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Chihuahua

Ene 29, 2013 | 0 Comentarios

Hace poco he acabado de leer En el camino. Confieso que el libro me ha mareado en determinados momentos. No sabía yo dónde me encontraba. Si en un automóvil, un bar, San Francisco o en Nueva York. Y llegados a un límite, también desconocía a qué mujer besaba en determinadas escenas Dean Moriarty, o en medio de qué conflicto o trifulca se encontraban él y sus compañeros. Aunque, sin embargo, no me importaban estos deslices caóticos demasiado. No eran suficientemente esquivos como para que decidiera volver sobre mis pasos y releer los pasajes anteriores, retomando así el hilo de la narración. Supongo que porque lo que Kerouac deseaba era precisamente esto: exprimirnos en su batidora lingüística, hacernos dar vueltas en torno a la historia que narra, conseguir que nos olvidáramos del lenguaje y que levitáramos entre sus páginas, como si estuviéramos escuchando a Charlie Parker o Duke Ellington. Sin orden ni concierto. Solo dejándonos llevar. Es decir; que su propósito era inundar la mente del lector -más un amigo aquí que otra cosa- con el relato de una experiencia reflejo del caos de su alma.

En el camino se encuentra repleta de pasajes bestiales, visiones oníricas, peleas, huidas, viajes, golpes y sudor. Todo esto ya lo sabemos antes de leerla. Pero no está de más repetirlo. El libro va por libre. Buscando el éxtasis. Desbocado a veces, como un caballo sin riendas, o un coche conducido por un conductor drogado. Es más un poema musical salvaje que una novela; el reflejo de un alma perdida que una reflexión. Un orgasmo en metáforas. Y no le importa tanto guiarnos a través de ese caótico mundo que retrata como mostrar las vísceras del espíritu de un escritor condenado a errar para poder decirse, mostrarse de forma inteligible ante los demás.

En cualquier caso, si he vuelto a mencionar el libro de Kerouac no es por todo lo dicho anteriormente, que ya es de dominio común, sino por las escenas que se desarrollan en México durante su parte final. Porque, desde el momento en que Sal Paradise y Dean Moriarty cruzan la frontera que separa EUA del país azteca, el libro pasa en mi opinión a otro plano. Revela ser una especie de experiencia mística, un viaje de aprendizaje religioso que preanuncia la conversión de Kerouac al budismo años después.

No es que la novela cambie espectacularmente en México, pero sí la mirada del protagonista, quien si hasta entonces parecía una especie de gamberro desorientado con ínfulas de artista, deviene allí un Ulises sorprendido y encandilado ante una realidad que le supera. Pero también le intriga y fascina, de tal modo que tiene mucho cuidado a la hora de describirla y sin olvidar los aspectos insólitos de la misma, es capaz de hacernos partícipe de su características espirituales, anímicas.

Las escenas en las que nos relata su paso por un prostíbulo, la actitud de la policía, los enormes cigarros de marihuana que se fuman en aquel país o la descripción de los paisajes que contempla como si fueran nebulosas incandescentes, planetas perdidos en sintonía con el melancólico, afable, parsimónico y evanescente alma de sus habitantes son de una belleza insuperables. Son estampas breves, concretas de una fascinante lucidez repletas de sugerencias que valen por sí mismas para justificar el libro. Pues en ellas, Kerouac consigue al fin conjugar todo aquello que, en mi opinión, únicamente lograba en muy pocos de sus pasajes anteriores: extraer poesía de la realidad, llamaradas de vida de su periplo viajero que no se consumen en sí mismas. Y además, testimonia su proceso de transformación, mutación en contacto con un «Otro» afable y familiar pero también desconocido que le obliga definitivamente a crecer. Consiguiendo que finalmente el exilio interior y exterior de Sal Paradise y Dean Moriarty cobre sentido al hacer de la narración, un relato de purificación y no ya tanto una mera evocación o reflejo de un malestar un tanto caprichosa.

En el camino tiene un clásico final: la evocación y recuerdo de Dean Moriarty. Pero podría ser cualquier otro. Eso también se nota. Porque, en realidad, desde el momento que atraviesan la frontera mexicana, finaliza. Los personajes encuentran un lugar que refleja perfecta sus zozobras, donde pueden buscarse y continuar reptando sin miedo al rechazo. Y es en ese instante que empieza el relato interior que ya no conoceremos. A Kerouac le basta con sugerírnoslo. Ya no tanto ahora con swing, ritmo y talento sino con su silencio. Con unas breves frases cargadas de melancolía y tristeza en las que hace referencia a los ocho meses pasados en el Distrito Federal. Ciudad a la que describe como un inmenso zócalo. Un lugar por donde circulan almas en vilo atentas únicamente a sí mismas y en contacto con «otros mundos». Ideal, por tanto, para que su viaje de redención finalice. O mejor dicho, comience. Pues parece que sólo allí, en territorio azteca, entre muros inmensos de cemento y pirámides colosales, es que Sal Paradise al fin se olvida de su yo, integrándose con un cosmos que hasta entonces únicamente parecía oprimirle y al que tan sólo podía enfrentar por medio de sus continuos viajes, la droga y el be-bop. Es entonces que Paradise (Kerouac) pasa, sí, a ser un»otro», y que se droga y bebe no tanto para huir sino para descubrir todo aquello de sí mismo que desconoce. Es entonces para mí que empieza el verdadero viaje. Que comienza En el camino. Shalam

إِذَا طَالَتِ الطَّرِيقُ كَثُرَ الْكَذِبُ

Las mentiras del púlpito se conocen en público

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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