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La herrumbre de Absalom

Feb 10, 2015 | 0 Comentarios

Llevaba años sin leerlo. Sin abrir el manuscrito. El viejo portafolios. El caótico legado de folios arrugados y apiñados sobre el escritorio carcomido por el paso del tiempo, entre las mecedoras abiertas por los costados incapaces ya de tambalearse con las furiosas brisas de abril y los cojines que como toallas se desmadejaban por el sucio suelo. Pero la experiencia, la intensidad y el asombro han sido los mismos que sentí la primera vez que lo tuve en mis manos. Me refiero, claro, a Absalom, Absalom!, esa novela de carácter bíblico y dimensiones astrales con la que William Faulkner golpeó los cielos como si fuera un trueno. Una mazmorra de metáforas presas por un lenguaje que rugía y se retorcía como las hojas secas de los árboles que enmarcan el condado de Yoknapawpha. El círculo infernal donde el escritor norteamericano invocó a gritos la fortuna y desgracia de un continente apresado por hombres malditos, rebeldes a ojos de dios, que crearon una civilización sustentada en el castigo y la traición donde siglos, décadas antes, no habían más que bichos y plantas y unas cuantas brumas de tabaco mojado. El trasero desnudo de los dioses y la risa violenta del diablo.

En fin. Me ha bastado hojearlo, oler su inconfundible aroma a serrín y humedad, madera consumida por el estiércol y el pasto, para sentir que penetraba en una antigua habitación donde los viejos espíritus y mitos se agarraban a mi alma y me conducían a su guarida. Una tumba de voluntades de hierro donde los muertos y los vivos dialogan ante los altares, pastizales de barros y regadíos en los que se desarrolló la historia norteamericana. Porque Absalom Absalom! es un libro sagrado en el que la memoria de la especie se encuentra contenido. Un versículo escrito en un mapa enterrado a las orillas de una isla plagada de mosquitos y cangrejos. Un tarot envuelto en aires huracanados capaz de hablar el lenguaje del inconsciente humano. Una novela que recoge las entrañas divinas, el esperma del planeta, y lo mezcla con sangre y orín para decirnos de forma directa a cada uno de nosotros nuestro origen y porvenir. Y además, a qué saben el pienso y el pasto y la tierra.

Dejo a continuación uno de los pasajes de esta biblia de las tinieblas, este inmemorial libro que relincha como un caballo y grita como un hombre herido cada vez que lo abrimos. Pues creo que la experiencia de atravesar este rugido, adentrarse en la feroz tormenta, supera cualquiera de los calificativos con los que podría definirla.

Realmente, no sé si alguien lo ha dicho antes pero así experimento yo la zozobra de adentrarme en sus páginas. Como si fuera un polizón o un ciego perdido en un laberinto que únicamente puede orientarse a través de los rugidos de los minotauros: «Desde las dos, aproximadamente, hasta la puesta del sol, permanecieron sentados, aquella sofocante y pesada tarde de septiembre, en lo que la señorita Coldfield seguía llamando «el despacho» por haberlo así llamado su padre: una habitación cálida, oscura, sin ventilación, cuyas ventanas y celosías continuaban cerradas desde hacía cuarenta y tres veranos, porque, allá en su niñez, alguien opinaba que el aire en movimiento y la luz producen calor, mientras que la penumbra resulta siempre más fresca. A medida que el sol daba más de lleno sobre ese costado de la casa, la habitación se iluminaba de rayos horizontales y amarillentos que dejaban ver innumerables partículas de polvo. Quintín pensó que serían, sin duda, escamas de la viejísima pintura descolorida, desprendidas de la madera resquebrajada y empujadas hacia el interior por una fuerza semejante a la del viento. Una guía de glicinas florecía por segunda vez en aquel estío, y trepaba por un enrejado que se divisaba frente a la ventana; los gorriones llegaban y partían en bandadas, sin orden ni concierto, produciendo un rumor seco y polvoriento al levantar el vuelo. Frente a Quintín se hallaba la señorita Coldfield, con su sempiterno traje de luto, que llevaba desde hacía cuarenta y tres años, aunque nadie sabía si era por su padre, hermana o no-marido; erecta y rígida, ocupaba una silla de duro asiento, tan alta para ella que sus piernas, sin llegar al suelo, pendían rectas y verticales como si los huesos de sus tobillos y pantorrillas estuviesen fundidos en hierro, lo que les daba el aire de rabia impotente que tienen los pies infantiles. Hablaba con voz áspera, huraña, asombrada, y al final toda atención cesaba, el poder auditivo se confundía a sí mismo y el objeto de su impotente pero indomable fracaso —aunque había muerto años atrás— aparecía, como evocado por esa indignada requisitoria, sereno, distraído e inofensivo, brotando del polvo paciente, soñador y victorioso». Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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