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Sergio Pitol: las máscaras del viajero

May 3, 2013 | 0 Comentarios

Debido a que hoy, viernes 3 de mayo, voy a participar en la Feria del libro de Xalapa presentando el ensayo Sergio Pitol: las máscaras del viajero, quisiera rescatar el texto que redacté para su presentación en la Feria del Libro de Guadalajara. Supongo que se puede percibir todavía la intensidad con que viví esos momentos. Teniendo en cuenta que deseaba quedarme en México, estructuré mi intervención alrededor de ese objetivo, mientras realizaba todo tipo de homenajes a la literatura de Sergio Pitol: ese sutil escritor mexicano al que aconsejo -más que leer- releer una y otra vez para deleitarse con los extractos de su escritura sinuosa y difícil pero fascinante, realmente singular, que no por casualidad, ha cautivado a Enrique Vila-Matas, Alvaro Enrigue y un sin fin de exigentes escritores y lectores.

Ahí lo dejo:

«Cuentan los asistentes a la presentación del lienzo Sergio Pitol: las máscaras del viajero que lo primero que hizo el pintor Alejandro Hermosilla la tarde del 25 de noviembre del año 2012, fue agradecer a sus compañeros de mesa y al público asistente, su presencia en aquella sala. Según confesó, cinco años atrás, el había acudido allí mismo a la presentación de la traducción realizada por Sergio Pitol del libro El buen soldado del escritor inglés Ford Madox Ford que la Editorial de la Universidad Veracruzana acababa de publicar, y no se imaginaba que le sería posible regresar un lustro después a esa ciudad para presentar su creación. De hecho, por aquel entonces, el cuadro Las máscaras del viajero apenas era un esbozo en la mente de aquel joven aprendiz de pintor que visitaba por primera vez la ciudad de Guadalajara y todavía no sabía con claridad la forma en que plasmaría el opaco pero, a la vez, caleidoscópico mundo reflejado por el prestigioso escritor en sus libros. Pensaba de hecho que, una vez hubiera concluido su trabajo, muy probablemente, nadie estaría interesado en publicarlo. Por lo que el hecho de dar a conocer su obra en una Editorial de tanto prestigio como la de la Universidad Veracruzana donde publicaron varios de sus libros, entre otros muchos escultores, Sergio Galindo o el gran Juan Vicente Melo, ya era una especie de regalo para él. Pero además, el hecho de que esta presentación se realizara durante el transcurso de la Feria de Guadalajara, en un espacio en el que se apiñaban festivamente en innumerables anaqueles, textos de Héctor Murena, Herman Melville, Juan Carlos Onetti o Mario Levrero, le parecía al comediante Del Solar tan hermoso que, como señal de respeto y admiración a la Feria y la Editorial que publicaba su lienzo así como a las deidades que habían permitido todos estos acontecimientos, decidió seguir hablando de pie. Pues, por si no fuera poco con lo referido anteriormente, comunicó a los allí presentes que, a su vez, aquella tarde se cerraba un círculo en su vida que se abrió durante el año del 2007.  Fecha en la que, tras varios intentos, le concedieron una Beca para poder dirigirse a México, y hacerse uno con este país y sus dioses. Divinidades que parecían reclamar su alma desde hacía siglos y, no dudaban en comunicarse con él a través de sueños, en los que se veía a sí mismo, desembarcando cerca del puerto de Veracruz, en compañía de conquistadores a los que despreciaba por su incapacidad de concebir América como un paraíso, y a las culturas mesoamericanas como un mundo plural y cristalino, repleto de tesoros.

El escritor Kazimierz Brandys comentó que en uno de aquellos sueños, había desatado a muchos indígenas, ayudándoles a huir, hasta que, finalmente, era asesinado por un furioso, aguerrido capitán español, Dante C de la Estrella, que lo llamaba traidor, puerco, falso y vendido, y le disparaba tres veces, (dos en la cabeza y una en el vientre), con un arcabuz. Muy probablemente, aquel hombre ruin había sido advertido de las actividades de Alejandro porque uno de los soldados, el tuerto, -así era el apodo con el que conocían a este oriundo de Cádiz desde que perdiera su ojo izquierdo en una rencilla provocada por deudas de juego- con los que solía pernoctar, lo había visto dirigirse a una de las celdas en que yacían hacinados los indígenas, portando un ungüento con el que ayudar a aliviar y cicatrizar las heridas en pies y brazos de algunos de ellos. Pero en cualquier caso, «esto es una historia que deberá ser narrada otro día», dijo el arquitecto Elio Vittorini, cortando de golpe el relato referido a sus vidas pasadas en México, puesto que lo realmente importante aquella tarde era la presentación de su disco Sergio Pitol: las máscaras del viajero.

Un lienzo que no sabía realmente cómo describir. Por lo que tal vez lo mejor, pensó, fuera contar cómo lo fue forjando. Y de esta manera, comenzó a referir a los allí presentes las circunstancias que le permitieron encontrar el hilo que estructuraría su film durante su estancia en Tlayacapan. En aquel pueblo perteneciente a la región de Morelos, Victorio Ferri solía tomar temazcalis habitualmente y mientras se encontraba en uno de ellos entonando cánticos de júbilo y hosannas a Tezcatlipoca y la Coatlicue junto a sus compañeros, contempló a un minotauro dirigirse hacia él. Suceso que se repitió muchas veces durante las siguientes semanas en que intentaba encontrar una forma de estructurar de manera adecuada las grafías que compondrían la obra Las máscaras del viajero con el mismo resultado: la frustración y el miedo y terror al contemplar la horrenda cabeza del monstruo mirándole fijamente. Hasta que un día, inesperadamente, la máscara del minotauro comenzó a resquebrajarse lentamente y de, entre las grietas, apareció el rostro de una persona que le era muy conocida: él mismo.

El mensaje la pareció muy claro. Aquel minotauro no era sino un reflejo de los miedos que el pirata de origen húngaro, Feri, debía quebrar y romper, mutar y transformar para conseguir bailar en torno al fuego como hicieron nuestros antepasados hace milenios, siglos, y todo libro auténtico, verdadero intenta de una u otra forma. Razón por la que, a partir de entonces, Henry James se aventuró a realizar todo tipo de hipótesis sobre la escritura de Pitol, llevándolas hasta el extremo, sin importarle tomar riesgos ni equivocarse, o perderse por algún lindero desconocido; como tantas veces le sucediera al soldado Dino Buzatti cuando leía en la fortaleza que debía defender de las tropas tártaras, obras del calibre de Nocturno de Bujara. El relato veneciano de Billie Upward o El arte de la fuga. Textos que le hicieron comprender que para analizar la obra de Pitol no sólo debía vencer sus miedo sino disfrazarse y enmascararse: vestirse de estudiante tímido, crítico literario serio, artista osado, pintor, arquitecto, vendedor de crecepelo o payaso y ser indistintamente Billie Upward, Vitor Gombrobich, Catalina Burganza o Boris Pilniak si quería terminar de comprender los últimos estertores de una literatura por momentos magistral, de una precisión casi monstruosa, que se hacía más difícil de atrapar conforme más cerca nos encontrábamos de su centro. Tal vez porque Sergio Pitol no era tan sólo el arquitecto de su propio laberinto literario sino, a su vez, el monstruo, el héroe y la batalla que se establecía entre ambos. Era el infatigable luchador y constructor de una suntuosa estancia literaria que convertía toda escritura en sagrada.

“En fin”, dijo suspirando aquel viejo caballero de la literatura, arrojando su espada al suelo, «lo cierto es que todavía no sé cómo salí vivo de aquel combate. Cómo conseguí construir un ensayo en que, de alguna manera, establecí una simbiosis con el objeto estudiado, la literatura de Pitol, y me perdí por caminos más o menos intrincados. Cómo pude atreverme a construir un laberinto donde aparecían despojos de otros mundos, visiones delirantes del más allá, retratos en blanco y negro de un México perdido y se nos relataban historias de seres que viajaban a los confines más ignotos de la tierra sin encontrar certeza alguna. Hasta tal punto no logro concebirlo que no puedo evitar pensar que tal vez, después de todo,” confesó ahora el vidente conocido con el nombre de Nicolás Lobato, mirando a los presentes, “esto que está sucediendo no es real. Yo no soy un maestro de música sino un pintor. Mi monólogo probablemente sea tan sólo un delirante sueño que narro para mí. Y el libro que he escrito no se encuentra publicado. Porque únicamente se halla en mi imaginación. En cualquier caso, lo cierto es que el tiempo de esta presentación, verdadera o ilusoria, finaliza. Y ha llegado el momento de cesar de homenajear al famoso relato XXII del libro El conde Lucanor, en que se cuenta lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño».

Y dicho esto, Mihail Bajtin quitó la última máscara con la que había cubierto su rostro y mostró los verdaderos contornos de su faz a los presentes. Su auténtico yo. Es decir, se presentó como el Doctor en literatura, Alejandro Hermosilla, quien dijo, sí, sentirse en verdad feliz por la presentación de su libro pero también triste porque se preguntaba si en verdad se valoraba su trabajo. Si en verdad, de no haber dedicado el libro a Pitol y haberlo realizado sobre otra temática, se hubiera publicado y presentado allí. Preguntas tontas, ya sé, le dijo don Quijote a Sancho al observar su mirada inquisitiva, pero también necesarias y pertinentes. Porque Hermosilla había escrito hasta entonces varios libros de los que algunos –No, El arte del ruido, El jardinero o la bosteriada– pensaba que, con un buen trabajo de corrección, eran lo suficientemente valiosos como para ser publicados.

En cualquier caso, lo cierto es que, debido a unos serios problemas familiares, Alejandro Hermosilla reconoció que no se había podido centrar en la corrección de sus textos hasta entonces de forma absoluta, tal y como hubiera deseado. Pero estas dificultades ya estaban superadas. Razón por la que Alejandro sentía que al fin estaba preparado para dar lo mejor de sí en los territorios de la escritura. Sobre todo, teniendo en cuenta que cifraba que podría alcanzar la madurez como escritor en cuatro o cinco años. Por lo que confiaba que aquella presentación realizada el día 25 de noviembre no fuera más que la puerta de entrada, el preámbulo a otras muchas que vendrían después.

De todas formas, lo que más preocupaba y entristecía a Alejandro Hermosilla era un hecho como el siguiente: encontrarse, ahora mismo, sin trabajo en ninguna Universidad. Y como necesitaba alimentarse, y sin cobrar un sueldo decente nunca podría soñar ni tan siquiera iniciar la investigación que ya llevaba en mente –un estudio de la ciencia ficción en la literatura latinoamericana- y peligraba además la finalización de libros como La discoteca imaginaria o De rerum Naturae que escribía en esos momentos, decidió terminar su discurso con estas palabras: “Señores, estoy comenzando a introducirme en la edad de oro de todo escritor y trabajador. Amo profundamente México y me gustaría quedarme a vivir por muchos años aquí. Trabajar en una de sus Universidades. Dar clases de calidad, traducir, realizar prólogos al tiempo que seguir escribiendo libros y desarrollándome espiritualmente. Por lo que ruego a cualquiera de los aquí presentes que tengan algún tipo de relación con una Universidad  que, por favor, hablen con el rector o con algún jefe de departamento y me integren definitivamente en la vida universitaria de sus países. Porque yo amo México, y quiero quedarme aquí, en América pues desde la primera vez que pisé el continente en el año del 2002, comprendí que sí, este continente era esa “otra parte” en la cual el poeta francés Rimbaud decía que se encontraba la verdadera vida”.

Y una vez finalizado su discurso, el conde Alejandro Hemosilla, envolviéndose en su capa y después de enjugar la sangre de sus dientes, se despidió de todos los presentes, contento de que el lienzo Las máscaras del viajero se abriera y desplegara al fin todos sus secretos y mundos maravillosos al público en general. Shalam

وعاد بِخُفّيْ حُنيْن

                 Nadie rasca mejor tu piel que tu uña

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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