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Carisma

May 14, 2020 | 0 Comentarios

Existe una aureola heroica que rodea a los Stones de los 70. Algo inasible. Mucho más que en los airados y aún un tanto adolescentes de principios y mediados de los 60 o por supuesto, en los actuales.

Los Stones que yo admiro y casi igualo al estatuto de mitos son los de esa década por muchos motivos que resulta difícil descifrar al completo aunque bastaría echar un vistazo a cualquiera de sus conciertos de aquella época o pinchar Sticky fingers o Black and blue para comprenderlo sin necesidad de pronunciar una sola palabra más. Por entonces, continuaban siendo jóvenes rabiosos que disfrutaban tanto en los clubs como en los grandes estadios. Eran crudos y sucios. Turbios y rancios. Osados y elegantes. No habían perdido peligro pero los años los habían vuelto más sabios. Tras muchas búsquedas, habían encontrado al fin su estilo e imprimían su personalidad en todo aquello que tocaban. Habían alcanzado la madurez. Ya no se buscaban a sí mismos sino simplemente, se dejaban ir. Trazaban sus líneas de actuación y comportamiento sin rigidez y fluían en medio de los escenarios con absoluta soltura. El mundo, sí, se movía a su ritmo y no ellos al compás del mundo. Mezclaban perfectamente tradición y modernidad. Puterío y elegancia. Quedaban tan bien en medio de un garito lleno de drogatas como en un barrio elegante de París. Sus discos de aquel entonces ya no eran simplemente entusiasmados homenajes al blues sino que, en gran medida, redefinían el viejo estilo al tiempo que contribuían decisivamente a sentar los parámetros del rock and roll moderno.

En los 70 no había nadie como los Stones porque no necesitaban mutar continuamente ni abusar de la tecnología para ser certeros. De hecho, eran todavía cercanos. Reales. Muy callejeros y concisos. Olían a alcohol y a droga. A sexo de chica de barrio y no de prostituta de lujo. A pesar de que vivían entre fotógrafos y multitudes, no eran estrellas. Eran músicos. Amaban los tugurios. Se peleaban por un riff, conseguir un buen camello o un buen productor y no por quien aparecía de costado o de frente en la portada de las revistas. Tenían, sí, la intuición de las ratas y la de los guerreros. Eran supervivientes. Y no pensaban en el día del mañana sino en el disco que estaban grabando en ese momento. No contaban los espectadores que llenaban las gradas de sus conciertos sino los compases de cada canción que ejecutaban que, por otra parte, acostumbraban a reinterpretar como les daba la gana. Porque en los setenta, los Stones eran los putos amos. Chulos de discoteca que todo lo hacían con estilo. Experimentaban con el reggae y les salía un pedazo de plástico atemporal y auténtico, vital y seco, que se podía escuchar con la misma pasión en una playa del Caribe que en un pub de Inglaterra. Un ron sin hielo. Les daba por coquetear con la música disco y transformaban el rhythm and blues en una caja de ritmos sexual. Y se iban huyendo de la policía inglesa a Francia y convertían la Costa azul en un tablado de blues drogadicto lleno de odas a la perdición y a la soledad. Lo dicho; una puta locura de década sin la cual no es comprensible el dicho de que los Stones y el rock no es que sean palabras sinónimas sino idénticas. Peces y agua mezclados en un barril de vino y vodka. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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