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Gil

Mar 5, 2018 | 0 Comentarios

Jesús Gil era el poder. El poder «bruto y deforme». Corrupto, corrompido y megalómano. Una de las manifestaciones más claras y ostentosas de que esa democracia española tan cacareada por los medios gubernamentales, nunca existió. De que los políticos eran, en realidad, oligarcas sin oposición ni trabas para hacer su santa voluntad. Y de que cualquier empresario con suficiente dinero y poder de intimidación podía llegar a lo más alto de la pirámide social.

Jesús Gil es uno de los más reveladores símbolos que existen sobre la transición española. Los años 80 y los del «pelotazo». El chiste más chabacano y terrorífico. Gil era un Calígula moderno que, de haber podido, hubiera llegado tan lejos en sus delirios como el Emperador romano. A soez, mordaz y excéntrico, desde luego, no le ganaba nadie. Gil fue un reflujo franquista. Una sombra espiritual del régimen fascista aterrizando en medio de una España empeñada en modernizarse a costa de perder su identidad. Un señor que no es que se avergonzara de ser machista o de ser ladrón sino que se jactaba de ello. No es que pidiera perdón por sus salidas de tono sino que hizo de ellas un estilo de vida, una marca de carácter. Consiguiendo convertir la «caspa» en moda y los anticuados patrones de conducta en modelos sociales a seguir.

Jesús Gil demostró que al pueblo le gustan los ganadores. La gente de poder. Que su admiración por los triunfadores desvanece el espíritu crítico. De hecho, fue adorado tanto por médicos y abogados, periodistas y deportistas como por fontaneros y albañiles. Burgueses y obreros que probablemente envidiaban sus maneras altivas. Su soez sentido del humor y su carácter de acero. La brusquedad con la que por lo general, conseguía salirse con la suya, imponía su voluntad y desafiaba todas esas castrantes reglas que suelen atosigar y, en algún caso, estrangular a la mayoría de la población.

Gil era tan chusco que parecía una caricatura de Ibáñez. Haber nacido de un cómic de Mortadelo y Filemón o un caserío regentado por un coronel franquista. Era, sí, alguien capaz de convertir la chabacanería en modo de vida y los juzgados en un chiste de Lepe. Un enorme hipopótamo muy seguro de sí mismo, con una inteligencia muy aguda y una enorme capacidad de trabajo igual a su desparpajo ético, que disfrutaba saltándose todas las reglas habidas y por haber. Gil era, sí, una monstruosa manifestación de poder que se reía de todo, absolutamente todo. Lo mismo recibía a los periodistas en calzoncillos que hablaba con un ministro en su piscina. Lo mismo aparecía rodeado de unas cuantas brasileñas en un chalet de lujo, se reía en la cara de jueces, políticos, diputados y policías a los que la mayoría de la población guardaba respeto, que fichaba jugadores para su Atlético según los relinchos y movimientos a un lado y a otro de su más querido compañero: su caballo Imperioso.

Gil fue el Tony Soprano de la España de la transición. Un Capone ibérico. Sus enemigos sentían una mezcla entre el asco, el miedo y la fascinación ante su figura. Y, obviamente, no tenía amigos. Sólo aliados que, dependiendo de sus intereses, podía golpear o arrojar por la barandilla sin ningún remordimiento.

En realidad, Gil no era violento. Era la violencia. No era brutal. Era la brutalidad. Famosas fueron sus broncas al «Tren» Valencia y sus guantazos al presidente del Compostela. Gil era un todoterreno. Un hombre que era la viva imagen de lo que la voluntad de poder es capaz de conseguir. Nunca dormía. Era un estratega sagaz y un caradura sin complejos. Un gigantesco bocadillo de jamón serrano que convirtió en sus cortijos privados al Atlético de Madrid y el ayuntamiento de Marbella. Para Gil, de hecho, casi no había distancia entre la vida privada y la pública. Se apropiaba de lo ajeno con descaro y picardía y luego, había que contratar a decenas de abogados para poder recuperar la mitad de lo que afanaba. Era tan intenso que convirtió al Atlético de Madrid -un club pirómano por excelencia- en un volcán. Los entrenadores le duraban dos siestas. Los jugadores salían al campo acojonados. Algunos cobraban en B. Otros no cobraban. Algunos experimentaron lo que para los gladiadores era fajarse en el circo romano ante la dura, cruel mirada del Emperador Gil.

Durante los años que lo presidió, el Atlético de Madrid no fue el «pupas». Fue un abismo. Un precipicio. Conquistó un doblete histórico y con las mismas, al poco, bajó a Segunda. Le ganó una mágica Copa al Madrid en el Bernabéu y al día siguiente, su entrenador estaba despedido. Y mientras tanto, las televisiones loaban su figura. Dragó decía que Gil era el auténtico superhombre descrito por Nietzsche. E intelectuales sesudos analizaban sus poses y gestos y hay quien llegó a compararlo con Napoleón conforme hacía del ayuntamiento de Marbella su banco particular. Cenaba con jeques árabes y se hacía rodear de prostitutas de lujo, mientras robaba a manos llenas los impuestos de los ciudadanos y los invertía en sucios negocios o, en el mejor de los casos, renovaba la ciudad con empresas con las que tenía tratos de favor sino es que, directamente, eran suyas.

Gil -estoy seguro- directamente se creyó Dios en algún momento de su vida. Alguien más poderoso que el rey y el presidente del gobierno con la fuerza suficiente para echarse un pulso con la justicia española y a quien se le pusiera delante. Algo muy probable porque, más que un hombre hecho a sí mismo, era el exacto reflejo del superyo del español medio. Una fotografía del inconsciente de la población. Un hecho terrorífico. Puesto que no había surgido por generación espontánea. Era un producto cultivado con mimo por la madre España durante siglos. Décadas de negocios turbios, comisiones arregladas, firmas falsificadas, tráfico de influencias y sobornos. Tal vez el retrato más exacto de aquello a lo que aspiraba el ciudadano medio: ser rico. Ser poderoso. Convertirse en alguien con todos los lujos del mundo a su disposición que disfrutaba casi más de provocar envidia y chulearse que gozando de sus bienes. Un tipo de hombre que despreciaba la cultura puesto que no conocía más estigma que el del triunfo y no respondía a otra ley que a la de hacer lo que le salía de sus santísimos cojones. El macho eterno. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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