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Hablando

Mar 28, 2013 | 0 Comentarios

He aquí el primer texto corregido y recuperado de El libro perdido. Obviamente, todavía necesitaría una revisión posterior antes de unirlo junto a los otros que voy a ir retomando de ese primer conjunto de escritos en que trabajé hace ya más de 10 años. Pero me parece que ya se encuentra en un estado lo suficientemente potable como para mostrarlo. Teniendo en cuenta que hacerlo público, estoy convencido que me va a servir de estímulo para animarme a completar ese antiguo proyecto. Con el tiempo, llegará un momento en que trabaje los textos a solas y no en Averíadepollos pero, de momento, me parece muy apropiada esta decisión que puede reanimar un libro que ya creía, exactamente, extraviado en los confines de la memoria.

 Hablando

El silencio se encuentra situado en un lugar a medio camino entre la realidad y el sueño. Pues no termina por definirse si es o no es, aparece o desaparece. Como si se tratara de un dios arcano al que cientos de fieles adoran a pesar de no haberlo visto nunca, o alguien en quien nos viéramos obligados en confiar a pesar de no haber dialogado jamás con él, se encuentra compuesto, en esencia, de deseo e imaginación, ya que nunca se nos muestra por entero totalmente. Debe siempre combatir con el sonido que le concede su identidad pero al mismo tiempo obstruye su desarrollo, hasta el punto que podría decirse que no existe. Es más algo imposible de ambicionar que un torreón que podamos conquistar. Y seguramente, por eso es tan sexy. Por la dificultad o, más bien, imposibilidad absoluta de acceder a él. Porque el silencio únicamente reinaría en un mundo sin hombres y animales, en las fauces de la nada, donde no existieran el viento o el aire. Y aún así, lo tendría difícil, dado que no habiendo vida, estaría muerto. Y, por tanto, se vería incapacitado para imponer la mudez infinita, absoluta.

No parece erróneo sugerir que el silencio se desplaza muy ágilmente por el territorio de las dudas; que allí se encuentra en su elemento. Pues es un fiel compañero de Hamlet. Un fantasma amigo siempre presente en nuestra vida cotidiana que al llamarlo, desaparece. Se encuentra en ninguna parte y en todas a la vez, habla sin necesidad de pronunciar una sola letra y comienza a comunicar cuando calla. Desafío de los dioses y dueño de los hombres, es igual de esquivo a ambos. Los respeta y se ríe de ellos por igual. No es propiedad exclusiva de nadie. Y ni siquiera Zeus puede comprenderlo y menos dominarlo. Es más, se diría, (como refleja el famoso episodio en que le solicita a Apolo que taña su lira mientras aguarda que Hera, enojada por sus flirteos con la hija del pastor Eumeneo, regrese a sus aposentos) que le teme y sería capaz de realizar cualquier acto para poseerlo. Pues su secreto se escapa a su omnímodo poder. Es el desfiladero ante el que se estrella el tiempo. Una sombra que alumbra en pleno luz del día. Otro más de los fracasos de la razón. Y una justificación más para que reine el caos que, al fin y al cabo, nació de la imposibilidad de luchar contra el silencio, del reto que éste impuso a los hombres antiguos. Quienes el día que consiguieron calmar y aquietar su mente, tras siglos de caza y ruidos, creyendo que habían alcanzado la paz, volvieron a frustrarse ante la imposibilidad de desentrañar ese silencio angosto que se cernía ahora sobre ellos aunque lo estrujasen entre sus manos.

Esquivo, ambiguo, siempre camuflado, tieso, perdido entre palabras y ruidos, hay quienes dicen que el pago que tuvo que realizar Urano para  construir el mundo fue la creación del silencio. Y que la resplandeciente voz de los dioses no nace de su deseo de ser escuchados por todos los hombres allí donde se encuentren sino de su necesidad de vencer a este indefinible señor. Algo imposible. Al menos siguiendo esta estrategia. Pues cuanto más gritaban y hablaban, más fuerte se hacía en las sombras, como cuanto más se callaban, más poderoso y radiante se le encontraba en la luz.

Para muchos hombres, el silencio ha sido un escondite que podía acabar convirtiéndose en cárcel si no se retiraban de allí raudos. Razón por la que es un espacio tan sugestivo y tentador como poco transitado. De las primeras expediciones de tribus que se adentraban en el desierto del Namib, por ejemplo, morían casi la mitad de los hombres. No por causa natural sino porque forzaban su suicidio. Incapaces de estar a solas consigo mismos, de escuchar continuamente la monótona, asfixiante voz del silencio, se saben casos de jóvenes que tragaron arena hasta morir. Aunque la mayoría optaban por rebanar sus cuellos con un objeto cortante. Y a algunos se los encontró al alba estrangulados con sus propias manos.

En cualquier caso, el silencio no es sólo un peligro, una prueba fatal, ese elemento que confunde la psique retorciéndola ante lo imprevisto, sino que también es un anillo que reúne a las personas y las compromete, porque durante su reinado, brota el deseo en los amantes. Mucho antes de haberse conocido o tras haberse saludado. Cuando ambos rumian su amor por la otra persona en secreto. Silenciosamente. Siendo por esto visto como un espacio utópico de conciencia. Un fenómeno que hay que adorar pues cumple una función muy importante para el desarrollo de la especie, como comprendieron las culturas del norte de África que lo consideraban un Dios. Y lo representaban con un único enorme ojo -a través del que observaba todo lo que sucedía a su alrededor- y sin boca. Pues lo que necesita decir, lo podía hacer sin tener que hablar. Lo que le confiere un poder monstruoso, del que intentaban dar cuenta pintando nueve pliegues en su frente, dado que para aquellos pueblos estas hendiduras simbolizaban la fuerza bruta y pura del Universo que se manifestaba en los nueve planetas.

Para ciertos magos, el silencio tenía además otra propiedad casi milagrosa: la posibilidad de hacernos imaginar objetos no sedimentados, un futuro nunca realizado. Puesto que consideraban que, gracias a su influjo, había incontables malos libros y tratados que no habían sido escritos. Y, asimismo, el silencio de muchos grandes creadores había hecho que tuviéramos que imaginarnos las obras de arte que habrían construido de haberse atrevido a hablar. Haciendo que incluso fueran mucho más admiradas por no-ser, no haber sido compuestas ni dichas, que si hubieran sido forjadas. Pues se las podía concebir increíbles, apasionantes; tal y como se deseara. Concepción que tal vez se encuentre detrás del enloquecimiento, encandilamiento y obsesión de tantos poetas por el silencio y explique la razón por la que se consideren muy interesantes a la personas que lo cultivan. Teniendo en cuenta además, que gracias a su uso, se podían callar palabras que hubieran enturbiado el aire allí donde fueran pronunciadas.

Se supone además que quienes callan, lo hacen porque conocen algo. Son poseedores de un secreto. Y tal vez pudieran propagar una información que necesitamos saber, recitar un poema que deseáramos insistentemente escuchar, o pronunciar las palabras que podrían levantarnos el ánimo. Razón que hace que los tratemos bien o al menos con más consideración que aquel que está continuamente hablando, no cesa de decir, puesto que de él ya sabemos todo lo que nos puede aportar y, llegados a un límite, casi nos beneficiaríamos más con su silencio. En la mayoría de las pinturas chinas, el sabio no es un hombre parlanchín. Suele mantenerse callado. En un rincón del cuadro. Generalmente el izquierdo. Como queriendo pasar desapercibido. Convirtiéndose finalmente en el centro de atención de la obra. Por encima del emperador o las bellas geishas que bailan a su alrededor.

Callando, en cualquier caso, se dice mucho. Demasiado a veces. El silencio, de hecho, invoca al recuerdo de nosotros mismos. Puesto que cuando rememoramos nuestras conversaciones con los silentes en cierto sentido nos estamos acordando de las palabras que imaginamos que deseaban decirnos. No de aquello que pronunciaron verdaderamente. Y, por lo tanto, nos vemos obligados a indagar en aquello que creímos que nos comunicaron, para lo que debemos volver a nuestra psique, con el objeto de recordar no tanto lo que dijo o lo que calló el mudo sino aquello que creímos pudo decir o quiso silenciar. Razón por la que cuando un político hindú se entrevistaba con un sabio, acudía con un retratista a su lado que diagramaba cada uno de sus gestos y poses. No fuera a ser que el gobernante olvidase sus reflexiones sobre la conversación (nunca producida) si el interlocutor decidía enmudecer en su transcurso.

Se sabe por cierto que hubo un pintor de reyes orientales que enloqueció tras haber realizado un gran número de estos dibujos. Porque en una de sus salidas con su superior, mientras realizaba un retrato de la entrevista entre el monarca y un lama que lo miraba atentamente, sin pronunciar una sola palabra, vio un rayo de luz, como hasta entonces no había contemplado otro, cayendo sobre los ojos del monje hasta cerrárselos y, asombrado ante este hecho, sin poder describirlo por medios racionales, vivió el resto de su vida obsesionado, intentando plasmar lo que él denominó el color del silencio. Siendo internado en un sanatorio donde pasaría el resto de su vida aislado. En un mutismo completo. Sin tener conocimiento de que su historia había inspirado el  «concierto silente» creado por un grupo de músicos nipones en el que se intentaban describir en varios, diversos movimientos diferentes tipos de silencio: el que existe entre dos guerreros antes de que se produzca su enfrentamiento, el del campo de batalla tras el combate, el de los jugadores de cartas mientras juegan, el del condenado a muerte, los religiosos, o el del asesino justo antes de acabar con la vida de su victima. Obviamente, los espectadores de esta obra -en la que, siglos después, John Cage se basó para crear algunas de sus famosas performances sonoras- representada por primera vez y última en el palacio del Emperador Meiji en el año del 1884  no fueron capaces de distinguir entre una parte u otra del concierto. Todas les parecieron iguales y de no ser por su diferente duración previamente anunciada, ni siquiera hubieran podido saber en qué parte de la interpretación se encontraban o a quién o qué hacía alusión el silencio de los exquisitos músicos contratados para interpretar la pieza. Y en ello radica precisamente el poder del silencio, tal y como confesó uno de los anónimos -nunca quisieron revelar su identidad- compositores del «concierto»: en que todo aquello que dice y muestra es indeterminado, podría ser una u otra cosa indistintamente y no nos daríamos cuenta. Característica plural que le permite ser todo aquello que desee y mucho más. Pues si nos fijamos, no hay momento de nuestra vida en que, aun en la sombra y escondido, no se encuentre el silencio merodeando. Esperando el momento idóneo para surgir y apoderarse de la situación, y de todas nuestras palabras que, en el fondo, le pertenecen. Shalam. 

من تسمّع سمِع ما يكْره

El que no sabe que sabe, está dormido; despiértalo

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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