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Ene 16, 2017 | 0 Comentarios

Siempre he tenido la impresión de que los motociclistas disfrutan desafiando la muerte. Retándola. Que son, en cierto modo, kamikazes y, realmente, el premio o el trofeo no es lo más importante para ellos sino el ser capaces de sobrevivir, a pesar de haber rebasado los límites. Razón por la que pienso que, contrariamente a lo que pudiera parecer, su rivalidad con otros motociclistas y compañeros no se encuentra basada en su deseo de demostrar que se es más rápido o veloz sino en probar quién de todos ellos puso más en riesgo su vida y fue, por tanto, capaz de observar la compuerta del reino del Hades más de cerca. Y que es ese, en definitiva, el motivo por el que pelean unos con otros enconadamente para llegar los primeros a la meta.

Siempre que observo a un motociclista acelerando, me digo a mí mismo: «He aquí un ser humano que desea dialogar con la muerte hoy. Un ser humano que probablemente se encuentre acostumbrado a conversar con ella. Alguien que tiene como amante y pareja habitual a la muerte». En ningún caso, veo a un hombre competitivo. Por lo general, contemplo a un medio muerto y medio vivo. Un jinete que anda a caballo de dos mundos. Alguien que, de momento, sólo de momento, pertenece a nuestro mundo y, al instante siguiente, puede pasar a formar parte del más allá. Por lo que no sé cómo tratarlos ni calificarlos. Y, por lo general, suelo observarlos de lejos y en silencio puesto que creo que el lenguaje humano no es apto para transmitir el viaje a la «otra realidad» que realizan diariamente.

A mi entender, un motociclista es alguien al que no le preocupa recorrer el río Leteo antes de lo previsto. Normalmente, los seres humanos cuidamos nuestro físico y salud para retardar lo más posible este viaje, pero pareciera que los motociclistas se entrenaran por si tuvieran que llevar a cabo esa empresa hoy mismo. Tal vez porque son más conscientes que el resto de nuestra fragilidad; de que, en definitiva, podemos morir en cualquier momento. Por lo que una vida auténtica ha de ser vivida en diálogo constante con la muerte y no evitándola. Pues posiblemente, el tiempo no exista o no sea más que un paréntesis para llegar al momento de la verdad ante el que ellos se enfrentan cotidianamente.

Una lúcida visión de la existencia que es la que pienso que les hace acelerar sin miedo en una recta o doblar su vehículo en una curva hasta casi tocar el suelo. Al fin y al cabo, la vida siempre es imprevisible y cuanto más se arriesga uno para vivirla, más y mejor se vive.

En gran medida, para ellos la existencia se mide por grados de intensidad, no de confort y placer sino de intensidad. Se trata de convertir cada segundo en un orgasmo, o al menos de intentarlo, y de conseguir alcanzar cada día el clímax. Pues para estos veloces jinetes, la vida es vértigo y pasión o no es. Y consecuentemente, la muerte no es tanto el territorio del Hades sino el del tedio y el aburrimiento. Por más que, de tanto insistir en su tesón aventurero, pueden acabar convirtiendo su visita al más allá en rutina. Transformarse en carteros del inframundo. Funcionarios del riesgo y la emoción.

Los motociclistas, sí, son alquimistas porque son capaces de transmutar sus emociones, convirtiendo un día de calma en uno épico, lo cotidiano en heroico y cada uno de sus gestos en un símbolo eterno. Y además, son los caballeros del «presente». Pues para ellos no existe el pasado ni el futuro. Tan sólo el «ahora».

Son soldados que se sacrifican en el asfalto en pos del Imperio del espectáculo. El entretenimiento del espectador. Convirtiendo cada uno de los segundos que pasan en la pista en sagrado. Un ritual capaz de transformar cada carrera en un acto trascendente y su sangre y la de los aficionados que los contemplan en el cáliz del Santo Grial.

Los motociclistas nos recuerdan que los grandes nihilistas son los que más honran a dios al igual que los suicidas porque su empeño por matarse antes de tiempo unido a sus ansias por sobrevivir, revelan la absoluta locura del ser humano y, sobre todo, la libertad con la que fue creado.

Todo motociclista sueña con una pared de cemento en la que se estrellará pero también con un muro que atravesará como si fuera un muñeco invisible. Porque en todo amante del motor anida un creyente. Un obrador de milagros capaz de transformar un circuito en un país de las maravillas sujeto a la regla del más imposible todavía. Pero también un descarado. Un hombre que no valora la vida o al menos, no lo suficiente. Y que pone la velocidad, el riesgo y el deseo (y la necesidad) de acortar el tiempo en que realiza cada vuelta por encima de la voluntad de dios.

Obviamente, la tensa y extrema relación de los motoristas con la muerte, los asemeja también con los espectros. Un parecido que supo visualizar y comprender muy bien la Marvel dando luz al famoso Jhonny Blaze –El motorista fantasma- y que es muy apreciable cuando circulan en grupo. Pues cuando un enjambre de ellos nos adelanta en una autopista, siempre existe cierta sensación de irrealidad. Como si, en verdad, estuvieran rodando por el cielo y no en la tierra.

De hecho, esto es lo que, finalmente, todo piloto de las dos ruedas consigue: que sintamos cómo podría ser la vida en otro ámbito donde pudiéramos desplazarnos sin trabas por los aires. Lo que podría ser la vida en el más allá: ese espacio (imaginario o real) donde el diálogo continuo con dios nos aleja del resto de seres humanos vivos, convirtiéndonos en meras brumas para ellos. Algo parecido a esas manadas veloces de motociclistas circulando a ráfagas a los que, mientras recorren los circuitos y carreteras, no es posible extraerles una sola palabra. Porque probablemente no forman parte ni de este mundo ni del otro. Son un desafío, un misterio para ambos. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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