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Jardineros

Dic 8, 2016 | 0 Comentarios

Conforme continúo absorbido en la escritura de Puercos, van desapareciendo del libro más y más pasajes. En fin, al igual que en los dos días pasados, dejo aquí un párrafo sobre la importancia de los jardines en Roma y el pútrido misterio que rodea a los jardineros que ya nunca aparecerá en la novela. Más que nada, porque es redundante respecto a lo muchas veces indicado e insinuado tanto en El jardinero como en las primeras páginas de Puercos. Aunque entiendo que puede (o podrá) tener cierto (relativo) interés y por ello lo dejo a continuación. Ahí va:

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Los nobles romanos se encontraban fascinados por los jardines. Se les encendían los ojos, se erizaba su piel y sus músculos no cesaban de bombear sangre cuando, junto a ambiciosos arquitectos de rostros difusos, trazaban su malévola estructura, imaginaban su extensión y se ocupaban de los más nimios detalles: la cantidad de agua adecuada para que las plantas alcanzaran el tamaño deseado, las proporciones de las estatuas y figurillas que presidirían los estanques, surtidores y bancos circulares, el color que debían poseer las flores para combinar con los vestidos de las criadas y de los jardineros, el aspecto de pérgolas y celosías o los horarios precisos para el riego de los árboles según la estación del año.  

Ciertamente, los jardines eran tanto garantía de prestigio como de lujuria. Un libidinoso y añorado paraíso ideal para el ocio, el regocijo, el descanso del trasiego cotidiano, las guerras, las traiciones, debates, habladurías, ambiciones y, sobre todo, cumplir cualquier antojo sin que una sola voz se opusiera a ello.

En cualquier caso, debido a que, como en Persia, eran oráculo de perversiones, oculto rincón de malvados cortejos, no existen demasiados escritos sobre las actividades que se producían en los vergeles públicos, los privados construidos en las enormes fincas de recreo o en los peristilos de las viviendas.

Los jardines de Pompeyo, Asinio, Mecenas, Salustio, Plinio el joven, Agripina, Domicia, Silanus, Servilio o Galieno se han convertido en fantasmas. Espíritus desvaídos que invocan sacrificios humanos, legendarios actos orgiásticos y asesinatos orgásmicos cuyo rastro ha sido mutilado por los diablos y ocultado entre la vegetación o nuevas edificaciones: conventos, esculturas de santos y ornamentales capillas.

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Lo cierto es que de los jardineros que los cuidaban no se sabe demasiado. Se desconoce prácticamente todo, porque solían ser seres misteriosos, musculosos en exceso, que solían caminar con una sábana negra cubriendo su rostro. No se los escuchaba hablar en voz alta nunca y tampoco en voz baja pues tenían absolutamente prohibido comunicar las técnicas de jardinería que conocían y mostrar empatía con sus compañeros o cualquiera de los restantes empleados. A muchos, de hecho, se les cortaba la lengua para evitar males mayores. Teniendo en cuenta, asimismo, que su trabajo se encontraba consagrado a la construcción y cuidado de un espacio lujurioso, debían realizar sus trabajos de jardinería desnudos y erectos. Y era muy habitual verlos acariciándose sus miembros en los campos, ya desde altas horas de la madrugada, conforme podaban los matojos de hierba inservibles para el solaz visual y corporal del noble al que se encontraban encomendados.

Se sabe también que, por lo general, no eran personas de confianza. Eran bastante traicioneros y mendaces y nunca conseguían simbiotizarse con el jardín que cuidaban. Se desplazaban por allí como flores raras y dañinas enorgulleciéndose de los arbustos mal podados y las rosas y violetas exterminadas.

En muchas ocasiones, fueron castigados por su mal comportamiento. Los verdugos les daban latigazos y escupían e incluso los nobles se divertían subiéndose a sus espaldas mientras intentaban enmendar sus desastres. Pero ni aun así, recibiendo el peor de los castigos, se podía evitar que una sonrisa maliciosa atravesara su rostro. Razón por la que muchos jardineros fueron empalados, ahorcados y arrojados por barrancos, aunque esto no evitó su multiplicación ni la de los jardines conforme la decadencia de Roma aumentaba.

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A pesar de su nocturnidad, a tanto llegó la fama de los jardines que, durante su gobierno, Augusto ordenó la clausura de muchos de ellos pues los constantes cuidados de esos templos del vicio estaban provocando una carestía de víveres en las ciudades.

La mayoría de personas elegían retozar en estas florestas viendo cuerpos desnudos, que ocuparse del cultivo de alimentos. Y, alertada ante este hecho, Roma reaccionó con todo su arsenal lírico. Se retomó y exacerbó hasta el límite el tópico del locus amoeni. Dando indicaciones precisas a los poetas -de las que tomó buena nota Virgilio en sus Geórgicas– de que eludieran referirse a los jardines y cantaran las excelencias de la campiña, la felicidad elemental de la sencilla vida rural y las nobles labores campesinas. Algo que, sin embargo, proporcionó a estos vergeles de una aureola aún más secreta y maldita de la que poseían hasta entonces.

En muchos lienzos fueron representados como abismos. Una imagen que, siglos más tarde, sería puesta en primer plano por los pintores románticos en cuyos cuadros el jardín es metáfora de locura y destierro. Reflejo de la ansiedad de una Roma incendiada por la codicia y su ambición de controlar Occidente de norte a sur. La cual, a su vez, se encarnaba perfectamente en la avidez con la que los saltarines ojos de los jardineros solían desplazarse nerviosamente hacia todos los lados cuando comenzaban su jornada de trabajo. Shalam

إِنَّ اللَّبِيبَ بِالإِشَارَةِ يَفْهَمُ

Nadie se ocupa de quien no se ocupa de nadie

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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