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Carter

Ene 25, 2017 | 0 Comentarios

Acostumbro a dividir a los compositores norteamericanos en dos tipos: naturalistas y vanguardistas. Como todas las clasificaciones, la mía también peca de reduccionista pero me sirve para aclararme cuando buceo en este tronco musical. Pues por un lado, suelo encontrar sinfonías intentando describir aquello que significa vivir en el Nuevo Mundo las cuales en cierto modo representan lo mismo que los paisajistas en la pintura o el western en el cine y aluden a la intensa, enorme experiencia de colonizar y transitar enormes espacios naturales -arroyos, montañas, ríos, acantilados vírgenes-. Y por otro, un sinfín de experimentos vanguardistas que se disuelven en ruido y temblor, colectivo caos que refleja de algún modo las sinergias esquizofrénicas del capitalismo. Esa odisea contemporánea que supone transitar por una era industrial en medio de enormes ciudades fagocitadas por un consumismo voraz.

Sin embargo, cuando escucho la mayoría de las composiciones de Elliot Carter (hay excepciones como, por ejemplo, su Sinfónía n°1) no me ocurre esto. Tal vez porque Carter es un compendio, la síntesis exacta entre ese clasicismo naturalista y el experimentalismo. Aunque me inclino a pensar que se debe a otros motivos. En concreto, a la inclusión de cierta melancolía incluso en sus composiciones más radicales que las dota de un romanticismo intimista prácticamente inédito en sus contemporáneos y me hace acordarme de un escritor como Ford Madox Ford.

De hecho, al escucharlo, muchas veces tengo la impresión de encontrarme ante un músico europeo y, más en concreto, británico. Que, a pesar de que su música es un salto al vacío -símil de la vertiginosa experiencia de vivir en América- y de que ha consagrado diversas composiciones a poetas norteamericanos como John Ashbery, Elizabeth Bishop o Robert Frost, en realidad, me encuentro frente a un romántico sombrío con ciertos tonos de colorido impresionista. O al menos, un hombre que se encuentra cómodo en ambos mundos -el viejo y el mundo- sin pertenecer totalmente a uno u otro, tal y como les ocurría a T.S. Eliot o Henry James en el ámbito literario. Aunque si profundizamos en su biografía, comprenderemos que esta especie de fricción vital que le permite bucear atonal, disarmónicamente por los solitarios castillos norteamericanos con el alma de un artista neoclásico, probablemente proceda de su capacidad de fusionar las sinuosas melodías de Alban Berg y los asfixiantes composiciones (vacías) de Anton Webern con los crepúsculos vanguardistas de Charles Ives y los maremotos continuos de la música estadounidense.

Creo que, en cierto modo, los opúsculos angustiosos de Webern le sirven para plasmar el aislamiento de los artistas y ciudadanos norteamericanos en general y que las sinuosidades del expresionismo europeo, al mezclarse con las plácidas notas del naturalismo propio de su país, le son muy útiles para componer espectrales, casi laberínticas sinfonías y melodías, que dan idea del perturbador espíritu capitalista. Ese terremoto emprendedor, máquina totalitaria de cemento y hierro que constantemente lleva a cabo todo tipo de nuevas construcciones que, no obstante, no termina de expresarse totalmente en libertad, con toda su carga de vértigo e insolencia juveniles, en las composiciones de Carter sino que siempre suele venir acompañado de cierta tristeza. Trae consigo, sí, flujos de remembranzas de aquella tierra y cultura europeas a la que tantos norteamericanos dieron la espalda mientras otros la recordaban con nostalgia cuyo influjo termina por dotar de una profundidad íntima a  su música.

Realmente, cuando escucho a Carter tengo la impresión de encontrarme ascendiendo por una escalera de caracol o estar dentro de una de esas impresionantes iglesias y catedrales anglicanas situada en medio de Nueva York. Siento estar sobre un faro atacado por las tormentas y los vendavales en el que hay varios niños riendo y gritando indistintamente; en una mansión victoriana situada en medio de un paisaje nevado; o saliendo de uno de esos ansiosos, terroríficos cuentos de Edgar Allan Poe para penetrar en los alambicados y perversos de Thomas Ligotti. Porque Carter es un clásico, un modernista que se niega a caer en los abismos de la experimentación pero aún así es asido por sus garras. Es un racionalista que siempre lleva el hilo de Ariadna consigo pero se pierde una y otra vez en su viaje y si a veces lo hace con preocupación, otras parece divertirse. Complacerse surcando una época donde no se otea tanto un Apocalipsis sino una saturación. Una constante acumulación de conocimientos y cultura que, en ningún caso, está consiguiendo hacer más felices a los seres humanos sino que más bien, está contribuyendo a abrumarnos. A desorientarnos. Shalam

إِذَا أَرَادَ اللَّهُ هَلاَكَ النَّمْلَةِ أَنْبَتَ لَهَا جَنَاحَيْنِ

Nadie se ocupa de quien no se ocupa de nadie

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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