rematar al «muerto» para siempre jamás. Shalam

هَل بِإمْكاني مُساعَدَتُكَ؟

Si no entras en la madriguera del tigre, no puedes tomar sus cachorros

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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