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Jul 21, 2019 | 0 Comentarios

Vladimir Nabokov no escribía. Hilaba. Cosía. Hacía vestidos largos y elegantes llenos de broches con su prosa. Una prosa tan llena de acordes, resonancias melódicas y dulces arpegios que inundó gran parte de los capítulos de sus libros de un lirismo incandescente y explosivo. Un marasmo de tejidos lingüísticos tan cuidados que transformaban sus novelas en metáforas primaverales.

Incluso en aquellas de tema más severo y apocalíptico, el escritor ruso trabajaba tanto el lenguaje y cuidaba con tanto mimo el ritmo de las frases que parecía que habían sido trazadas en una rueca. Escritas a mano con mentalidad de orfebre. Acariciando la lengua con primor y mimo. Pero también con celo. Con la avaricia con la que guardan los niños sus juguetes favoritos y una paciencia inagotable para decidir qué palabra colocar en el papel. Deleitándose además al pensar cuál elegir en función de las connotaciones que pudiera sugerir. En cierto modo, por ello es que sus textos son collares de piedras de cuarzo. Y también laberintos. Pero no laberintos urdidos para lograr que el lector se pierda sino más bien para que se deleite mientras encuentra la salida. Para que no tenga prisa y se demore por ellos fijándose en la extraordinaria compostura de los muros, los pequeños grabados colocados en sus azulejos, los claroscuros formados por el reflejo del sol sobre los techos rojizos o la severa armonía de los lienzos, armaduras y escudos apostados en los pasillos.

Nabokov no era un hombre del siglo XX. Su espíritu era decimonónico. Tal vez incluso renacentista. No importa que hablara de los temas más espinosos. Que testimoniase una crisis personal inmensa, una perversión, un episodio psicótico o aludiera al espíritu autodestructivo de su época. Nabokov siempre lo hacía con tal sensibilidad y cuidando con tanto encono el lenguaje que finalmente, conseguía extraer armonía y música de allí. En realidad, no parecía escribir sino tocar el piano. La misma palabra, la misma frase no transmite lo mismo en un libro de Nabokov que en la de cualquier otro escritor. En sus textos, el lector tiene muchas veces la impresión de encontrarse en barco. Navegar un río. Planear por las nubes. Muchas de las palabras de sus novelas son flores. Nenúfares. Poseen tal capacidad expresiva que terminan convirtiéndose en perfumes. No hay libro de Nabokov que no huela. Basta leer varias de sus frases para comenzar a percibir fragancias. Aromas. El hilo de un vestido antiguo. El rastro de la agria mancha de color dejada por un lienzo en un salón.

Muchos de sus textos son remolinos. Pero, eso sí, remolinos poéticos. Escaleras de caracol en las que los recuerdos y episodios ondulan constantemente. Se curvan a medida que nos adentramos en ellos como tal vez sólo sucede con la prosa de Marcel Proust o los filmes de Alain Resnais. Pero ocurre que Nabokov mezcla con tanto primor el pasado con el porvenir que finalmente sólo existe el presente en sus páginas. Un intenso y ardiente presente que ejerce de paraíso recobrado, pero también de paraíso deseado y perdido.

Es de todos sabidos que Vladimir amaba recorrer los campos para capturar mariposas. Y mucho de esa afición se filtra en sus libros. Pues a veces el lector tiene la impresión de ir caminando por un bosque (el lenguaje) guiado por una mente meticulosa que se detiene en cada recodo y lo describe al detalle. Convirtiendo un simple paseo en una maravillosa excursión literaria en la que cada fragmento de la naturaleza es transformado en pieza de un tapiz situado en un salón nobiliario. Fruta de un frondoso banquete de bodas celebrado en medio de un elegante jardín barroco.

Como muchos genios, Nabokov era puntilloso. Obsesivo, meticuloso y neurótico. Casi maniático. Y artísticamente era despótico. No consentía un fallo. No lo perdonaba. Aspiraba a que su prosa fuera perfecta. A que la belleza se igualara a la perfección matemática. El consabido idealismo platónico. Escribía con la mentalidad del ajedrecista y el espíritu del anticuario. En realidad, Nabokov era un excéntrico. Una rara avis. Escribía con tanta precisión en la lengua inglesa como en la materna. Empezó haciéndolo en ruso pero se decantó por el inglés cuando se marchó a vivir a EUA. Tal vez por ello su estilo es imposible de imitar o de superar. Sólo se puede copiar. Y por eso no tiene seguidores. Porque Nabokov era un escritor que escribía obras maestras en una lengua ajena. Era una mente única de una potencia inusitada. Si hubiera sido físico, seguro que hubiera descubierto un fenómeno nuevo. Y de ser arquitecto hubiera diseñado casas, edificios modernos y funcionales pero de irradiante belleza. De espíritu antiguo pero temperamento un tanto vanguardista. Su timidez era mayestática. Le costaba tanto hablar en público que en ocasiones solía hacerlo tartamudeando y tal vez porque la naturaleza de Dostoievsky era muy diferente a la suya y su arte (a pesar y gracias a sus defectos) muy superior, emprendió una cruzada contra el escritor de Crimen y castigo que le ganó animadversiones en medio mundo. Acrecentó su fama de retraído y misántropo. De genio huraño al que apenas tenían acceso un círculo restringido de personas, concentrado únicamente en su arte y su familia. En su vida privada, sus recuerdos, sus mariposas y sus libros.

Resulta difícil recomendar uno de sus textos porque todos son valiosos. El más famoso es Lolita (evolución sofisticada de la muy estimable El hechicero) pero probablemente su obra maestra es Ada o el ardor. Una novela que no es una novela. Es una balsa lingüística, un hermoso pantano de palabras que desborda poesía y abundancia artística al tiempo que radiografía una época y formula una teoría sobre el incesto como fuente del amor original. Convirtiendo la lectura de sus páginas en un sendero por el lado luminoso del lenguaje. Algo lógico porque leer a Nabokov no es sólo aprovechar el tiempo. Es deleitarse. Saborear la lectura. En cierto modo, él es la música clásica de la literatura. Leerlo es parecido a pasar una tarde en el Prado o en el museo de Orsay. Volver a escuchar con delectación los sonidos procedentes de una vieja casa de música. Abrir el armario de la ropa de una casa antigua y exhalar con alegría los olores procedentes de la madera, las fotografías arrugadas, el papel de los cajones y de los vetustos vestidos. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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